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– Eso es lo que deseo de corazón.

Había hablado muy bien. Era el Don Corleone de siempre. Razonable, flexible, suave. Pero todos se habían dado cuenta de que había dicho que volvía a disfrutar de buena salud, lo que significaba que no se consideraba derrotado, a pesar de las desgracias sufridas. También notaron todos que había dicho que no valía la pena discutir otros asuntos, si no se comprometían a garantizar la paz. Y, finalmente, todos recordaban que había solicitado que todo siguiera como antes, es decir, que los Corleone conservarían su imperio, a pesar de los reveses de los últimos tiempos.

Quien respondió a Don Corleone no fue Tattaglia, sino Emilio Barzini. Habló en tono áspero, aunque no rudo ni insultante.

– Todo lo que ha dicho es cierto. Pero hay algo más. Don Corleone es demasiado modesto. El hecho es que Sollozzo y los Tattaglia no podían emprender su nuevo negocio sin la ayuda de Don Corleone. Su negativa la consideraron como una ofensa. No es culpa de Don Corleone, naturalmente, pero lo cierto es que los jueces y los políticos que estarían dispuestos a recibir favores de Don Corleone, aun tratándose de drogas, no permitirían que influyese sobre ellos nadie que no fuera él. Sollozzo no podía operar si no contaba con la seguridad de que nadie se metería con sus hombres. Eso lo sabemos todos, pues de otro modo seríamos pobres como las ratas. Y ahora que las leyes son más severas, los jueces y los fiscales se muestran tremendamente duros cuando uno de nuestros hombres cae en sus garras. Las drogas son peligrosas. Hasta un siciliano puede quebrantar la «omertà» y decir todo lo que sabe, si lo sentencian a veinte años. Y eso no puede ser. Don Corleone controla todo ese aparato; por lo tanto, su negativa a permitirnos usarlo es impropia de un amigo. Equivale a quitar el pan de la boca a nuestra familia. Los tiempos han cambiado. Ya no es como antes, cuando cada uno podía seguir su camino sin preocuparse de los demás. Si Corleone tiene los jueces de Nueva York, debe compartirlos con nosotros. Puede pasarnos factura por tales servicios, naturalmente, pues después de todo no somos comunistas. Pero debe dejarnos sacar agua del pozo. Ni más, ni menos.

Cuando Barzini terminó de hablar, se produjo una pausa. No podía volverse a la situación anterior. Lo más importante de lo que Barzini había dicho -sin decirlo-era que si no se llegaba a un acuerdo de paz, se uniría abiertamente a los Tattaglia en la lucha contra los Corleone. Y había señalado que la vida y la fortuna de todos ellos dependía de que se ayudaran mutuamente, y que una negativa en este sentido era como un acto de agresión. Los favores no se pedían a la ligera, por lo que tampoco podían negarse con ligereza.

– Amigos míos -repuso Don Corleone-, si me negué no fue por mala voluntad. Todos ustedes me conocen. ¿Cuándo me he negado a negociar? En aquella ocasión, sin embargo, tuve que decir que no. ¿Por qué? Porque pienso que el asunto de las drogas será, en el futuro, nuestra perdición. El tráfico de drogas está muy mal visto en este país. No es como el whisky, el juego o las mujeres, tres cosas que la mayoría de la gente quiere y que sólo son prohibidas por los _pezzonovante_ de la Iglesia y el Gobierno. Las drogas son peligrosas para todos los que intervienen en ellas. Podrían perjudicar los demás negocios. Por lo demás, permítanme que les diga que me halaga el que se considere que puedo influir tanto sobre jueces y políticos. Me gustaría que fuese cierto. Poseo cierta influencia, es verdad, pero muchas de las personas que respetan mis consejos dejarían de hacerlo si en nuestras relaciones se mezclaran las drogas. Tienen miedo de verse envueltos en ese negocio, que, además, va contra sus sentimientos. Los policías que nos ayudan en el juego y en otras cosas, no nos ayudarían tratándose de narcóticos, ténganlo por seguro. Así pues, pedirme un favor relacionado con drogas, equivale a pedirme que me perjudique á mí mismo. Sin embargo, estoy dispuesto a hacerlo, si todos ustedes lo consideran indispensable para arreglar otros asuntos.

