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Michael había advertido que Don Tommasino tenía problemas por la cantidad de hombres armados que había visto patrullar alrededor de la villa. Además, en el interior de la casa habían aparecido algunos fieles pastores con sus lupare a punto. El mismo Don Tommasino iba siempre armado, y un guardaespaldas le seguía constantemente.

El sol calentaba con fuerza. Michael apagó la colilla del cigarrillo, se puso unos pantalones y una camisa, y se caló una gorra como la que llevaban la mayoría de los sicilianos. Todavía descalzo, miró por la ventana y vio a Fabrizzio sentado en una de las sillas del jardín; estaba peinándose y su lupara descansaba descuidadamente encima de la mesa del jardín. Michael silbó y Fabrizzio dirigió la vista hacia la ventana.

– Prepara el coche -le indicó Michael-. Saldré dentro de cinco minutos. ¿Dónde está Calo?

Fabrizzio se levantó. Llevaba la camisa desabrochada, dejando al descubierto las líneas azules y rojas del tatuaje que le cubría el pecho.

– Calo está en la cocina, tomándose una taza de café -respondió-. ¿Irá su esposa con usted?

Michael lo miró, malhumorado. Le parecía que Fabrizzio llevaba unas semanas mirando demasiado a Apollonia. Claro que jamás se atrevería a hacer la más leve insinuación a la esposa de un amigo del Don. Semejante cosa era, en Sicilia, el camino más seguro hacia el cementerio.

– No -respondió Michael fríamente-. Primero irá a pasar unos días con su familia. Se reunirá con nosotros más tarde.

Fabrizzio se dirigió rápidamente al lugar que servía de garaje para el Alfa-Romeo. Michael fue a lavarse. Apollonia ya había salido del cuarto de baño y debía de estar en la cocina, preparando el desayuno. Sin duda querría compensar el remordimiento que sentía por el hecho de desear ver una vez más a su familia antes de viajar hacia el otro extremo de Sicilia para reencontrarse con Michael. Don Tommasino se encargaría de trasladarla hasta allí.

Terminado su aseo, Michael se dirigió a la cocina, donde Filomena le dio una taza de café y, con timidez, se despidió de él.

– Cuando vea a mi padre, le hablaré de usted -le prometió Michael.

En ese momento Calo entró en la cocina.

– El coche está preparado -anunció-. ¿Quiere que me ocupe de su equipaje?

– No, gracias -respondió Michael-. Lo llevaré yo. ¿Dónde está Apollonia?

Calo esbozó algo parecido a una sonrisa.

– Está sentada en el asiento del conductor, muriéndose de ganas de apretar el acelerador. Se convertirá en una verdadera americana antes incluso de llegar a América -comentó.

Nunca se había oído decir que una campesina siciliana se hubiera puesto al volante de un automóvil, pero a veces Michael permitía a su esposa conducir el Alfa-Romeo, siempre dentro de los muros de la villa, naturalmente. En tales ocasiones él se sentaba a su lado, para evitar las posibles consecuencias de los errores que cometía, como pisar el acelerador en lugar del freno, por ejemplo.

– Vé a buscar a Fabrizzio y esperadme en el coche -indicó Michael a Calo.

Subió nuevamente al dormitorio, a buscar el equipaje, ya preparado. Antes de coger las maletas, miró por la ventana y vio que el coche no estaba estacionado delante de la puerta de la cocina, sino de los escalones que conducían al porche. En el interior del automóvil, Apollonia simulaba conducir, mientras Calo colocaba la bolsa de la comida en el asiento trasero. Michael sonrió, pero enseguida hizo una mueca de disgusto al observar que, un poco más lejos, Fabrizzio iba de un lado para otro, sin hacer nada y sin motivo aparente. ¿Qué diablos le ocurría? Notó que el guardaespaldas miraba hacia atrás una y otra vez, y le pareció que lo hacía de modo furtivo. Tendría que tomar medidas con respecto a él, pensó. Luego, comenzó a bajar por la escalera, y decidió pasar por la cocina para dar un último adiós a Filomena.

– ¿El doctor Taza todavía está durmiendo? -preguntó a la anciana criada.

– Los gallos viejos no pueden saludar al sol -dijo Filomena en tono, socarrón-. El doctor se fue a Palermo, anoche.

Michael se echó a reír. Abrió la puerta de la cocina y aspiró el perfume de los limoneros. Vio a Apollonia hacerle señas de que no se moviera, y comprendió que quería llevar el coche hasta el lugar donde él se hallaba. Junto al automóvil, con la lupara en la mano, Calo sonreía. De Fabrizzio, ni rastro. En ese instante, Michael lo comprendió todo.

– ¡No! ¡No! -gritó dirigiéndose a su esposa.

Pero su grito quedó ahogado por una tremenda explosión, producida al hacer girar Apollonia la llave del encendido. La puerta de la cocina quedó hecha astillas, y la onda expansiva envió a Michael a tres metros de distancia. Algunas piedras que cayeron del techo de la villa lo hirieron en el hombro, mientras que otra, cuando ya estaba en el suelo, le dio en la cabeza. Antes de perder el conocimiento vio que del Alfa-Romeo sólo quedaban las cuatro ruedas y los dos ejes.

Cuando recobró el sentido, Michael se encontró en una habitación oscura. Oía voces, pero eran tan débiles que no llegaba a entender qué decían. Instintivamente, simuló estar todavía inconsciente, pero las voces cesaron. Alguien que estaba junto a la cama dijo:

– Bien, ya ha vuelto en sí.

La luz de una lámpara hirió las pupilas de Michael, que entonces se dio cuenta de que quien había hablado era el doctor Taza.

– Permíteme examinarte. Es cuestión de un minuto. Luego volveremos a apagar la luz -explicó Taza, mientras con una pequeña linterna le estudiaba los ojos-. Te pondrás bien muy pronto -añadió, y volviéndose hacia alguien a quien Michael no podía ver, dijo-: Puede hablar con él.

El médico se había dirigido a Don Tommasino, que estaba sentado en una silla, cerca del lecho. Ahora Michael lo vio, claramente. El Don le decía:

– Michael, Michael ¿puedo hablar contigo? ¿O prefieres descansar?

Michael hizo un ademán de que hablara.

– ¿Fue Fabrizzio el que sacó el coche del garaje? -preguntó Don Tommasino.

Michael, aun sin saberlo, sonrió. Era una sonrisa fría, y con ella quiso decir que sí, que había sido Fabrizzio.

Don Tommasino añadió:

– Fabrizzio ha desaparecido. Escucha, Michael. Has estado inconsciente durante casi una semana. ¿Comprendes? Todos piensan que has muerto. Ahora, pues, es cuando más seguro estás. Ya no se preocuparán de ti. Informé de inmediato a tu padre, y acabo de recibir sus instrucciones. No tardarás en regresar a América. Entretanto, descansarás aquí. Estás en plena montaña, en una granja de mi propiedad. Los de Palermo han hecho las paces conmigo, ahora que suponen que has muerto, lo que demuestra que era a ti a quien perseguían. Querían acabar contigo, pero haciendo creer a todo el mundo que la presa era yo. He pensado que debías estar informado de la situación. En cuanto a todo lo demás, déjalo de mi cuenta. Tú limítate a permanecer tranquilo y a recuperarte.

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