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– ¿Y no podría hacerlo alguien realmente duro, pero poco conocido en el ambiente en que nos movemos? -dijo Hagen-. Un novato, quiero decir.

Los dos _caporegimi_ movieron la cabeza en un gesto negativo. Tessio sonrió, como para quitar aspereza a sus palabras.

– Eso sería como hacer jugar en primera división a un chiquillo de diez años.

Secamente, Sonny interrumpió la conversación.

– Tiene que ser Mike. Y ello por mil razones diferentes. La más importante de todas es que le creen poco capaz. Y puede realizar el trabajo, os lo garantizo. Además, será el único que tendrá la oportunidad de acercarse al Turco. Ahora, pues, sólo nos queda estudiar la mejor forma de protegerlo. Tom, Clemenza, Tessio: averiguad dónde se celebrará la conferencia, cueste lo que cueste. Cuando lo sepamos, nuestra misión consistirá en estudiar la manera de hacer llegar un arma a Mike. Clemenza, quiero que te encargues de escoger un arma realmente segura, que sea imposible de identificar. Si es de corto alcance no importa; lo que sí interesa es que su potencia sea grande, cuanto más grande, mejor. Tampoco es preciso que sea un arma de alta precisión, pues Mike disparará casi a quemarropa. Mike, cuando acabes de disparar, deberás arrojar la pistola al suelo. Es fundamental que no te pillen con el arma en la mano. Clemenza, trata la culata y el gatillo con aquel producto que tú tienes para impedir dejar huellas. Recuerda, Mike, que podremos acallar a cualquier testigo, pero si te atraparan con el arma en la mano, entonces nada podríamos hacer. Te brindaremos toda la protección posible, y tendremos un coche a punto para huir. Luego saldrás a disfrutar de unas largas vacaciones, en espera de que amaine la tempestad. Sé que te pido mucho, Mike, pero no quiero que te despidas de tu chica, ni siquiera que la llames por teléfono. Cuando hayas salido del país, yo mismo me encargaré de decirle que estás bien. Estas son mis órdenes. Y quiero que se cumplan -luego añadió sonriendo-: Ahora quédate con Clemenza y acostúmbrate a manejar la pistola que pondrá a tu disposición. Incluso puede ser conveniente que practiques un poco. Nosotros nos encargaremos de todo lo demás. Absolutamente de todo. ¿De acuerdo, muchacho?

De nuevo Michael sintió aquella deliciosa frialdad en todo su cuerpo.

– No tenías por qué ordenarme que no hablara con mi chica de un asunto como éste -dijo Michael-. ¿Qué creías que iba a hacer? ¿Llamarla para decirle adiós?

– De acuerdo, Mike -respondió Sonny, sin dar importancia a la observación de su hermano-. Pero todavía eres un novato y he preferido aclararlo todo. Olvídalo.

Con una mueca que quería ser una sonrisa, Michael replicó:

– ¿Qué quieres decir con eso de novato? He escuchado siempre los consejos de nuestro padre con la misma atención que tú. De no haberlo hecho así ¿crees tú que sería tan listo?

Y los dos hermanos se echaron a reír.

Hagen sirvió bebida para todos. Parecía un poco triste. El estadista obligado a hacer la guerra, el abogado obligado a recurrir a la ley…

– Bien. De cualquier modo, por lo menos ahora sabemos qué vamos a hacer -dijo.

11

El capitán McCluskey estaba sentado en su oficina. Entre sus manos tenía tres abultados sobres llenos de boletos de apuestas. Estaba de mal humor, pues quería descifrar las anotaciones de los boletos. Era muy importante hacerlo. Los sobres contenían los boletos que sus hombres habían requisado la noche antes a uno de los corredores de apuestas de la familia Corleone. Ahora el corredor de apuestas tendría que volver a comprar los boletos, pues de lo contrario los apostadores podrían pretender haber ganado, todos, algún premio. Y el corredor, sin tener los boletos en su poder, no podría comprobar quiénes habían ganado y quiénes no.

