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En el curso de las noches y semanas que siguieron, Michael Corleone comprendió el motivo por el cual los pueblos socialmente primitivos concedían una importancia enorme a la virginidad. Fue un período de sensualidad y sentimiento de poder masculino que nunca antes había experimentado. En aquellos primeros días, Apollonia se convirtió casi en su esclava. Existiendo confianza y amor, la conversión de una muchacha virgen en «mujer» es algo tan delicioso como una fruta en su punto exacto de madurez.

Ella, por su parte, hizo que se desvaneciese un poco la atmósfera excesivamente masculina que se respiraba en la villa. Había despedido a su madre al día siguiente de la boda. La mesa de la casa, que ella presidía, tenía un nuevo encanto. Don Tommasino cenaba con la pareja todas las noches, y el doctor Taza, en el jardín, contaba una y otra vez sus viejas historias, mientras bebían unos vasos de buen vino. Las veladas, pues, eran plácidas y agradables. Luego, en su dormitorio, los recién casados pasaban horas haciendo el amor. Michael no se cansaba del escultural cuerpo de Apollonia, ni de su cutis color miel, ni de sus grandes y bellos ojos negros, unos ojos que la pasión embellecía aún más. Su carne perfumada tenía para Michael un enorme poder afrodisíaco, y su pasión virginal prolongaba el anhelo de la primera vez, por lo que en ocasiones, cuando llegaba la aurora los sorprendía exhaustos y todavía despiertos. Otras veces, y a pesar del cansancio, Michael no podía conciliar el sueño. Entonces se sentaba junto a la ventana y contemplaba durante largo rato el dormido y desnudo cuerpo de su esposa. Su rostro, más encantador si cabe cuando dormía, era perfecto; tanto, que Michael sólo había visto rostros parecidos en los libros de arte. Era un rostro de Madonna, virginal y sensual al mismo tiempo.

Durante la primera semana de su matrimonio, Michael y Apollonia salieron cada día a merendar al campo y a pasear en el Alfa-Romeo. Pero un día Don Tommasino le dijo a Michael que el matrimonio había hecho que su presencia e identidad fueran conocidos de todos en aquella parte de Sicilia, por lo que sería preciso tomar precauciones contra los enemigos de la familia Corleone, capaces de penetrar incluso en aquel refugio. Don Tommasino puso guardias alrededor de la villa y encargó a Calo y Fabrizzio que protegieran los muros de la finca. Michael y su esposa debieron conformarse, a partir de aquel momento, con permanecer dentro de los límites de ésta. Por aquellos días, además, Don Tommasino dejó de ser el hombre alegre que hasta entonces había sido, para mostrarse preocupado, según dijo el doctor Taza, por una serie de problemas provocados por el nuevo jefe de la Mafia de Palermo.

Una noche, en el jardín, una vieja sirvienta de la casa trajo a Michael un plato de olivas, y preguntó:

– ¿Es cierto lo que dicen todos, que es usted el hijo de don Corleone, de Nueva York, el Padrino?

Michael advirtió que Don Tommasino hacía una mueca de disgusto. Sin embargo, a la vieja criada parecía importarle tanto conocer la verdadera identidad de Michael, que respondió que sí, que era cierto lo que todos decían.

– ¿Conoce usted a mi padre? -le preguntó a la anciana.

La mujer se llamaba Filomena, tenía la cara tan arrugada y morena como un nogal, y los pocos dientes que le quedaban, amarillentos. Por vez primera desde que Michael estaba en la villa, la mujer le sonrió.

– El Padrino me salvó la vida, por no hablar de mis sesos -apuntó Filomena.

Era evidente que quería añadir algo más, por lo que Michael le dirigió una amistosa sonrisa, como para darle ánimos. Con voz temblorosa, la vieja criada inquirió:

– ¿Es cierto que Luca Brasi ha muerto? Michael asintió y quedó sorprendido al observar que la mujer soltaba un suspiro de alivio y hacía la señal de la cruz al decir:

– Dios me perdone, pero ojalá esté en lo más profundo del infierno.

Michael sintió que aquellas palabras despertaban su antigua curiosidad respecto a Brasi. De pronto intuyó que aquella mujer conocía la historia que Hagen y Sonny nunca habían querido contarle. Así pues, le sirvió a la anciana un vaso de vino y la invitó a tomar asiento.

– Hábleme de mi padre y de Luca Brasi -le pidió-. ¿Cómo se hicieron amigos y por qué Luca Brasi era tan leal a mi padre? No tema, puede hablar con toda tranquilidad.

Los negros ojos de Filomena buscaron los de Don Tommasino, quien con un leve gesto dio su permiso. Filomena, pues, procedió a contar su historia.

Treinta años antes, Filomena había sido comadrona en la ciudad de Nueva York. Prestaba sus servicios exclusivamente a la colonia italiana, y como las mujeres estaban siempre embarazadas, prosperó. Cuando los médicos trataban de interferir en algún parto difícil, Filomena les cantaba las cuarenta. Por aquel entonces, su marido era propietario de una próspera tienda de comestibles. Hacía años que había muerto, y ella rezaba por él todas las noches, a pesar de que siempre había sido muy jugador y nunca se había preocupado de ahorrar para el día de mañana.

Una maldita noche, treinta años atrás, cuando todas las personas honradas dormían, llamaron a la puerta de Filomena. Ella no se asustó, naturalmente, pues era la hora que muchos niños escogían para venir al mundo. Por lo tanto, se vistió y abrió la puerta. En el rellano estaba Luca Brasi, cuya fama era, ya entonces, siniestra. También se sabía que permanecía soltero. Al ver que se trataba de él, Filomena se asustó. Pensó que pretendía causar algún daño a su marido, debido tal vez a que éste se había negado a hacerle algún pequeño favor.

Pero no se trataba de nada de eso. Brasi le dijo a Filomena que en una casa situada a cierta distancia había una mujer que estaba a punto de dar a luz, y que, por lo tanto, debería acompañarlo. Filomena sintió de inmediato que algo no encajaba. Aquella noche, la cara de Brasi, de ordinario tan brutal, parecía la de un hombre pacífico. Para librarse de él, Filomena le dijo que sólo atendía a parturientas cuya historia conocía, pero Brasi le mostró un fajo de billetes y, en tono rudo, le ordenó que hiciera lo que le pedía. Naturalmente, ella no se atrevió a negarse.

En la calle los aguardaba un Ford. Su conductor tenía un aspecto tan amenazador como el de Brasi. En menos de treinta minutos llegaron a una casita de madera, en Long Island, poco después de pasar el puente. Evidentemente, allí vivían Luca Brasi y sus compinches, pues en la cocina Filomena vio a algunos hombres que bebían y jugaban a las cartas. Brasi condujo a la comadrona hasta un dormitorio en el piso de arriba. En la cama había una muchacha joven, con aspecto de irlandesa, muy maquillada y con el pelo de color rojo; tenía el vientre muy hinchado. Cuando vio a Brasi, la muchacha volvió la cabeza, aterrorizada ante el odio diabólico que se reflejaba en el rostro de éste. Al recordarlo, Filomena volvió a santiguarse.

Para no alargar demasiado el relato, diremos que Brasi salió de la habitación y que fueron dos de sus hombres quienes ayudaron a la comadrona. Después de nacer la niña, la madre, exhausta, se sumió en un profundo sueño. Llamaron a Brasi, y Filomena, que había envuelto a la recién nacida en una fina toalla, alargó el bulto a Luca y dijo:

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