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Ninguno de los partidos del domingo empezaba antes de las dos de la tarde, pues la ley lo prohibía. Por ello, después de la primera oleada de apostantes, venía una segunda compuesta por padres de familia que, antes de volver a casa a recoger a los suyos para ir a la playa, tenían que hacer a toda prisa sus apuestas. Venían a continuación los jugadores solteros y aquellos que, por no serlo, condenaban a su familia a pasarse la tarde del domingo en casa a pesar del calor. Los apostadores solteros eran los que jugaban más fuerte. Muchos de ellos, además, volvían a las cuatro para apostar también en los segundos encuentros, cuando los había. Ellos eran los culpables de que Carlo tuviera que hacer horas extras los domingos, aunque algunos hombres casados llamaban desde la playa para apostar en estos segundos encuentros y tratar así de recuperar el dinero perdido en los primeros.

A la una y media de la tarde la actividad era poca, por lo que Carlo y Sally Rags pudieron salir un rato a tomar el aire en la acera, junto a la pastelería. Se entretuvieron mirando jugar a los niños. Pasó un coche de la policía, pero no se preocuparon: su negocio estaba muy bien respaldado, y nada había que temer. Además, llegado el caso le habrían avisado con tiempo suficiente.

Coach salió a reunirse con ellos y estuvieron charlando un rato sobre béisbol y mujeres.

– Hoy he vuelto a pegarle a mi mujer -dijo Carlo alegremente-. He tenido que recordarle quién es el que manda.

– Supongo que ya debe de estar bastante gruesa ¿no? -comentó Coach, en tono de desaprobación.

– Sí, desde luego. Pero sólo le he dado unas cuantas bofetadas. No le he hecho daño. Mira, lo que pasa es que se cree con derecho a mandarme, y eso es algo que no estoy dispuesto a tolerar.

Había por allí varios hombres hablando de béisbol y discutiendo sobre si tal equipo era mejor o peor que tal otro. Lo de cada domingo. De pronto, los niños que jugaban en la calle subieron corriendo a la acera. Un coche que venía a toda velocidad se detuvo adelante de la pastelería, y fue tan brusco el frenazo que los neumáticos chirriaron. El conductor saltó del vehículo con tanta rapidez que todos quedaron paralizados. Era Sonny Corleone.

Su cara era la imagen misma de la cólera. No había pasado un segundo cuando ya tenía a Carlo Rizzi agarrado por el cuello. Trató de arrojarlo a la calzada, pero éste se aferró con toda la fuerza de sus musculosos brazos a la barandilla de hierro de la pequeña escalera que conducía a la entrada de la pastelería, tratando al mismo tiempo de ocultar su cara para protegerla de las manos de Sonny.

Lo que siguió fue tremendo. Sonny empezó a pegarle puñetazos mientras lo insultaba a voz en grito, y Carlo no ofreció resistencia alguna, pese a su fuerza física, ni dijo una sola palabra. Coach y Sally Rags no se atrevieron a intervenir. Estaban convencidos de que Sonny quería matar a su cuñado, y no deseaban compartir su suerte. Los niños seguían en la acera, a cierta distancia, disfrutando del espectáculo. Eran muchos, algunos de ellos bastante mayores, y estaban acostumbrados a pelear, pero no se atrevían a moverse. Llegó otro coche, ocupado por dos guardaespaldas de Sonny, quienes al ver lo que ocurría se quedaron quietos como todos los demás, aunque dispuestos a intervenir en el caso de que algún inconsciente se decidiera a ayudar a Carlo.

Lo más penoso de todo era la absoluta sumisión de Carlo, si bien ésta quizá le salvó la vida. Seguía aferrado a la barandilla y sin devolver un solo golpe, a pesar de que era casi tan fuerte como su cuñado. En un momento dado Sonny pareció calmarse un poco. Jadeaba, al borde del agotamiento, y le dolían las manos de tanto golpear. Entonces, dirigiéndose al maltrecho Carlo, dijo:

– Y ahora escúchame, maldito cabrón: si vuelves a pegar a mi hermana, te mataré. ¿Lo has oído?

Estas palabras hicieron que disminuyese la tensión reinante. Si Sonny hubiera tenido intención de matarlo, no las habría pronunciado. Y bien que lamentaba Sonny no poder acabar con Carlo. Este no se atrevió a mirarlo. Mantenía la cabeza gacha, sus manos se aferraban todavía a la barandilla, y no se movió ni siquiera cuando su cuñado se hubo marchado. Coach, con su voz paternal, le dijo:

– Venga, Carlo, entremos en la tienda. Sólo entonces Carlo Rizzi se atrevió a moverse. Al ponerse de pie vio que los muchachos que habían estado jugando lo miraban con la expresión propia de quienes han sido testigos de la degradación de un ser humano. Estaba semiinconsciente, pero más por el miedo que por los golpes. En realidad, no presentaba ninguna herida seria, a pasar de la lluvia de puñetazos que había recibido. Dejó que Coach le acompañara a la habitación trasera de la tienda, y una vez allí se aplicó hielo en el rostro, que si bien no sangraba estaba completamente enrojecido. El miedo que había pasado, unido a la humillación, lo hizo vomitar. Coach lo sostenía como si estuviera borracho. Luego lo ayudó a subir a la vivienda y a acostarse en uno de los dormitorios. Carlo no se había dado cuenta de la desaparición de su otro «escribiente».

Sally Rags había ido a la Tercera Avenida, y desde allí llamó a Rocco Lampone para contarle lo sucedido. Rocco acogió la noticia con calma y de inmediato telefoneó a su _caporegime_, Pete Clemenza. Éste exclamó:

– ¡Ese maldito temperamento de Sonny!

Pero antes de proferir esta exclamación había tapado con la mano el auricular, de modo que Lampone no lo oyó.

Clemenza llamó a la mansión de Long Beach y pidió por Tom Hagen, quien tras enterarse de lo ocurrido hizo una pausa y dijo:

– Envía algunos coches a la carretera de Long Beach, sólo por si Sonny se ve envuelto en algún accidente de tráfico o en una discusión con algún conductor. Cuando se enfada no es dueño de sus actos. Además, es posible que nuestros «amigos» se hayan enterado de que está en la ciudad. Nunca se sabe.

En tono de duda, Clemenza contestó:

– Antes de que mis hombres se pongan en marcha, Sonny habrá llegado a su casa. Y lo que vale para mis hombres, vale también para los Tattaglia.

– Ya lo sé -replicó Hagen, pacientemente-, pero si algo sucediera, Sonny se encontraría solo. Haz lo que puedas, Pete.

De mala gana, Clemenza llamó a Rocco Lampone y le indicó que enviara a algunos hombres con sus coches a la carretera de Long Beach. En cuanto a él, subió a su amado Cadillac y, con tres de los hombres que guardaban su casa, salió en dirección a Nueva York.

Uno de los que habían estado en los alrededores de la pastelería, un apostador que era a la vez confidente de la familia Tattaglia, llamó a su contacto. Pero como la familia Tattaglia no se había preparado para la guerra, y la transmisión de informes era lenta y laboriosa en tiempos de paz, el contacto tuvo que atravesar varias barreras para acceder al _caporegime_ que podía hablar con el jefe de la Familia. Para entonces, Sonny Corleone hacía ya largo rato que había llegado sano y salvo a la casa de Long Beach, donde debería enfrentarse con la cólera de su padre.

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