– Oye, Tommy: si vuelves a hacer llorar a mi hermana, tú y yo nos veremos las caras.
El tono no había sido realmente amenazador, pues Neri le había hablado más como tío que como policía, pero el chico, a pesar de ser el muchacho más duro del vecindario, se sintió impresionado por la advertencia.
Cuando aquel domingo Albert y Rita llegaron a casa de la hermana de él, Tommy aún dormía, pues el día anterior había regresado muy tarde por la noche. Su madre fue a despertarlo, y le dijo que se vistiera para sentarse a la mesa con sus tíos y con ella.
Albert y Rita oyeron claramente, a través de la puerta semiabierta del dormitorio, que el chico le espetaba con voz áspera a su madre:
– ¡Que se vayan a la mierda! Déjame dormir. Así pues, tuvieron que comer sin Tbmmy. Neri preguntó a su hermana cómo se portaba el muchacho, y ella respondió que no del todo mal.
Cuando Neri y su esposa estaban a punto de marcharse, Tommy se levantó. Sin apenas saludar, se metió en la cocina, y desde allí gritó:
– ¡Eh, mamá! Prepárame algo de comer. La madre, con voz chillona, replicó:
– Haberte sentado a la mesa con nosotros. No pienso volver a cocinar.
La desagradable escena seguramente se había producido mil veces, pero ese día, Tommy, debido tal vez a que todavía estaba medio dormido, cometió una equivocación.
– ¡A la mierda tú y tus regañinas! Comeré en otra parte.
Nada más pronunciar esas palabras, Tommy se arrepintió de haberlo hecho. Su tío Al se le echó encima, como un gato sobre un ratón. No por aquel insulto a su hermana en concreto, sino porque pensó que escenas como ésa debían de repetirse a diario. Tommy nunca se había atrevido a hablar así delante del hermano de su madre, pero una distracción la tiene cualquiera, y Tommy, para su desgracia, aquel domingo la tuvo.
Ante la mirada aterrorizada de las dos mujeres, Al Neri propinó a su sobrino una tremenda paliza. Al principio, el joven trató de defenderse, pero al ver la inutilidad de sus intentos, suplicó a su tío que dejara de pegarle. Sus labios estaban hinchados y sangrantes. Neri golpeó la cabeza del muchacho contra la pared y luego le dio una serie de puñetazos en el estómago, haciéndole caer al suelo. Entonces se dedicó a golpear la cara de Tommy contra el suelo. Dijo a las dos mujeres que esperaran y obligó al sobrino a acompañarlo hasta su automóvil. Entonces le dijo:
– Si me entero de que has vuelto a hablarle a mi hermana de ese modo, te daré una paliza tal que lo de esta tarde te parecerán caricias. Quiero que te reformes. Ahora sube a tu casa y di a mi esposa que la estoy esperando.
Dos meses después, una noche en que Al Neri, a causa de su trabajo, llegó tarde a casa, se encontró con que su esposa lo había abandonado. Se había llevado toda su ropa y había regresado a casa de sus padres. Según le informó el padre de Rita, ella le tenía miedo y no quería vivir con él a causa de su temperamento irascible. Al no lo comprendía. Nunca había pegado a su esposa, nunca la había amenazado siquiera, siempre se había mostrado amable y respetuoso. Pero estaba tan aturdido, que decidió dejar pasar unos días antes de ir a casa de sus suegros a hablar con ella.
Por desgracia, a la noche siguiente, mientras efectuaba su servicio, se metió en dificultades. Su coche respondió a una llamada relacionada con un homicidio comeado en Harlem. Al llegar al lugar de los hechos, Neri saltó del coche antes de que éste se hubiera detenido; como de costumbre. Era pasada la medianoche, y Neri llevaba su enorme linterna. Gran número de personas se apiñaban delante del portal de una casa. Una mujer negra le explicó:
– Ahí dentro hay un hombre que está matando a una muchacha.
