– Si es usted el padre, hágase cargo, Mi trabajo ha terminado.
Brasi la miró, con aire malvado, y repuso:
– Sí, soy el padre. Pero no quiero que viva nadie de esa raza. Llévela al sótano y arrójela a la caldera.
Por un instante Filomena pensó que no había oído bien. Le extrañaba el tono con que había pronunciado la palabra «raza». ¿Se debía a que la chica no era italiana? ¿O quizá porque se trataba de una prostituta? ¿O acaso Brasi había pretendido decir que no quería que viviera nadie de su propia raza? Era imposible, debía de haber hablado en broma. Filomena, ásperamente, replicó:
– Es su hija; haga lo que quiera.
Y trató de entregarle nuevamente la niña.
En aquel momento, la madre despertó, y al ver que Luca Brasi arrojaba violentamente a la recién nacida contra el pecho de Filomena, con voz débil musitó:
– Lo siento, Luca, lo siento.
Rápidamente, Brasi se volvió hacia ella. Fue terrible, realmente terrible. Parecían dos animales salvajes. No eran humanos. El odio que se profesaban estalló con furiosa violencia. En aquellos momentos nada existía para ellos, ni siquiera la niña que acababa de llegar al mundo. Y, sin embargo, era evidente que entre ellos existía una extraña pasión. Pero nada bueno podía esperarse de una pasión como aquélla; estaba condenada. Luego, Luca Brasi miró a Filomena y masculló:
– Obedezca. Le pagaré una fortuna.
Filomena quedó muda de terror. Sacudió la cabeza y, tras un gran esfuerzo, murmuró:
– Hágalo usted, que es el padre. Brasi no respondió. En su mano apareció un cuchillo, que acercó a la garganta de Filomena.
– Voy a cortarle la cabeza -rugió. La comadrona sufrió entonces un fuerte colapso, y casi sin darse cuenta se encontró de pronto en el sótano, con Luca. Seguía sosteniendo a la niña, que había permanecido completamente silenciosa. De haber llorado, pensaba Filomena, tal vez aquel monstruo habría sentido lástima de ella.
Uno de los hombres debía de haber abierto la puerta de la caldera, pues se veía el fuego. Brasi volvió a sacar el cuchillo… y a Filomena no le cupo duda alguna de que lo utilizaría. A un lado tenía las llamas; al otro, los ojos de Brasi, unos ojos bestiales, propios de un loco. Sintió que el hombre la empujaba, como si pretendiera arrojarla también a ella a la caldera, y…
Al llegar a este punto, Filomena calló. Juntó las manos sobre su regazo y miró fijamente a Michael. Éste, que comprendió que quería seguir hablando, preguntó:
– ¿Lo hizo?
Filomena asintió, y sólo después de beber un buen sorbo de vino, de santiguarse y de musitar una plegaria, pudo continuar su relato. Brasi le dio un fajo de billetes y la condujo hasta su casa. Ella sabía que si decía una sola palabra del asunto a alguien, él la mataría. Dos días después, se enteró de que Brasi había asesinado a la muchacha irlandesa, la madre de su hija, y la policía lo había arrestado. Filomena, presa del pánico, fue a ver al Padrino y le contó la historia. Don Corleone le ordenó que no dijera nada, que él se ocuparía de arreglarlo todo. Por aquel entonces Brasi no trabajaba para Don Corleone.
Antes de que el Padrino pudiera ocuparse del asunto, Luca Brasi trató de suicidarse en su celda, cortándose la garganta con un trozo de vidrio. Lo trasladaron a la enfermería de la prisión y, mientras se recuperaba, Don Corleone lo arregló todo. La policía se encontró sin pruebas que llevar a los tribunales, y Luca Brasi fue puesto en libertad.
Aunque Don Corleone le aseguró a Filomena que nada tenía que temer de Brasi, como tampoco de la policía, ella sentía remordimientos. Sus nervios estaban destrozados y no se veía con fuerzas para seguir ejerciendo su profesión. Finalmente, consiguió persuadir a su marido de que vendiera la tienda y regresaran a Italia. Él, que era un buen hombre, estaba al corriente de todo y supo comprender. Pero era un hombre débil, y en Italia perdió el poco dinero que habían ahorrado en América. Cuando murió, ella no tuvo más remedio que colocarse de sirvienta. Filomena terminó de contar su historia. Se sirvió otro vaso de vino y añadió, dirigiéndose a Michael:
– Bendigo el nombre de su padre. Siempre que se lo pedía, me enviaba dinero, y me salvó de Brasi. Dígale que rezo por él todas las noches, y que no debe temer a la muerte.
Cuando la mujer se hubo marchado, Michael preguntó a Don Tommasino:
– ¿Es verdad lo que ha contado?
El capomafia asintió con la cabeza, y Michael pensó que no era extraño que nadie hubiera querido contarle aquella historia.
A la mañana siguiente, Michael sintió deseos de hablar con Don Tommasino de lo que Filomena le había contado, pero le dijeron que había tenido que marchar urgentemente a Palermo. Cuando regresó, por la noche, se llevó aparte a Michael. Habían llegado noticias de América, explicó. Noticias malas, muy malas: Santino Corleone había sido asesinado.
24
Los primeros rayos del sol siciliano penetraron en el dormitorio de Michael. Éste despertó y al sentir el cuerpo de Apollonia junto al suyo, comenzó a hacerle el amor. Cuando hubieron terminado, Michael, como siempre, se sintió maravillado por la belleza y la pasión de su esposa.
Apollonia abandonó la habitación y bajó al cuarto de baño. Michael, todavía desnudo y con los suaves rayos del sol acariciando su cuerpo, encendió un cigarrillo, que fumó tendido en el lecho. Era la última mañana que pasarían en la casa. Don Tommasino lo había dispuesto todo para que se trasladaran a otra localidad, en la costa meridional de Sicilia. Apollonia, que estaba en el primer mes de embarazo, quería ir a pasar unas semanas con su familia, por lo que se reuniría con él más tarde.
La noche anterior, Don Tommasino se había reunido con Michael en el jardín, después de que Apollonia se hubiera acostado. El Don se había mostrado muy preocupado, y admitió que la seguridad del hijo menor del Padrino le quitaba el sueño.
– Tu casamiento ha atraído la atención de todo el mundo sobre ti -dijo Don Tommasino-, y me extraña que tu padre no haya ordenado que te trasladásemos a otro lugar. En lo que a mí se refiere, bastantes preocupaciones tengo con los jóvenes radicales de Palermo. Les he ofrecido algunos arreglos sumamente ventajosos para ellos, que es mucho más de lo que se merecen, pero esos cerdos lo quieren todo. No logro comprender su actitud. Han intentado asesinarme, pero no soy presa fácil. Todavía sigo siendo demasiado fuerte. Es curioso, pero todos los jóvenes, por inteligentes que sean, tienen el mismo defecto: lo quieren todo.
Luego Don Tommasino le dijo a Michael que Fabrizzio y Calo lo acompañarían, como guardaespaldas, en el Alfa-Romeo. Se despidieron antes de acostarse, ya que a la mañana siguiente el Don debía marcharse muy temprano para resolver algunos asuntos en Palermo. Michael recibió órdenes dé no poner al corriente de su traslado al doctor Taza, ya que éste tenía pensado pasar la noche en Palermo y podía irse de la lengua.