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– Este país se ha portado bien conmigo.

Cuando el Don se enteró de esta razón, le espetó al _caporegime_.

– ¡También yo me he portado bien con él!

Quienes lo habían «traicionado» alistándose en el ejército lo habrían pasado muy mal si no hubiese sido porque, al perdonar a su hijo Michael, el Don se sintió obligado a hacer lo propio con ellos, a pesar de lo deplorable que consideraba su conducta.

Una vez terminada la guerra, Don Corleone comprendió que nuevamente tendría que cambiar sus métodos para adaptarse, en parte, al sistema imperante en el mundo exterior. Y creía que sería capaz de hacerlo sin que disminuyeran sus beneficios.

Tenía buenas razones para confiar en su propia experiencia. Dos asuntos de carácter personal lo habían puesto en el buen camino. Años atrás, el entonces joven Nazorine, que era sólo un ayudante de panadero que estaba a punto de casarse, le había pedido ayuda. Él y su futura esposa, una buena chica italiana, habían ahorrado dinero y habían pagado la enorme suma de trescientos dólares al propietario de una mueblería que les habían recomendado. El comerciante les dejó escoger todo lo que quisieron para amueblar el piso. Un bonito y macizo juego de dormitorio, con sus mesillas de noche y sus lámparas, el tresillo, muy bonito también, con su sofá y sus dos butacas, y otras cosas. Nazorine y su prometida habían disfrutado de veras escogiendo lo que más les gustaba de entre una enorme cantidad de muebles. El vendedor tomó el dinero que los novios habían ahorrado con mucho esfuerzo, y les prometió que esa misma semana les enviaría el pedido.

Al cabo de pocos días, sin embargo, la mueblería había ido a la bancarrota y los acreedores se habían quedado con todas las existencias. Entretanto, el propietario había desaparecido. Nazorine fue a ver a su abogado, quien le dijo que nada podía hacerse hasta que los tribunales decidieran, y comprendió que para que esto ocurriera podían pasar tres años o más, en cuyo caso podría darse por satisfecho si conseguía recuperar diez centavos por dólar, pues el activo del mueblista debía repartirse entre todos los acreedores.

Vito Corleone no daba crédito. No era posible que la ley permitiera un robo semejante. El propietario de la mueblería vivía en una hermosa casa, poseía una finca en Long Island, un lujoso automóvil, y enviaba a sus hijos a la universidad. ¿Cómo era posible que, teniendo los trescientos dólares, no hubiese enviado los muebles al pobre Nazorine? Vito Corleone no dudaba de la palabra de Nazorine, pero hizo que Genco Abbandando, a través de los abogados de la Genco Pura, se asegurara de ello.

Resultó que la historia de Nazorine era completamente cierta. El propietario de la mueblería tenía toda su fortuna personal a nombre de su esposa. Su negocio de muebles era una sociedad de responsabilidad limitada, por lo que no se le podía responsabilizar como ente individual. Su mala fe había sido evidente, pero no se trataba de un caso aislado; eran muchos los comerciantes que, cuando les convenía, se declaraban en quiebra, perjudicando así a mucha gente. Legalmente, nada podía hacerse por el pobre Nazorine.

Como es natural, el asunto no tardó en resolverse. Don Corleone envió a su consiguen, Genco Abbandando, a hablar con el mueblista y éste, que no tenía un pelo de tonto, comprendió enseguida. Nazorine tuvo sus muebles. Ésa fue para el todavía joven Vito Corleone una valiosa lección.

El segundo incidente tuvo repercusiones mucho más amplias. En 1939, Don Corleone decidió llevar a su familia a vivir fuera de la ciudad. Como cualquier otro padre, quería que sus hijos asistieran a las mejores escuelas y se relacionaran con compañeros de clases altas. Además, por razones personales deseaba el anonimato que podía procurarle la vida en el extrarradio, donde su reputación no era conocida. Adquirió la propiedad de Long Beach, que tenía entonces cuatro casas de nueva planta y terreno suficiente para construir otras varias. Sonny estaba formalmente comprometido con Sandra y no tardarían en casarse, con lo que una de las casas sería para ellos. Otra, para el Don. La tercera sería para Genco Abbandando y su familia, mientras que la última permanecería, por el momento, desocupada.