Neri entró en la casa. En la planta baja, al final del pasillo, se veía una puerta abierta, y el policía oyó unos quejidos lastimeros. Con la linterna en la mano, atravesó el pasillo y cruzó el umbral de la puerta.
Estuvo a punto de tropezar con dos cuerpos tendidos en el suelo. Uno era de una mujer negra, de unos veinticinco años; el otro, de una chica, negra también, que debía tener unos doce. Ambas sangraban abundantemente, a causa de múltiples cuchilladas. Y el autor de las mismas estaba un poco más adentro, agazapado en un rincón. Neri lo conocía bien.
Se trataba de Wax Baines, conocido rufián, drogadicto y matón. La mano con la que sostenía el ensangrentado cuchillo le temblaba, y sus ojos indicaban que se hallaba bajo los efectos de los narcóticos. Neri lo había arrestado dos semanas atrás por haber agredido en plena calle a una de sus mujeres. Baines le había dicho:
– No se meta; no es asunto suyo. Y el compañero de Neri se había limitado a murmurar que si los negros querían matarse los unos a los otros, mejor para todos. Pero Neri había insistido en llevarse a Baines a la comisaría, aunque sabía que su empeño sería inútil. Baines fue puesto en libertad bajo fianza a la mañana siguiente.
A Neri nunca le habían gustado los negros, y después de que lo destinaran a Harlem, le gustaban todavía menos. Los que no se drogaban, se emborrachaban, mientras sus mujeres tenían que trabajar o ganar dinero vendiendo su cuerpo. Por ello, nada tuvo de extraño que aquel nuevo delito de Baines lo sacara de sus casillas. Lo peor de todo era la visión del ensangrentado cuerpo de la chiquilla. Fríamente, Neri decidió que Baines no iría a la comisaría.
Lo malo era que en la vivienda habían entrado varias personas, inquilinos del mismo inmueble, además de su compañero.
Neri le ordenó a Baines:
– Suelta el cuchillo; estás arrestado. Baines se echó a reír.
– Si quieres arrestarme -dijo-, tendrás que usar tu pistola.
Y mientras se abalanzaba sobre Neri, empuñando el cuchillo, añadió:
– O tal vez prefieras esto. Neri se movió con extraordinaria rapidez, para que su compañero no tuviera tiempo de sacar su pistola. Evidentemente, el negro intentaba clavarle el cuchillo, pero los excelentes reflejos del policía le permitieron asir la muñeca de su agresor con la mano izquierda. Al mismo tiempo, su mano derecha, con la que empuñaba la linterna, golpeó en la cara al negro, que cayó de rodillas al suelo, como si estuviera borracho. Su mano había soltado el cuchillo; estaba indefenso. Por ello, el segundo golpe de Neri era totalmente innecesario, como se demostró posteriormente en el juicio, según declaración de los testigos presenciales, entre ellos su compañero de servicio. Con la linterna, Neri descargó un tremendo golpe contra la cabeza de Baines, tan fuerte que el cristal de aquélla se rompió. Y si el tubo metálico no se partió en dos, fue porque las pilas lo impidieron. Según uno de los aterrorizados testigos, un negro que vivía en el edificio y que declaró contra Neri, éste dijo:
– Tienes la cabeza dura ¿eh, negro? Pero resultó que no era lo bastante dura. Dos horas más tarde, en el Harlem Hospital, Baines moría.
Albert Neri fue el único en sorprenderse cuando le acusaron de haber abusado de su fuerza. Fue suspendido de su empleo y llevado a juicio. El jurado le culpó de homicidio no premeditado y le sentenció a una pena de prisión de uno a diez años. Pero estaba tan furioso y era tan grande su odio contra la sociedad, que la sentencia no lo afectó en absoluto. ¡Él, Albert Neri, un criminal! ¡Atreverse a enviarlo a la cárcel por haber matado a aquella bestia! A los jueces no parecía preocuparles mucho aquellas dos negras a las que Baines había acuchillado y desfigurado, y eso que todavía se hallaban en el hospital.