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El taxista se negó a conducirla a Long Beach hasta que, sonriendo, Kay le dijo que le pagaría el doble de lo que marcara el contador. El trayecto duró casi una hora, y al llegar la muchacha comprobó que la finca había cambiado desde la última vez que estuvo allí. La rodeaba una valla, y una gran puerta de hierro cerraba la entrada. Un hombre vestido con pantalones holgados, camisa de color rojo y chaqueta blanca, abrió la puerta, acercó la cabeza a la ventanilla del taxi, para leer lo que marcaba el taxímetro, y dio unos billetes al conductor. Cuando vio que éste no se quejaba de la cantidad recibida, bajó del coche y se encaminó hacia la casa principal. Para sorpresa de Kay, quien abrió la puerta fue la señora Corleone, que la abrazó cariñosamente. Luego, con expresión crítica, la miró de arriba abajo, y sentenció:

– Eres una chica hermosa. Mis hijos son unos estúpidos.

Seguidamente condujo a Kay a la cocina. Sobre la mesa había una bandeja llena de comida, y en el hornillo una cafetera.

– Michael no tardará en llegar -dijo la anciana-. Se llevará una gran sorpresa.

Se sentaron la una al lado de la otra, y la anciana insistió en que comiera algo, mientras procedía a interrogarla. Se mostró complacida al enterarse de que era maestra, había viajado a Nueva York para ver a sus amigas y tenía veinticuatro años. A cada respuesta de Kay, la señora Corleone asentía con la cabeza, como si todo concordara con lo que ella había imaginado. La muchacha estaba tan nerviosa, que se limitaba a contestar escuetamente las preguntas que la madre de Michael le formulaba.

A través de la ventana de la cocina, Kay vio que un coche se detenía frente a la casa. De él se apearon tres hombres, uno de los cuales era Michael, que se puso a hablar con uno de sus acompañantes. De pronto Kay observó que tenía el lado izquierdo de la cara desfigurado. Curiosamente, pensó que seguía siendo igual de atractivo que antes, pero no pudo contener las lágrimas. Le vio sacar un pañuelo del bolsillo y sonarse la nariz, mientras se dirigía a la entrada de la casa. Luego, oyó abrirse la puerta.

Momentos después, Michael apareció en la cocina. Al verla, permaneció impasible para, a continuación, esbozar una sonrisa. Kay, que hubiera querido limitarse a saludarlo fríamente, se puso de pie y se echó en sus brazos. Michael la besó en la húmeda mejilla, y ambos permanecieron abrazados hasta que ella dejó de llorar. Entonces, Michael la condujo hasta donde estaba su automóvil, despidió a los guardaespaldas, y juntos salieron a dar un paseo en coche.

– Siento haber llorado, Michael -se disculpó Kay-. Es que no sabía que la herida fuera tan grave.

Michael rió y se palpó la parte izquierda del rostro.

– ¿Te refieres a esto? No tiene importancia. Sólo me produce algunas molestias en el seno nasal. Ahora que estoy en casa seguramente me someteré a tratamiento médico. No podía escribirte, Kay, ni podía comunicarme contigo de ninguna manera. Ante todo, quiero que comprendas eso.

– Lo comprendo, Michael.

– Tengo un apartamento en la ciudad -dijo Michael-. ¿Quieres que vayamos allí o prefieres comer en un restaurante?

Por unos instantes, mientras el coche avanzaba por la carretera que conducía a Nueva York, ambos permanecieron en silencio, hasta que Michael preguntó:

– ¿Terminaste tus estudios?

– Sí. Y ahora soy maestra en una escuela de mi ciudad. ¿Encontraron al verdadero asesino del policía? Supongo que sí, puesto que estás en casa otra vez. Michael tardó unos segundos en contestar.

– Sí, lo encontraron. La noticia apareció en todos los periódicos de Nueva York. ¿No la leíste?

Kay dejó escapar un suspiro de alivio al saber que Michael, según él mismo acababa de declarar, no era un criminal.

– El único periódico neoyorquino que se recibe en mi ciudad es el Times. Debí de pasar por alto la noticia. Si la hubiese leído, habría llamado a tu madre de inmediato. Es gracioso, pero por la forma en que tu madre hablaba, casi llegué a creer que eras tú el asesino. Y justo antes de que llegaras, mientras bebíamos una taza de café, me explicó que el criminal había confesado.

– Es que quizá mi madre también pensó, al menos al principio, que había sido yo -dijo Michael.

– ¿Tu propia madre?

– Las madres son como los policías: siempre creen lo peor.

Michael aparcó el coche en un garaje de la calle Mulberry. El propietario parecía conocerlo. Luego la condujo hasta una vieja casa situada a la vuelta de la esquina, que era como tantas otras del humilde vecindario. Pero cuando Michael abrió la puerta del apartamento, Kay se encontró con que el interior era sumamente lujoso. Consistía en una enorme sala de estar, una espaciosa cocina y un dormitorio. En un rincón de la primera habitación, había un bar, y Michael preparó bebida para ambos. Se sentaron en un sofá, el uno junto al otro, y Michael propuso:

– ¿Por qué no nos vamos al dormitorio?

Kay, después de beber un buen sorbo, sonrió y repuso:

– Bueno.

Para ella, todo fue casi igual a como había sido antes, salvo que Michael era ahora más rudo, más directo, menos tierno. Parecía permanentemente en guardia contra ella. Pero Kay no quería quejarse; los hombres eran más sensibles en situaciones como ésa, pensó. Por otra parte, le sorprendió ver que después de casi dos años de ausencia consideraba la cosa más natural del mundo el acostarse con Michael. Era como si nunca se hubieran separado.

– Podías haberme escrito, podías haber confiado en mí -dijo Kay, acurrándose contra su cuerpo-. Habría practicado la «oferta» de Nueva Inglaterra. Los yanquis somos muy reservados.

Michael rió quedamente y dijo:

– Jamás imaginé que me esperarías después de lo que sucedió.

– Nunca creí que hubieras matado a aquellos dos hombres. A pesar de que tu madre, por la forma en que me hablaba, me hizo dudar, en realidad nunca lo creí. Te conozco demasiado bien.

En la oscuridad de la habitación, Kay oyó que Michael suspiraba.

– Si lo hice o no lo hice, es algo que no importa. Eso es lo que quiero que comprendas.

A Kay le asombró el tono gélido de su voz.

– Dímelo claramente ¿fuiste o no fuiste tú? -inquirió.

Michael se sentó en la cama y encendió un cigarrillo.

– Si te pidiera que te casaras conmigo ¿tendría que responder a esta pregunta antes de que me contestaras?

– Te quiero, Michael, y eso es lo único que me importa. Y si tú me quisieras, no tendrías miedo de decirme la verdad. No temerías que pudiera denunciarte a la policía. ¿Que eres un gángster? Me tiene sin cuidado. En cambio, lo que sí me preocupa es el hecho de que no me amas. Y lo prueba el que ni siquiera me telefonearas a tu regreso.

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