Cuando Don Corleone hubo terminado de hablar, buena parte de la tensión que reinaba en la sala desapareció. Había cedido en el punto más importante. Ofrecería su protección en el negocio de las drogas. De hecho, aceptaba la proposición de Sollozzo, sólo que ahora eran las Familias más importantes del país las que le hacían las propuestas. Se sobreentendía que él no participaría en la fase operativa ni, a diferencia de lo que Sollozzo había deseado, invertiría dinero alguno en ello. Sólo prestaría su influencia. De todos modos, era una formidable concesión.

El Don de Los Ángeles, Frank Falcone, se dirigió a la audiencia:

– No hay forma de evitar que la gente se dedique a ese negocio. Lo hacen por su cuenta y riesgo, y, como es natural, se meten en dificultades. El asunto de las drogas resulta irresistible, pues es mucho el dinero que se puede ganar. Y si bien es peligroso, el peligro es todavía mayor si no intervenimos nosotros. Por lo menos, nuestra intervención es garantía de una mejor organización, con lo que los riesgos disminuyen. El dedicarnos a los narcóticos no es tan malo, después de todo, pues debe existir un control, una protección, una organización. No podemos dejar que cada uno haga lo que le dé la gana. La anarquía nunca ha sido beneficiosa.

El Don de Detroit, mejor dispuesto hacia la persona de Don Corleone que cualquiera de los otros jefes, habló también en contra de la posición de su amigo, en aras de la razón.

– No creo en las drogas -dijo-. Durante años he estado pagando más de lo debido a mi gente para que no se sintiera tentada de meterse en ese negocio. Pero todo ha sido inútil. Llega alguien y les dice: «Tengo nieve. Si pones tres mil o cuatro mil dólares, puedes ganar cincuenta mil». ¿Quién es capaz de resistir la tentación? Y están tan ocupados con las drogas, que hacen mal el trabajo por el que les pago. Las drogas dan más dinero. Y creo que los beneficios serán cada vez mayores. Como no hay forma de pararlo, debemos controlarlo y procurar que sea respetable. No quiero que se vendan drogas cerca de las escuelas, no quiero que se vendan a los niños. Eso sería una _infamita_. En mi ciudad, yo trataría de limitar el uso de la droga a los negros. Son los mejores clientes, los que crean menos problemas y, al fin y a la postre, unos animales. No respetan a sus esposas ni a sus familiares; ni siquiera se respetan a sí mismos. Dejémosles que se sacien de drogas… Debemos llegar a un acuerdo, no podemos permitir que cada uno haga lo que le venga en gana.

El discurso del Don de Detroit fue recibido con murmullos de aprobación. Había puesto el dedo en la llaga. Por mucho que se pagara, era imposible mantener a la gente apartada de los narcóticos. Con lo que había dicho de los niños había dado una nueva prueba de su sensibilidad y su buen corazón. Aunque, bien mirado ¿a quién se le ocurriría vender drogas a los niños? ¿De dónde sacarían éstos el dinero? Lo que había dicho de los negros era hablar por hablar. Se consideraba que los negros carecían de fuerza, que el que toleraran que la sociedad los mirase como ciudadanos de segunda demostraba que no contaban. Por ello, al mencionarlos así, el Don de Detroit había demostrado que no sabía distinguir lo importante de lo que no lo era.

Todos los jefes hablaron, y coincidieron en afirmar que el tráfico de drogas no les gustaba, pero puesto que era imposible evitar que existiera, lo mejor era controlarlo. Había mucho dinero en juego; tanto, que siempre existirían hombres que se arriesgarían a todo para conseguirlo. La naturaleza humana no podía cambiarse.

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