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La esposa de Sonny, Sandra, se había trasladado con sus hijos a Florida, donde residían los padres de ella. La Familia le pasaba una pensión que le permitía vivir confortablemente, ya que Sonny apenas si había dejado patrimonio propio.

De mala gana, Michael le explicó lo ocurrido la noche en que habían asesinado a Sonny. Le dijo que Carlo había pegado a su esposa, quien telefoneó a Sonny, que, ciego de ira, había corrido a casa de Connie. Por ello, Connie y Carlo temían que la Familia les culpara de ser los causantes indirectos de la muerte de Sonny. Pero al parecer no era así. La prueba estaba en que les habían dado una casa en la finca y, además, a Carlo le había sido confiado un empleo de responsabilidad en el sindicato. Y Carlo se había convertido en otro hombre. Había dejado de beber y de ir con mujeres. La Familia estaba satisfecha de su trabajo y de su conducta en los últimos dos años. Nadie lo culpaba de lo sucedido.

– ¿Por qué, entonces, no los invitas a cenar alguna noche, y aprovechas la ocasión para tranquilizar a tu hermana? La pobre está siempre tan nerviosa por lo que puedas pensar de su marido… Dile que se olvide de esas preocupaciones tontas.

– No puedo hacerlo, Kay. En nuestra familia no hablamos de esas cosas.

– ¿Quieres que le transmita lo que acabas de decirme? -preguntó Kay.

A Kay le extrañó que Michael meditara tanto la respuesta, que para ella era absolutamente clara. Finalmente, Michael dijo:

– No creo que debas hacerlo, Kay. No serviría de nada.' Connie seguiría preocupándose exactamente igual. Es algo que no tiene remedio.

Kay no salía de su asombro. Consciente de que Michael siempre se mostraba algo frío con Connie, a pesar del afecto que ésta le demostraba, preguntó:

– ¿Acaso culpas a Connie de la muerte de Sonny?

– Desde luego que no. Es mi hermana menor y la quiero. Siento pena por ella. Carlo se ha reformado, pero no es el marido adecuado para mi hermana… Y ahora, no pienses más en ello.

A Kay no le gustaba insistir, y no lo hizo. Además, sabía que la machaconería de nada servía con Michael, quien acabaría mostrando, si pretendía sonsacarle, una muy desagradable frialdad. Por otra parte, Kay sabía que ella era la única persona del mundo capaz de doblegar su voluntad, pero no ignoraba que si lo hacía demasiado a menudo perdería todo su ascendiente sobre él.

Y sus dos años de vida en común le habían hecho amarle aun más.

Le amaba porque siempre se mostraba gentil, no sólo con ella, sino con todo el mundo. Y nunca cometía arbitrariedades, ni siquiera en cosas de poca importancia. Había observado que ahora era un hombre poderoso, y que mucha gente acudía a su casa para hablar con él y pedirle favores, tratándole con deferencia y respeto. Pero una cosa le había sorprendido más que cualquier otra.

Desde el mismo momento en que Michael regresó de Sicilia, todos los miembros de la Familia habían intentado convencerlo de que se hiciera operar el lado izquierdo de la cara. La madre de Michael, sobre todo, no cesaba de insistir en ello. Un domingo, mientras todos los Corleone estaban comiendo juntos, la anciana le espetó a Michael:

– Pareces un gángster de película. Hazte operar. Si a ti no te importa, hazlo al menos por tu esposa. Será la única forma de que tu nariz deje de gotear como si fuera la de un irlandés borracho.

El Don, desde la cabecera de la mesa, le preguntó a Kay:

– ¿A ti te molesta?

Kay negó con la cabeza. Entonces, el Don dijo a su esposa:

– Michael ya no está a tu cuidado; lo de su cara no es problema que te concierna.

La anciana no volvió a hablar del asunto. No porque temiera a su marido, sino porque habría sido una falta de respeto discutir delante de los demás.

Pero Connie, la favorita del Don, llegó a la mesa desde la cocina, donde preparaba la comida dominical, y dijo:

– Pienso que debería hacerse operar. Antes de que le hirieran, era el más guapo de la familia. Vamos, Mike, di que lo harás.

Michael, como distraído, miró a su hermana. Parecía como si verdaderamente no la hubiera oído. Y no respondió.

Connie se acercó a su padre.

– Oblígalo a hacerlo -rogó al Don.

Al pronunciar estas palabras, las manos de Connie descansaban sobre los hombros de su padre. Era la única persona que podía permitirse tales familiaridades con el Don. El afecto que sentía por su padre era conmovedor. El Don acarició una de las manos de Connie y dijo:

– Todos tenemos mucha hambre. Trae los espaguetis a la mesa, y luego hablaremos.

Pero Connie se volvió hacia su marido para pedirle:

– Díselo tú, Carlo. Dile que se haga operar. Tal vez a ti te escuche.

El tono de su voz hacía suponer que entre Michael y Carlo Rizzi existía una relación amistosa más íntima que entre Michael y cualquier otro de los presentes.

Carlo, con la tez bronceada y el cabello muy bien cortado y peinado, bebió un sorbo de vino casero y dijo:

– Nadie puede decirle a Mike lo que debe hacer.

Desde que vivía en la finca Carlo era, en efecto, otro hombre. Sabía qué lugar ocupaba en la Familia, y sabía mantenerse en él.

En todo aquello, sin embargo, había algo que Kay no entendía, algo que escapaba totalmente a su comprensión. Como mujer se daba cuenta de que Connie trataba deliberadamente de encandilar a su padre; sus mimos parecían sinceros, pero no eran espontáneos. En cuanto a Carlo, su respuesta se la había dictado su cerebro, no su corazón. Y Michael había hecho caso omiso de los comentarios de ambos.

A Kay no le preocupaba que su marido tuviera el rostro desfigurado, pero sí lo de su nariz. La cirugía arreglaría ambas cosas. En consecuencia, deseaba que Michael se hiciera operar. Extrañamente, sin embargo, deseaba al mismo tiempo que su cara siguiera siendo deformada. Y estaba segura de que el Don la comprendía muy bien.

Después del nacimiento de su primer hijo, Kay oyó sorprendida que Michael le preguntaba:

– ¿Quieres que me haga operar?

Kay respondió que sí y añadió:

– Es por los niños ¿sabes? Tu hijo hará preguntas, cuando tenga edad suficiente para comprender que lo de tu cara no es normal. En fin, preferiría que eso no ocurriera. A mí, personalmente, no me importa, Mike. Créeme.

– De acuerdo -dijo Michael, sonriendo-. Me haré operar.

La operación fue un éxito. En su mejilla apenas si se apreciaba una leve cicatriz.

Toda la Familia se alegró del nuevo aspecto de Michael, y Connie más que nadie. Iba diariamente a ver a Michael al hospital, llevando con ella a Carlo. Cuando Michael regresó a su casa, su hermana lo abrazó y besó cariñosamente y, en tono de admiración, le dijo:

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