Una semana después de que las tres casas fueran ocupadas, llegó un camión con tres hombres que dijeron ser inspectores municipales y que debían comprobar el estado del sistema de calefacción. Uno de los jóvenes guardaespaldas del Don los dejó pasar y los acompañó hasta el sótano donde se encontraba la caldera. El Don, su esposa y Sonny estaban en el jardín, descansando y disfrutando de la brisa marina.

Cuando el guardaespaldas lo llamó, Don Corleone hizo un gesto de disgusto. Los tres individuos, todos muy corpulentos, estaban alrededor de la caldera. La habían desmontado, y las piezas se hallaban esparcidas por el suelo. El jefe de los «inspectores», un sujeto muy autoritario, dijo al Don:

– Esta caldera está en muy mal estado. Si quiere que se la arreglemos y volvamos a montársela, le costará ciento cincuenta dólares. Sólo entonces podremos dar el visto bueno a su sistema de calefacción.

Sacó del bolsillo un papel rojo y añadió:

– Ponemos un sello en esta hoja y usted ya no tiene por qué preocuparse. El ayuntamiento no volverá a molestarlo.

El Don encontraba aquello muy divertido. Desde hacía unos días se sentía aburrido, ya que a causa de la mudanza no había podido ocuparse de sus negocios. En un inglés con más acento italiano de lo que era corriente en él, preguntó:

– Y si no pago ¿qué ocurrirá con mi calefacción? -Se la dejaremos como está: desmontada -repuso el jefe, señalando las piezas desperdigadas.

– Aguarden, ahora les voy a pagar -dijo el Don, humildemente. Salió al jardín y dijo a Sonny-: Escucha, hay tres hombres trabajando en la caldera de la calefacción. No sé qué es lo que realmente quieren. Encárgate del asunto.

No era una simple broma. Tenía la intención de convertir a su hijo en su lugarteniente, y ésa era una de las pruebas por las que tendría que pasar antes de recibir el nombramiento.

La solución que dio Sonny al asunto no gustó a su padre. Fue demasiado directa, es decir, carente de la sutileza siciliana. En cuanto hubo oído la petición del «inspector jefe», sacó la pistola e hizo que los tres hombres pusieran las manos en alto. Luego ordenó a algunos de los guardaespaldas de su padre que les dieran de bastonazos, y a continuación los obligó a montar de nuevo la caldera y limpiar el sótano. Finalmente los interrogó, y cuando se hubo enterado de que trabajaban en una lampistería de Suffolk County, les pidió el nombre de su patrón y antes de dejarlos marchar les espetó en tono amenazador:

– Y que no vuelva a veros por Long Beach, si no queréis pasarlo mal.

Aquello de extender su protección a la comunidad en que vivía sería un rasgo típico del joven Santino hasta que se hiciera mayor y más cruel. Sonny llamó al lampista para decirle que se abstuviera de mandar «inspectores» a la zona de Long Beach, y se preocupó de que, tan pronto como la familia Corleone hubo entablado «amistad» con la policía local, le fueran comunicados los numerosos delitos de todo tipo que se cometían en la zona. Al cabo de un año, Long Beach se había convertido en la ciudad más segura de Estados Unidos. Se conminó a los jugadores profesionales y los pistoleros a largarse de allí, y sólo se les consentía un acto delictivo. Si reincidían, desaparecían. Se avisaba cortésmente a extorsionadores, matones, «inspectores municipales» y demás que no serían bien recibidos en Long Beach. Y los que no hacían caso del aviso eran salvajemente apaleados. En cuanto a los jóvenes que no se mostraban respetuosos con la ley y las autoridades, se les advirtió paternalmente que les convenía cambiar de conducta. Long Beach se convirtió en una ciudad modelo.

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