Más tarde, en los malos tiempos, cuando ya no podía conseguir papeles en las películas, cuando ya no podía cantar, cuando su segunda esposa le traicionó, había ido a pasar unos días con Ginny y las niñas. Todo sucedió a raíz de la grabación de un disco. Al oír su propia voz, acusó a los técnicos de que le estaban haciendo sabotaje. Finalmente, Johnny se convenció de que había perdido la voz. Rompió la maqueta del disco y se negó a volver a cantar. Estaba tan avergonzado, que no se sentía con fuerzas para cantar en presencia de persona alguna. Su interpretación con Nino en la boda de Connie Corleone había sido una excepción.
Nunca olvidó la expresión de Ginny cuanto terminó de contarle sus desgracias. Fue algo que duró solamente un segundo, pero jamás podría borrarlo de su mente. Fue una mirada de salvaje satisfacción, una mirada que le hizo creer que Ginny le había estado odiando durante todos aquellos años de vida en común. Después, ella le expresó una simpatía distante, pero cortés, que él simuló aceptar. Durante los días que siguieron, Johnny visitó a tres de las muchachas que más le habían gustado desde su llegada a Hollywood. Seguía conservando una buena amistad con ellas; las había ayudado en lo que había podido, les había dado el equivalente de cientos de miles de dólares en regalos o en oportunidades de tipo profesional, se acostaban con él de vez en cuando… Pues bien, en sus rostros la misma mirada de salvaje satisfacción.
En aquel tiempo comprendió que debía tomar una determinación. Al igual que muchos otros hombres en Hollywood, tenía que convertirse en una persona sin escrúpulos ni sentimientos. Muchos grandes productores, guionistas, directores y actores eran así; trataban a las mujeres con egoísmo y sin consideración de ninguna especie. Él también debía aprender a mirarlas como seres siempre dispuestos a la mentira y la traición, enemigos de las situaciones apuradas. O eso, o decidirse a no odiarlas, a continuar creyendo en ellas.
Sabía que no era capaz de dejar de amarlas, sabía que algo moriría en su espíritu si no continuaba amándolas, al margen de las traiciones e infidelidades de ellas. El hecho de que las mujeres a las que más apreciaba en el mundo se alegraran de sus desgracias no cambiaba las cosas. Como tampoco importaba que, aunque no en sentido sexual, le hubiesen sido infieles. No tenía alternativa. Debía aceptarlas. En consecuencia, a todas hizo el amor, a todas las colmó de regalos, a todas ocultó el dolor que le producía su alegría ante sus tribulaciones. Johnny las perdonaba, consciente de que aquél era el precio que debía pagar por las horas felices que le habían proporcionado. Por otra parte, Johnny nunca había sentido remordimiento alguno por haberles sido infiel. Jamás se había reprochado la forma en que había tratado a Ginny, su insistencia en no querer otro padre para sus hijas, pese a que no tenía la menor intención de volver con su primera esposa; con el agravante, además, de que así se lo había manifestado a ella misma. Eso era algo que había conservado de sus años de gloria. Nunca había sabido darse cuenta de las heridas que infligía a las mujeres.
Estaba cansado y dispuesto a acostarse cuando se le ocurrió una idea: cantar con Nino Valenti. De pronto supo qué era lo que más podía complacer a Don Corleone. Descolgó el teléfono y pidió una conferencia con Nueva York. Llamó a Sonny para pedirle el número de Nino Valenti, y enseguida lo telefoneó. Nino parecía haber bebido más de la cuenta, como de costumbre.
– Hola, Nino. ¿Te gustaría venir a Hollywood a trabajar conmigo? Necesito a un hombre del que pueda fiarme.
– Pues no sé, Johnny; el empleo que tengo con el camión es muy bueno -bromeó Nino-. Tengo oportunidad de pasarlo bien con las amas de casa y, además, gano ciento cincuenta dólares a la semana. ¿Qué me ofreces tú?
– Para empezar, quinientos a la semana, y te garantizo todas las citas que desees con estrellas de cine. Hasta quizá te permita cantar en las fiestas que doy en mi casa.
– Bueno, en principio me interesa, pero lo consultaré con mi abogado, con mis asesores financieros y con mi ayudante en el camión -contestó Nino.
– Vamos, vamos, Nino, déjate de bromas. Te necesito aquí. Quiero que tomes el avión mañana por la mañana. Firmaremos un contrato por un año, sobre la base de quinientos dólares semanales. Así, si me quitas a una de mis amantes favoritas y te despido, al menos cobrarás el sueldo de todo un año. ¿Qué te parece? Se produjo un largo silencio.
– Oye, Johnny; ¿te estás burlando? -dijo finalmente Nino, completamente sobrio.
– Hablo en serio, muchacho. Ve a la oficina de mi agente en Nueva York. Allí se preocuparán de conseguir el billete del avión y te proporcionarán algún dinero en efectivo. Les llamaré a primera hora de la mañana, o sea que mejor vas por la tarde. Haré que te esperen en el aeropuerto y que te traigan a mi casa.
De nuevo se produjo una larga pausa, rota por Nino, quien con voz temblorosa, y no precisamente por causa del alcohol, dijo:
– De acuerdo, Johnny.
Johnny colgó el auricular y se preparó para acostarse. No se había sentido tan bien desde el día en que rompió la maqueta de aquel disco.
13
Johnny Fontane estaba sentado en el enorme estudio de grabación, calculando los costes en una libreta amarilla. Habían llegado los músicos, todos conocidos suyos desde los años en que cantaba con orquestas. El director, uno de los mejores del país, se había portado bien con él cuando las cosas empezaron a pintar mal. En ese momento estaba repartiendo las partituras y dando instrucciones verbales. Se llamaba Eddie Neils. Había aceptado dirigir la orquesta como favor personal a Johnny, pues le sobraba trabajo.
Nino Valenti, muy nervioso, estaba sentado al piano, con un vaso de whisky en la mano. A Johnny eso le tenía sin cuidado. Sabía que Nino cantaba exactamente igual aunque hubiese bebido, y en la grabación de ese día Nino apenas si tenía trabajo como músico.
Eddie Neils había hecho unos arreglos especiales de diversas viejas canciones italianas y sicilianas, entre ellas de la canción que cantaron Johnny y Nino en la boda de Connie Corleone. Johnny quería hacer la grabación, porque sabía que el Don se sentiría muy complacido. Aquel disco sería el mejor regalo de Navidad que podría hacerle. Además, tenía la impresión de que el disco tendría éxito. No se venderían un millón de ejemplares, desde luego, pero sería un éxito. Y algo le decía que lo que el Don deseaba en compensación por su ayuda, era que él ayudara a Nino. Al fin y al cabo, Nino era otro de los ahijados del Don.
Johnny dejó la libreta encima de la silla que tenía al lado, se levantó y fue a colocarse de pie junto al piano.
– Hola, faisán -dijo a Nino.
Nino Valenti le dirigió lo que quería ser una amistosa sonrisa, pero parecía enfermo. Johnny le dio unas palmaditas en la espalda, para animarle:
– Relájate, muchacho. Si haces un buen trabajo, te arreglaré una cita con la estrella más bella y famosa que hayas visto nunca, para esta misma noche.
Nino bebió un trago de whisky.