– A Moe Greene lo llevo grabado aquí.
28
Durante el viaje de vuelta a Nueva York, Michael Corleone se relajó y trató de dormir. Fue inútil. Se acercaba el período más difícil y tal vez peligroso de su vida, y nada podía hacer para demorarlo. Tras dos años de preparativos, todo estaba dispuesto, todas las precauciones habían sido tomadas. La semana última, cuando el Don anunció formalmente a sus _caporegimi_ y a otros miembros de la Familia que se retiraba, Michael supo que esa era la forma que había escogido su padre para decirle que había llegado el momento.
Hacía casi tres años que había regresado a casa, y habían transcurrido más de dos desde que se casara con Kay. Aquellos tres años los había invertido en estudiar los negocios de la Familia. Había pasado muchas horas al lado de Tom Hagen y del Don. Ahora que lo conocía, le maravillaba el poder de la familia Corleone, así como su enorme riqueza. Poseía muchos y valiosos inmuebles en la ciudad de Nueva York, tenía intereses en dos financieras de Wall Street, en diversos bancos de Long Island y en algunos grandes almacenes, además de invertir en el negocio ilegal del juego.
Pero lo que le pareció más interesante, al examinar las pasadas transacciones de la familia Corleone, fue que poco después de la guerra ésta hubiera recibido dinero de un grupo de falsificadores de discos. Estos fabricaban y vendían discos de artistas famosos, y la falsificación, tanto del disco como de la cubierta, era tan perfecta que nunca los descubrieron. Naturalmente, de tales discos los artistas no recibían un solo centavo, como así tampoco las casas discográficas. Michael Corleone se dio cuenta de que Johnny Fontane había dejado de ganar mucho dinero debido a dichas falsificaciones, pues en aquel entonces, poco antes de perder la voz, sus discos eran los más vendidos en todo el país.
Habló de ello con Tom Hagen y le preguntó cómo había permitido el Don que estafaran a su ahijado. Hagen se encogió de hombros. Los negocios eran los negocios. Además, por aquel tiempo Johnny Fontane estaba en la lista negra del Don, a quien le había disgustado profundamente que se hubiera divorciado de su primera esposa para casarse con Margot Ashton.
– ¿Y a qué fue debido que dejaran de falsificar discos? -inquirió Michael-. ¿Es que la policía los descubrió?
– No. El asunto terminó en cuanto el Don retiró su protección a los falsificadores, inmediatamente después de la boda de Connie.
Era una pauta que se repetía a menudo, según observaría Michael: el Don terminaba ayudando a aquellos que se encontraban en dificultades que él mismo había colaborado a crear. Tal vez no hubiera en ello ni malicia ni mala intención, sino que quizá se debiera a la gran variedad de intereses de los Corleone o a la misma naturaleza del universo, en el que el bien y el mal se mezclan y confunden.
Michael se había casado con Kay en Nueva Inglaterra. Había sido una boda discreta a la que sólo habían asistido los familiares y algunos amigos íntimos. Luego se habían instalado en una de las casas de la finca de Long Beach, y Michael pronto se dio cuenta, con agrádo, de lo bien que Kay se llevaba con su madre y el Don, así como con todos los habitantes de la finca. Pero lo más curioso fue que Kay quedó embarazada enseguida, como cualquier buena esposa italiana, lo que contribuyó a que todos le tomaran mayor simpatía. Y ahora esperaba su segundo hijo.
Kay estaría aguardándolo en el aeropuerto. Siempre lo hacía, y a Michael le gustaba, pues ella se mostraba enormemente feliz en cada reencuentro. En esta ocasión, sin embargo, hubiera preferido que su esposa no hubiese ido a esperarlo, pues el fin del viaje señalaría el momento de entrar en acción, algo que temía desde hacía tres años. También el Don estaría aguardándolo, en casa, así como los _caporegimi_. Había llegado la hora de que él, Michael Corleone, diera las órdenes y tomara las decisiones que decidirían su destino y el de la Familia.
Cada mañana, cuando Kay Adams Corleone se levantaba para alimentar al bebé, veía a Mamá Corleone, la esposa del Don, salir de la finca en compañía de uno de los guardaespaldas, para regresar una hora después. No tardó en enterarse de que su suegra iba todas las mañanas a la iglesia. Y a la vuelta, muchos días, se detenía en casa de Michael y Kay, para tomar café y, claro está, ver a su nietecito.
Mamá Corleone siempre preguntaba a Kay por qué no se decidía a convertirse al catolicismo, ignorando que el hijo de Kay ya había sido bautizado en la religión protestante. Kay aprovechó una de esas ocasiones para preguntarle por qué iba cada día a la iglesia, y si ello era obligatorio para los católicos.
Como si pensase que esa supuesta asistencia diaria obligatoria era lo que impedía a Kay convertirse, la anciana le dijo:
– De ningún modo, querida. Algunos católicos acuden a la iglesia sólo el día de Pascua y el de Navidad. Cada uno va solamente cuando lo desea.
Kay se echó a reír y quiso saber:
– ¿Por qué, entonces, usted va todas las mañanas?
– Voy por mi marido -repuso Mamá Corleone, y señalando hacia abajo con el dedo, añadió-: para que no vaya al infierno. Cada día rezo por su alma, para que Dios la acoja en su gloria. Otír.*.-:
La anciana había pronunciado estas palabras en tono convencido y con una astuta sonrisa en los labios, como si, en cierto modo, con sus plegarias trastornara la voluntad de su marido, o como si la suya fuera una causa perdida. Y, como siempre que el Don no estaba presente, había en su voz una cierta falta de respeto hacia él.
– ¿Y cómo está su marido? -preguntó Kay.
– Ya no es el mismo de antes -respondió Mamá Corleone-. Deja que Michael haga todo el trabajo, y él se limita a ocuparse de su huerto, de sus pimientos y de sus tomates, como si todavía fuera un campesino. Pero ya se sabe; son cosas de la edad.
Por las mañanas Connie Corleone solía ir con sus dos hijos a charlar con Kay. A ésta le caía muy bien su 1 cuñada, siempre tan vivaz y alegre. Además, parecía tener mucho cariño a Michael. Connie le había enseñado a Kay a preparar algunos platos italianos que encantaban a su hermano, y a veces solía traer algo de lo que había cocinado para que éste lo probara.
Connie siempre le preguntaba a Kay qué opinaba Michael de Carlo, su marido. ¿Estaba contento de él? Desde el primer momento Carlo Rizzi había tenido pequeños problemas con la Familia, pero últimamente parecía haberse convertido en otro hombre. Desempeñaba muy bien su tarea en el sindicato, pero tenía que trabajar tantas horas… Carlo sentía mucha simpatía hacia Michael, solía repetir Connie. Todo el mundo sentía simpatía hacia Michael, así como hacia su padre. Michael era el verdadero Don, y sería para todos una gran suerte que fuera él quien se ocupara del negocio de importación de aceite de oliva de la Familia.
Kay había observado que cuando Connie hablaba de su marido en relación con los Corleone, esperaba ansiosamente alguna palabra de aprobación para Carlo. Kay habría tenido que ser estúpida para no darse cuenta de la tremenda preocupación de Connie por saber si Michael estaba o no satisfecho con su esposo. Una noche habló de ello con Michael y mencionó el hecho de que nadie hablara de Sonny Corleone, en su presencia al menos. En cierta ocasión, Kay trató de expresar su condolencia al Don y a su esposa, quienes fingieron no haber oído sus palabras. Y otra vez intentó que Connie le hablara de Sonny, pero tampoco tuvo éxito.