Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Un poco de ceniza del cigarrillo de Michael cayó sobre la desnuda espalda de Kay, quien, al sentir la quemadura, dijo, bromeando:

– Deja de torturarme; no hablaré.

Michael no se rió. En voz baja y átona, dijo:

– Cuando llegué a casa no sentí auténtica alegría al ver a mis padres, a mi hermana Connie o a Tom. Me gustó volver a estar con ellos, por supuesto, pero nada más. En cambio, esta noche, al verte a ti en la cocina, he sentido una alegría enorme. ¿Es eso lo que tú entiendes por amor?

– Más o menos -repuso Kay.

Volvieron a hacer el amor. Esta vez, Michael fue más tierno. Y cuando hubieron terminado, él saltó del lecho para ir al bar, a preparar una nueva bebida para ambos. Al volver al dormitorio, se sentó en un sillón, frente a la cama.

– Hablemos en serio, Kay. ¿Deseas casarte conmigo? Ella sonrió y le señaló la cama. Michael le devolvió la sonrisa y prosiguió:

– Hablo en serio. No puedo contarte lo que ocurrió. Ahora trabajo para mi padre. Me estoy preparando para hacerme cargo del negocio de importación de aceite de oliva. Pero ya sabes que mi familia, mi padre, sobre todo, tiene enemigos. Aunque no es probable, siempre existe la posibilidad de que te convirtieras en una viuda joven. Si nos casamos, no te contaré todo lo que ocurra diariamente en la oficina. Nunca te hablaré de mis negocios. Serás mi esposa, si me aceptas, naturalmente, pero no serás mi socio ¿comprendes? Por lo menos, no un socio con igualdad de derechos. Eso no podría ser.

Kay se sentó en la cama. Encendió la lámpara de la mesilla de noche, se llevó un cigarrillo a los labios, se recostó en la almohada y dijo:

– Me estás confesando que eres un gángster ¿no es cierto? Me estás confesando que eres responsable de la muerte de algunas personas, además de otras cosas casi tan horribles. Y me dices que no tengo derecho a preguntarte nada, que ni siquiera debo pensar en esas cosas. Es como en las películas de terror, cuando el monstruo le pide a la bella que se case con él.

Michael hizo una mueca de disgusto, y entonces Kay, apenada, añadió:

– Lo siento, Mike. Te prometo que al decir esto no pensaba en tu cara, te lo juro.

– Lo sé -respondió Michael, riendo-. Incluso he llegado a acostumbrarme. Si no fuera por las molestias de la nariz…

– Ahora soy yo la que te pide que hablemos en serio -dijo Kay-. Si nos casamos ¿qué clase de vida será la mía? ¿Como la de tu madre, como la de las demás esposas italianas? ¿Mi misión consistirá en tener hijos y cuidar de la casa? ¿Y si te ocurre algo? Porque supongo que siempre existirá el peligro de que te metan en la cárcel…

– No, no es posible. Que me maten, sí puede ser; que me encierren, no.

La seguridad de Michael hizo reír a Kay, que, entre orgullosa y divertida, preguntó:

– ¿Cómo puedes estar tan seguro? Michael suspiró y replicó:

– Esto forma parte de las cosas que no puedo ni quiero decirte.

Kay permaneció en silencio durante un buen rato, hasta que, finalmente, dijo:

– ¿Por qué quieres casarte conmigo, si ni siquiera te has molestado en telefonearme durante estos meses? ¿Tan buena soy en la cama?

– Lo eres, desde luego, pero no es por eso por lo que quiero casarme contigo. Comprende que no tendría por qué hacerlo. Mira, no quiero que me respondas ahora. Seguiremos viéndonos. Puedes hablar del asunto con tus padres. Tengo entendido que tu padre es un hombre muy duro, a su manera. Escucha su consejo.

– Todavía no me has dicho por qué quieres casarte conmigo -insistió Kay.

Michael sacó un pañuelo blanco del cajón de la mesilla de noche, se sonó y dijo:

– Ésta es la mejor razón para que no te cases conmigo. ¿Crees que te gustaría vivir con un hombre que continuamente tuviera que sonarse la nariz?

– Vamos, Michael, déjate de bromas. Te he hecho una pregunta.

Con el pañuelo en la mano, Michael dijo:

– Muy bien. Ahí va mi respuesta. Eres la única persona por la que siento afecto, la única persona que me importa de veras. Si no te llamé, fue porque estaba convencido de que ya no sentías interés por mí, después de lo que ocurrió. Y ahora voy a decirte algo que no quiero que repitas, ni siquiera a tu propio padre. Si todo marcha bien, dentro de cinco años la familia Corleone será completamente respetable. La cosa no va a ser fácil, desde luego, pero se conseguirá. Y es en el curso de esos cinco años que existe la posibilidad de que te conviertas en una viuda rica. Me preguntas por qué deseo casarme contigo. Voy a decírtelo: porque te amo y porque me gustaría formar una familia. Quiero tener hijos. Y no quiero que mis hijos reciban de mí la influencia que yo recibí de mi padre. No estoy diciendo que mi padre influyera deliberadamente en mí. Mentiría, si afirmara tal cosa; ni siquiera quiso que me mezclara en los negocios de la Familia. Quería que su hijo menor fuera médico, profesor o algo por el estilo. Pero las cosas vinieron muy mal dadas, y me vi amoralmente obligado a luchar por mi familia. Tuve que luchar porque quiero y admiro a mi padre. Nunca he conocido a ningún hombre más digno de respeto que él. Siempre ha sido un buen marido y un buen padre, y también un buen amigo para aquellos a quienes la vida no ha tratado demasiado bien. Hay otras cosas en su personalidad, ya lo sé, pero como hijo no me interesan. De todos modos, no quiero ser para mis hijos lo que mi padre ha sido para mí. Deseo que seas tú quien ejerza influencia sobre ellos, no yo. Deseo que sean totalmente americanos. Tal vez ellos, o sus nietos, puedan llegar a ser políticos destacados. Incluso es posible que uno de ellos llegue a ser presidente de Estados Unidos.

Michael sonrió.

– ¿Por qué no? En Dartmouth, en el curso de Historia, al estudiar los antecedentes familiares de los presidentes de Estados Unidos vimos que los padres o los abuelos de algunos de ellos no terminaron en la horca por pura suerte. Me gustaría que mis hijos fueran médicos, músicos o profesores. Nunca los querré en los negocios de la Familia. Antes de que terminen los estudios, yo me habré retirado. Y tú y yo nos haremos socios de algún club de campo. Llevaremos la vida típica de la familia media americana. ¿Qué opinas de mi proposición?

– Maravillosa. Pero me escama lo de mi posible viudez.

– De veras, no es probable que ello ocurra. Sólo lo dije para ver cómo reaccionabas.

Michael volvió a sonarse la nariz.

– No puedo creerlo -dijo Kay-. No puedo creer que seas un hombre así. No comprendo nada, nada en absoluto. ¿Cómo pudiste llegar al asesinato?

– No voy a darte más explicaciones, no puedo hacerlo. Pero recuerda que no tienes que mezclarte en mis negocios. Tú estarás completamente al margen, y nuestra vida en común no será diferente de la de otras muchas familias americanas.

114
{"b":"101344","o":1}