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Carlo terminó su café. Odiaba el piso en que vivía. Estaba acostumbrado a las viviendas del Oeste, más espaciosas. Dentro de poco tendría que ir al otro extremo de la ciudad, a su «oficina», para las apuestas del mediodía. Era domingo, el día más ajetreado de la semana: primero el béisbol, después el baloncesto, y por la noche las carreras de caballos. Advirtió que Connie se estaba moviendo detrás de él y volvió la cabeza para mirarla.

La mujer se estaba vistiendo como solían hacerlo las italianas de Nueva York, con ese estilo que a él tanto le disgustaba: un vestido estampado, cinturón, un brazalete muy vistoso, pendientes y unas mangas guarnecidas con volantes. Parecía veinte años más vieja.

– ¿Adonde diablos vas ahora? -le preguntó Carlo.

– A Long Beach, a ver a mi padre -respondió Connie, fríamente-. Todavía no puede levantarse de la cama y necesita compañía. Carlo sentía curiosidad.

– ¿Sonny todavía está al frente? Connie le dirigió una mirada irónica.

– ¿Al frente de qué, si puede saberse? -preguntó. Carlo Rizzi se puso furioso.

– No me hables en este tono, maldita zorra, o le pegaré una patada al crío que llevas en la barriga.

Ella lo miró, asustada, y esto enfureció todavía más a Carlo, que, sin pensárselo dos veces, le dio una sonora bofetada. A la primera siguieron otras tres. Al ver que el labio superior de su esposa se hinchaba y sangraba, Carlo dejó de pegarle. No quería que quedaran huellas en su rostro. Connie corrió hacia el dormitorio, cerró de un portazo y echó la llave. Carlo soltó una carcajada y se sirvió más café.

Estuvo fumando hasta que llegó el momento de vestirse. Entonces llamó a la puerta y dijo:

– Abre, si no quieres que eche la puerta abajo. Al no obtener respuesta, añadió:

– Vamos, abre. Tengo que vestirme. Oyó que su esposa se levantaba de la cama, se acercaba a la puerta y, a continuación, la abría. Al entrar en la habitación, Carlo vio que su esposa volvía a acostarse. Carlo Rizzi se vistió rápidamente y advirtió que Connie sólo llevaba puestas las bragas. A él le interesaba que visitase a su padre, pues confiaba en que a su regreso trajera información, pero ella no quería ir.

– ¿Qué te pasa ahora? ¿Es que unas pocas bofetadas bastan para quitarte todas las fuerzas?

No había remedio. Se había casado con una mujer odiosa y perezosa.

– No quiero ir -respondió ella entre sollozos. Carlo la obligó a mirarlo, y entonces vio por qué Connie no deseaba ir, y pensó que realmente era mejor que no lo hiciese.

Se había excedido un poco. Tenía la mejilla izquierda y el labio superior hinchados.

– De acuerdo, pero hoy regresaré tarde. El domingo es el día en que hay más trabajo.

Salió del piso y encontró una multa sujeta con el parabrisas del coche. Era de quince dólares y por aparcamiento indebido. La metió en la guantera, junto con las demás. Estaba de buen humor. Cuando acababa de pegar a su mujer siempre se sentía mejor; al hacerlo disminuía, sin que él se diera cuenta, la frustración que sentía por verse tratado tan desdeñosamente por los Corleone.

La primera vez que la había abofeteado se sintió un poco preocupado. Ella se había dirigido de inmediato a Long Beach, a quejarse a sus padres y mostrarles su ojo amoratado. Pero, sorprendentemente, a su regreso Carlo se encontró con la clásica esposa italiana, sumisa y obediente. Entonces se propuso ser un marido perfecto.

Durante varias semanas la trató con deferencia, siempre amable y cariñoso, y todos los días, por la mañana y por la noche, le hacía el amor. Finalmente, Connie, que pensaba que su marido no volvería a golpearla, le contó lo que había ocurrido.

Connie había recibido la desagradable sorpresa de que sus padres no parecían dar importancia alguna a la conducta de Carlo. A lo máximo que llegó su madre fue a decirle al Don que hablara con Carlo Rizzi. Pero él se había negado, arguyendo:

– Es mi hija, pero ahora pertenece a su marido. Él sabe cuál es su deber. Ni siquiera el rey de Italia se atrevería a mezclarse en las relaciones entre marido y mujer. Vete a tu casa, Connie, y aprende a comportarte de forma que tu marido no tenga que pegarte. Connie, airada, había replicado:

– ¿Has pegado tú alguna vez a tu esposa?

Era la favorita de su padre, por lo que podía permitirse el lujo de hablarle así.

– Tu madre nunca me ha dado motivos para hacerlo -había respondido Don Corleone, provocando con ello una complacida sonrisa de parte de su esposa.

Les explicó que su marido le había quitado la bolsa con el dinero que les habían regalado el día de su boda y nunca había querido explicarle qué había hecho con el dinero.

– Yo habría hecho lo mismo que él -dijo Don Corleone-, si mi esposa hubiese sido tan presuntuosa como tú.

No le quedó otro remedio que volver a casa, desilusionada y un poco asustada. Siempre había sido la favorita de su padre, y no atinaba a comprender la frialdad de éste.

Pero el Don no se había tomado el asunto tan a la ligera como había pensado su hija. Después de algunas averiguaciones, supo lo que había hecho Carlo Rizzi con el dinero que les habían regalado el día de su boda. Hizo espiar a Carlo por algunos hombres, quienes recibieron órdenes de informar a Hagen de todo cuanto hiciera como corredor de apuestas. ¿Cómo podía esperarse que Carlo, temiendo como indudablemente temía a los Corleone, dejara de portarse como un buen marido? Era imposible; y el Don, claro está, no se atrevía a intervenir. Luego, cuando su hija quedó embarazada, Don Corleone se convenció de la sabiduría de su decisión y, además, sintió que tampoco podría intervenir en el futuro, aun cuando Connie se quejara a su madre de que su marido seguía pegándole de vez en cuando. Connie incluso llegó a insinuar la posibilidad de solicitar el divorcio. Por primera vez en su vida, el Don se enfadó con ella.

– Es el padre de tu hijo -señaló-. ¿Qué crees que puede llegar a ser un niño sin padre?

Cuando Carlo Rizzi se enteró de todo esto, se sintió más seguro. No tenía nada que temer. Un día confesó a sus dos empleados, Sally Rags y Coach, que pegaba a su esposa cuando ésta se ponía tonta, y se sintió encantado de que ambos lo mirasen con respeto. Había que ser muy hombre para atreverse a levantar la mano contra la hija del gran Don Corleone.

Pero Rizzi no habría estado tan tranquilo si hubiese sabido lo furioso que se había puesto Sonny Corleone al enterarse de las palizas que recibía su hermana. Si no hizo nada fue porque el Don, a quien ni siquiera Sonny se atrevía a desobedecer, le ordenó que no moviera un solo dedo en favor de Connie. Luego, Sonny procuró evitar a Rizzi, pues si se lo hubiera encontrado frente a frente, difícilmente hubiese conseguido dominar su temperamento.

Sintiéndose, pues, perfectamente seguro, aquella mañana de domingo Carlo Rizzi se dirigió a su trabajo, en el East Side. No vio el coche de Sonny, que venía en dirección opuesta, camino de su casa.

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