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Sonny Corleone había abandonado la protección de la finca para pasar la noche en la ciudad con Lucy Mancini. En ese momento regresaba a Long Beach, escoltado por cuatro guardaespaldas, dos en un coche, delante del suyo, y dos en otro, detrás. No necesitaba a nadie a su lado, pues se sentía capaz de hacer frente él solo a cualquier asaltante. Los cuatro hombres viajaban en sus propios vehículos y tenían sus pisos a los lados del apartamento de Lucy, de modo que no corría peligro alguno al visitar a la chica, sobre todo teniendo en cuenta que lo hacía muy de vez en cuando. Ahora que estaba en la ciudad iría a recoger a Connie para llevarla a Long Beach, pensó Sonny. Sabía que Carlo estaría trabajando, y tenía la certeza de que el muy cabrón se había llevado el automóvil.

Esperó a que los dos hombres que iban en el coche de delante se apearan y entraran en el edificio, y luego los siguió. Vio que la pareja que iba detrás bajaba del automóvil y miraba a un lado y otro de la calle. También él mantenía los ojos bien abiertos. Era prácticamente imposible que sus adversarios se hubieran enterado de su escapada a la ciudad, pero convenía mantenerse alerta. Se trataba de una lección que había aprendido durante la guerra de los años treinta.

Nunca utilizaba ascensores. Eran trampas mortales. Subió deprisa por las escaleras que conducían al piso de Connie, situado en la octava planta, y llamó a la puerta. Había visto salir a Carlo, por lo que tenía la seguridad de que su hermana estaría sola. No hubo respuesta. Volvió a llamar, y momentos después oyó la voz tímida y asustada de Connie, que preguntaba:

– ¿Quién es?

El tono de voz de su hermana asombró a Sonny. Ella siempre había sido la más descarada y altanera de la familia. ¿Qué le había ocurrido?

– Soy Sonny.

Connie abrió la puerta y, sollozando, se echó en brazos de su hermano. Tan sorprendido quedó éste, que no supo qué hacer. Luego, al observar el rostro de Connie no necesitó preguntar por qué lloraba.

Se dispuso a bajar corriendo por las escaleras para ir en busca de Carlo. Estaba furioso. Connie lo abrazó con fuerza, para impedirle marchar, pues lo conocía y sabía lo que haría. Temía la reacción de su hermano, por eso nunca le había mencionado los malos tratos de que era objeto por parte de su marido.

– Ha sido culpa mía -dijo Connie-. He intentado pegarle, y por eso me ha zurrado. Sé que no quería hacerme daño. Créeme, la culpa ha sido sólo mía.

Sonny ya había recuperado el control de sí mismo.

– ¿Hoy irás a ver a papá? -preguntó. Al no obtener respuesta, prosiguió-: Si quieres ir, te llevo. No me cuesta nada. He tenido que venir a la ciudad por otros asuntos.

– No quiero que me vea así, Sonny. Iré la semana que viene.

– De acuerdo.

Sonny se acercó al teléfono de la cocina y marcó un número.

– Voy a llamar a un médico. Quiero que te cure la cara. En tu estado, debes tener cuidado. ¿Para cuándo esperas al niño?

– Para dentro de dos meses. No llames a nadie, Sonny, te lo ruego.

Sonny se echó a reír, y con expresión deliberadamente cruel, dijo:

– No te preocupes. No convertiré a tu hijo en huérfano antes de que nazca.

Le dio un beso en la mejilla herida y salió del piso.

En la calle 112 Este había una doble fila de coches aparcados frente a la pastelería que servía de «oficina» a Carlo Rizzi. En la acera, los padres jugaban con sus hijos, a quienes habían llevado a pasear, aprovechando al mismo tiempo para hacer sus apuestas. Cuando vieron llegar a Carlo Rizzi, los hombres dejaron de jugar con los niños -comprándoles helados de vainilla para mantenerlos quietos-, y seguidamente empezaron a estudiar las posibles combinaciones ganadoras de la jornada de béisbol.

Carlo entró en la amplia sala situada en la parte trasera de la pastelería. Sus dos «escribientes», el pequeño y nervioso Sally Rags y el fornido Coach, lo tenían todo dispuesto para empezar la jornada. Frente a ellos tenían unas libretas rayadas en las que anotaban las apuestas. En una pizarra adosada a la pared, estaban escritos los nombres de los dieciséis equipos de la liga de béisbol, debidamente emparejados para que se supiera quién se enfrentaría con quién. Junto a la inscripción de cada encuentro figuraban también ocho cuadros destinados a escribir los posibles resultados.

– ¿Está conectado con el nuestro el teléfono de la tienda? -le preguntó Carlo a Coach.

– No, ya lo hemos desconectado -respondió Coach. Carlo se acercó a la pared en la que estaba el teléfono y marcó un número. Sally Rags y Coach lo contemplaron impasibles, mientras anotaba las probabilidades de cada encuentro. Cuando hubo colgado el auricular, los dos hombres procedieron a anotar en la pizarra los números que Carlo había recogido por teléfono. Aunque Carlo lo ignoraba, Rags y Coach ya habían efectuado también una llamada, para asegurarse de que aquél había trascrito fielmente los datos que le habían sido transmitidos. En la primera semana de su trabajo como corredor de apuestas, Carlo se había equivocado al escribir las probabilidades en la pizarra, y no convenía que volviera a ocurrir, ya que el único que perdía en esos casos era el corredor. Si un jugador apostaba de acuerdo con un pronóstico falseado, y luego apostaba otra vez, con otro corredor, de acuerdo con el pronóstico correcto, no podía perder. Aquel fallo de Carlo supuso una pérdida de seis mil dólares, lo que confirmó la opinión que el Don tenía de su yerno. Aquel día ordenó que en adelante el trabajo de éste fuera debidamente comprobado.

Normalmente, los miembros más importantes de la familia Corleone nunca se hubieran ocupado de semejantes detalles. Había por lo menos cinco escalones entre ellos y Carlo Rizzi. Pero ya que el negocio de apuestas era, ante todo, una prueba para éste, se encontraba bajo la supervisión directa de Tom Hagen, a quien Sally Rags y Coach tenían que informar a diario, por escrito.

Los apostadores entraron en la sala dispuestos a jugar. Algunos llevaban a sus hijos de la mano. Un hombre que acababa de apostar fuerte, dijo, cariñosamente, a la niña que lo acompañaba:

– ¿Quiénes te gustan más, cariño, los Gigantes o los Piratas?

La niña, fascinada por los pintorescos nombres de los equipos, contestó:

– ¿Los Gigantes son más fuertes que los Piratas, papá?

El hombre se echó a reír.

La gente empezó a colocarse frente a los dos empleados. Cuando uno de éstos acababa de llenar una hoja, la arrancaba de la libreta, envolvía el dinero con ella y lo entregaba a Carlo. Éste salió de la estancia, subió por unos escalones, entró en la vivienda ocupada por el propietario de la pastelería y su familia, y metió el dinero en una caja fuerte oculta por una cortina. Luego, tras quemar la hoja de las apuestas y echar las cenizas en la taza del váter, regresó a la habitación de la parte trasera de la tienda.

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