Para el capitán era muy importante descifrar los boletos; no quería ser estafado cuando los revendiera al corredor de apuestas. Si los boletos valían cincuenta mil dólares, por ejemplo, tal vez podría sacar cinco mil. Pero si las apuestas habían sido fuertes y los boletos representaban un total de cien o doscientos mil dólares, entonces el precio sería considerablemente más alto. McCluskey se entretuvo un poco pensando en los sobres hasta que, finalmente, decidió dejar que el corredor de apuestas le hiciera una oferta. Sí, decididamente, sería la mejor manera de conocer su verdadero precio.

McCluskey miró el reloj de su oficina. Era la hora convenida para ir a recoger a aquel grasiento Turco, Sollozzo, y llevarlo al lugar donde debía encontrarse con la familia Corleone. McCluskey fue a su guardarropa y empezó a vestirse de paisano. Cuando hubo terminado, llamó a su esposa y le dijo que no le esperara para cenar, ya que tenía trabajo. Nunca le hablaba de sus negocios, no confiaba en ella. La mujer creía que vivían de su sueldo de policía. Al pensar en ello, McCluskey esbozó una sonrisa. Su madre había creído lo mismo, aunque no tardó en averiguar la verdad. Y es que el «oficio» se lo había enseñado su difunto padre.

El padre del capitán había sido sargento de la policía, y cada semana llevaba a su hijo a dar un paseo por el distrito. El sargento McCluskey decía a los tenderos: «Éste es mi muchacho», y ellos le estrechaban la mano, para luego hacerle algún pequeño regalo: cinco o diez dólares por regla general. Al final del día, los bolsillos del pequeño McCluskey estaban repletos de billetes. El chico estaba convencido de que los amigos de su padre le apreciaban tanto, que decidían regalarle billetes cada vez que ambos iban a verlos. Por supuesto, su padre le ingresaba el dinero en el banco, para poder pagar su educación, y le daba cincuenta centavos cada semana para sus gastos.

Luego, cuando el pequeño Mark volvía a casa y sus tíos, también policías, le preguntaban qué querría ser de mayor, invariablemente contestaba: «Policía», y todos se reían de la ingenuidad del muchacho. Años después, y a pesar de que su padre quería que pasara por la universidad, Mark ingresó en la academia de la policía una vez finalizados los estudios secundarios.

Había sido un buen agente, y además valiente. Los jóvenes delincuentes que aterrorizaban las esquinas de las calles huían cuando él se aproximaba, pues sabían que pegaba fuerte con su porra. Era muy duro, pero también muy sensible. Nunca llevaba a su hijo a visitar a los comerciantes cuando pasaba a recoger los regalos en efectivo por ignorar ciertas violaciones de las ordenanzas municipales en relación con las basuras, el aparcamiento de vehículos, etc.; no, él no siguió el ejemplo de su padre, sino que se metía el dinero en el bolsillo tranquilamente, sin sentir nada parecido a remordimientos, pues consideraba que el dinero que le pagaban los comerciantes se lo había ganado de sobra. Nunca se había metido en un cine o un restaurante en horas de servicio, a pesar de que otros compañeros suyos lo hacían, sobre todo en las frías noches de invierno. Siempre había efectuado las rondas. Siempre había proporcionado protección a «sus» tiendas. Cuando algún mendigo molestaba a la gente, él sabía cómo tratarlo para que el vagabundo no tuviera nunca más ganas de volver por el distrito. Y la gente del barrio sabía apreciar lo que McCluskey hacía por ellos.

Además, sabía amoldarse al sistema establecido. Los corredores de apuestas de su distrito sabían que nunca sería capaz de pedir dinero extra para su provecho particular; siempre se contentaba con la parte que le correspondía de la bolsa común. Su nombre estaba en la lista, junto con el de otros policías de su sección, y nunca, al contrario que algunos de ellos, había pedido dinero suplementario. Era un buen policía, un hombre que jugaba limpio, y por ello no era de extrañar que hubiera ido ascendiendo, si no de forma espectacular, sí gradual y constantemente.

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