De pronto, Michael lo recordó todo. Sabía que su esposa había muerto, al igual que Calo. Pensó en la vieja criada. No podía acordarse de si había salido con él de la cocina.
– ¿Y Filomena? -murmuró.
– No le pasó nada -respondió Don Tommasino-. Sólo le sangró un poco la nariz, debido a la explosión. No te preocupes por ella.
– Diga a sus pastores que el que me entregue a Fabrizzio será dueño de las mejores tierras de Sicilia -indicó Michael.
Don Tommasino y el doctor Taza soltaron un suspiro de alivio. El primero cogió un vaso que estaba sobre una mesilla de noche y bebió un trago. El licor debía de ser muy fuerte, pues Don Tommasino sacudió la cabeza y se estremeció. El doctor Taza, en tono de resignación, dijo a Michael:
– Eres viudo, muchacho. Y eso es raro en Sicilia.
Tal vez había pensado que el «honor» que suponía ser uno de los pocos viudos de la isla le serviría de consuelo.
Con un movimiento de la mano, Michael indicó a Don Tommasino que se acercara. El Don se sentó en la cama y aproximó el oído a la boca de Michael.
– Diga a mi padre que quiero regresar a casa -susurró Michael-. Y dígale también que quiero ser su hijo.
Pero debería pasar otro mes antes de que Michael se recobrara de sus heridas, y otros dos antes de que todos los papeles estuvieran listos. Sólo entonces fue en avión de Palermo a Roma y de Roma a Nueva York. Habían pasado tres meses, y seguía sin saberse nada de Fabrizzio.
SÉPTIMA PARTE
25
Tras graduarse, Kay Adams se empleó como maestra en una escuela de su ciudad natal, New Hampshire. Durante los seis meses que siguieron a la desaparición de Michael, telefoneó cada semana a la señora Corleone, preguntándole por él. La anciana siempre le decía lo mismo:
– Eres una buena chica, pero debes olvidarte de Mikey y buscar un marido que te convenga.
Las palabras de la señora Corleone no ofendían a la muchacha, quien comprendía que lo decía por su bien.
Cierto día, terminado un primer semestre escolar, Kay decidió ir a Nueva York para comprar algo de ropa y ver a algunas de sus antiguas compañeras de estudios. También pensó que tal vez le convendría buscar un empleo allí. Hacía mucho tiempo que no visitaba la gran ciudad. Durante casi dos años había vivido como una solterona, leyendo y enseñando, sin salir con muchachos ni con amigas. Incluso había dejado de telefonear a Long Beach. Sabía que tenía que cambiar de modo de vida, pues se sentía cada vez más irritable y desgraciada. Siempre había creído que Michael le escribiría o que, al menos, le haría saber de él. Pero no lo había hecho, y eso hacía que se sintiera profundamente humillada; no comprendía por qué Michael desconfiaba de ella.
A la mañana siguiente, Kay tomó el tren, y a media tarde se encontraba ya en un hotel de Nueva York. Pero todas sus amigas estaban trabajando; tendría que llamarlas por la noche. Por otra parte, no tenía ganas de ir de compras, pues el largo viaje en tren la había fatigado. Sola en la habitación del hotel, pensó en las veces que ella y Michael habían hecho el amor, y el recuerdo la llenó de tristeza. Entonces se le ocurrió telefonear a la madre de Michael.
Contestó una ruda voz masculina cuyo acento era típicamente neoyorquino. Kay pidió por la señora Corleone, y al cabo de unos minutos de silencio, oyó la inconfundible voz de la madre de Michael, que preguntaba quién le hablaba.
La muchacha se sintió un poco turbada al responder:
– Soy Kay Adams, señora Corleone. ¿Se acuerda de mí?
– Desde luego que me acuerdo. ¿Por qué dejaste de telefonearme? ¿Acaso te has casado?
– ¡Oh, no! Es que he tenido mucho trabajo.
A Kay le sorprendió el que a la anciana le hubiese disgustado que dejara de llamarla.
– ¿Ha sabido algo de Michael? -quiso saber Kay-. ¿Está bien?
Tras unos segundos de silencio, la señora Corleone, con voz firme, contestó:
– Mikey está en casa. ¿No te ha llamado? ¿No os habéis visto?
Kay sintió un vacío en el estómago, y con voz temblorosa y lágrimas en los ojos, preguntó:
– ¿Cuándo ha llegado?
– Hace seis meses.
Se sentía avergonzada por el hecho de que la madre de Michael supiera que éste la había tratado de modo tan descortés. Luego notó que la cólera se apoderaba de ella. Cólera contra Michael, contra su madre, contra todos aquellos italianos incapaces de mantener una amistad aun cuando el amor hubiera desaparecido. ¿Es que Michael no había pensado que ella sufriría por él? ¿Es que ignoraba que en la vida de una mujer no todo se reducía a hacer el amor? ¿Es que la había tomado por una de esas chicas italianas que se suicidaban cuando el hombre que la había seducido se negaba a casarse con ellas?
– Muchas gracias, señora Corleone -dijo intentando contener la furia-. Me alegro de que Michael haya regresado y de que esté bien. No volveré a telefonear, se lo prometo.
La voz de la señora Corleone llegó impaciente a través del hilo, como si no hubiese oído nada de lo que Kay había dicho:
– Sé que quieres ver a Mikey, y quiero que vengas enseguida. Le darás una agradable sorpresa. Toma un taxi, y cuando llegues, di al hombre que está en la puerta que pague la carrera. Dile al conductor que le pagarás el doble de lo que marque el taxímetro, pues de lo contrario no querrá venir a Long Beach. Pero no le pagues. De eso se ocupará el hombre que estará en la puerta.
– No voy a ir, señora Corleone -repuso Kay, secamente-. Si Michael deseara verme, me habría telefoneado. Es evidente que no quiere reanudar nuestras relaciones.
Con aspereza, la madre de Michael replicó:
– Eres muy simpática y tienes las piernas muy bonitas, pero la inteligencia no te sobra. No vendrás para verlo a él, sino a mí. Soy yo la que quiere hablar contigo. Ven de inmediato. Y no pagues el taxi. Te estaré esperando.
La señora Corleone colgó el auricular.
Kay podría haber vuelto a llamar para decir que no iría, pero sabía que tenía que ver a Michael y hablar con él. Si se hallaba en su casa, significaba que ya no corría peligro. Saltó de la cama y comenzó a arreglarse. Se maquilló y vistió con sumo cuidado, procurando que todo fuera perfecto. Pero cuando se disponía a partir, se miró en el espejo. ¿Era más atractiva que antes? ¿O menos? Sus curvas eran más pronunciadas, sus labios más llenos, y sus senos habían aumentado de tamaño, algo, pensó Kay, que gustaba a los italianos, aun cuando Michael solía decirle que le gustaba el que fuera delgada. Sin embargo, ya nada de eso importaba. Estaba claro que Michael ya no quería saber nada de ella. Su silencio lo demostraba.