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– Me temo que sí. Pero Mike nunca ha sido vengativo. Estoy convencido de que eso nada tuvo que ver con lo sucedido.

Kay abrió su bolso y sacó una carta.

– ¿Quiere entregársela a Mike, si se pone en contacto con usted?

Hagen sacudió la cabeza.

– Si yo aceptara esta carta y usted se lo dijera a un tribunal, éste quizá supusiera que sé dónde se encuentra. ¿Por qué no tiene usted un poco de paciencia? Estoy seguro de que Mike no tardará en dar señales de vida.

Kay terminó su bebida y se levantó, dispuesta a marcharse. Hagen la acompañó hasta la puerta y, cuando estaba a punto de abrirla, entró una mujer de baja estatura, vestida de negro. Kay la reconoció de inmediato. Era la madre de Michael.

– ¿Cómo está usted, señora Corleone? -dijo Kay, estrechándole la mano.

Los pequeños ojos negros de la mujer se clavaron en ella como dardos. Fue sólo por un breve instante. Luego, en aquella cara arrugada y amarillenta apareció una sonrisa, leve pero amistosa.

– Tú eres la amiga de Mike ¿verdad?

La señora Corleone hablaba con un acento italiano tan fuerte que a Kay le resultaba difícil entender sus palabras.

– ¿Comes algo? -preguntó la madre de Mike. Kay negó con la cabeza, para dar a entender que no quería comer nada, pero la señora Corleone se volvió hacia Tom Hagen, airada, y le gritó algo en italiano, terminando con estas palabras en inglés:

– Ni siquiera has ofrecido café a esta pobre muchacha. ¡Eres una «disgrazia»! Tomó a Kay de la mano, y la condujo a la cocina. La mano de la señora Corleone era sorprendentemente cálida y enérgica.

– Toma café y come algo. Luego haré que te acompañen a tu casa. No quiero que una muchacha tan bonita como tú vaya en tren.

Hizo sentar a Kay y colocó el abrigo y el sombrero de ésta encima de una mesa. Luego empezó a moverse por la cocina, y al cabo de unos segundos había en la mesa pan, queso y salami, y en el hornillo se estaba calentando el café.

– He venido a preguntar por Mike -dijo Kay tímidamente-, pues hace días que no tengo noticias de él. El señor Hagen me ha confesado que nadie sabe dónde está. También me ha dicho que no tardará en volver. Hagen habló antes de que lo hiciera la señora Corleone:

– Es lo único que podemos decirle por el momento, mamá.

La señora Corleone le dirigió una mirada desdeñosa y le espetó:

– ¿Es que vas a decirme lo que tengo que hacer? Mi marido, Dios vele por él, nunca se ha comportado así conmigo

Acto seguido se persignó.

– ¿Qué tal está el señor Corleone? -preguntó Kay.

– Bien. Pero se está haciendo viejo, y pienso que nunca debería haber permitido que le ocurriera algo así. Los años le están restando facultades.

La señora Corleone hizo un gesto como queriendo indicar que su marido estaba loco. Sirvió café para ambas y obligó a la muchacha a comer un poco de pan y queso. Una vez terminado el café, tomó entre las suyas una de las manos de Kay y, con voz amable, dijo:

– Mira, querida, Mike no te escribirá, y no sabrás nada de él. Estará oculto durante dos o tres años, tal vez más, tal vez mucho más. Ve a tu casa, busca un buen muchacho y cásate.

Kay sacó la carta de su bolso.

– ¿Tendrá usted la bondad de enviarle esto?

La anciana tomó la carta y acarició la mejilla de Kay.

– Lo haré, no te preocupes -dijo.

Hagen inició una protesta, pero la señora Corleone le atajó, gritando unas palabras en italiano. Luego acompañó a Kay hasta la puerta, le dio un beso en la mejilla y dijo:

– Olvida a Mike, querida. Ya no es hombre para ti.

Fuera, un coche esperaba a Kay, con dos hombres en el asiento delantero. La acompañaron hasta su hotel, en Nueva York, sin pronunciar una sola palabra en todo el trayecto. Tampoco Kay habló. Intentaba hacerse a la idea de que el hombre al que había amado era un asesino. Y lo sabía de muy buena fuente: por su madre.

16

Carlo Rizzi estaba profundamente resentido con el mundo. Tras casarse con una Corleone, había sido arrinconado al frente de un ínfimo negocio de apuestas en el Upper East Side de Manhattan. Él aspiraba a una de las casas de la finca de Long Beach. Había esperado que el Don ordenara desalojar una de las casas, cualquiera de ellas, para entregársela a Connie y a él. De haber sido así, habría vivido en contacto directo con el estado mayor de la Familia. Pero Don Corleone no lo trataba bien, nunca lo había hecho. El «gran Don», pensó con amargura. Su «grandeza» no había impedido que fuera objeto de un atentado en plena calle. ¡Ojalá se muriera! Sonny siempre había sido amigo suyo, y si se convertía en jefe de la Familia quizá se acordara de él.

Miró a su esposa, mientras ésta le servía una taza de café. ¡Dios, quién lo hubiera dicho! Sólo llevaban cinco meses de matrimonio y ya empezaba a engordar y a regañarlo. Todas las italianas de Nueva York eran iguales, pensó Carlo.

Palpó las anchas caderas de Connie, que sonrió complacida, y en tono burlón le dijo:

– Tienes más jamón que un cerdo. Le gustaba mortificar a su mujer, disfrutaba cuando veía lágrimas en sus ojos. Por muy hija del gran Don Corleone que fuese, también era su esposa, y ahora que le pertenecía podía tratarla como le diese la gana. Ejercer su dominio sobre un miembro de la familia Corleone, aunque fuera femenino, le daba una sensación de poder.

Ya desde el principio la trató como consideraba que debía hacerlo. Connie había intentado guardar para sí la bolsa que contenía el dinero que le habían regalado el día de la boda, pero él le había propinado una bofetada y le había quitado la bolsa. Nunca le explicó qué había hecho con el dinero. Si lo hubiese hecho, se habría visto en problemas. Aún ahora sentía un poco de remordimiento. ¡Eran casi quince mil dólares, y se los había gastado en apuestas y mujeres!

Se daba cuenta de que Connie estaba mirándole la espalda, por lo que tensó los músculos, mientras intentaba alcanzar los buñuelos que estaban al otro lado de la mesa. Acababa de comer huevos con tocino, pero un hombre tan corpulento como él necesitaba comer mucho. Carlo estaba muy satisfecho de su propio aspecto. No era el clásico marido gordo y moreno, sino que era rubio y musculoso, ancho de hombros y estrecho de cintura; y más fuerte que cualquiera de los tipos supuestamente duros que trabajaban para la Familia, gente como Clemenza, Tessio, Rocco Lampone y Paulie Gatto, a quien alguien acababa de enviar al otro mundo. Luego, sin saber por qué, pensó en Sonny. También podía vencer a Sonny, a pesar de que éste era un poco más alto y corpulento que él. Lo que le amedrentaba era la reputación de Sonny, aunque a él siempre le había parecido un muchacho de carácter muy campechano. Sí, Sonny era su amigo. Si el Don moría, las cosas mejorarían.

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