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El último en llegar fue Don Phillip Tattaglia, el jefe de la Familia que se había atrevido a desafiar el poder de los Corleone al apoyar a Sollozzo, y que había estado a punto de triunfar. Sin embargo, los otros no le tenían en un concepto muy elevado. Se sabía que se había dejado dominar por Sollozzo, y se le consideraba directamente responsable del actual malestar, que de forma tan negativa influía en los negocios de las Familias de Nueva York. Tenía sesenta años y era un conquistador empedernido. Naturalmente, mujeres no le faltaban, pues la familia Tattaglia se dedicaba al negocio de la prostitución. También controlaba la mayoría de los night-clubs de Estados Unidos -cuando le interesaba promocionar a una artista, la hacía actuar en los mejores locales de las más importantes ciudades del país-y varias empresas discográficas que tenían bajo contrato a los más prometedores cantantes. Sin embargo, la principal fuente de ingresos de la Familia era la prostitución.

Los otros jefes encontraban desagradable su personalidad. Siempre se quejaba. De los gastos -facturas de la lavandería, toallas, etc.-que se comían todas las ganancias; aunque olvidaba decir que la lavandería era suya. De las chicas, que eran perezosas e indignas de confianza, ya que unas huían, otras se suicidaban… De los rufianes, que eran traidores y deshonestos, y no sabían lo que significaba la palabra lealtad. Según él, era difícil encontrar buenos colaboradores. A los jóvenes sicilianos no les gustaba ese tipo de trabajo, pues consideraban que abusar de las mujeres era una vileza, pero en cambio eran capaces de cortarle el cuello a cualquiera por el motivo más nimio. ¡Los muy imbéciles! Por todo ello, los colegas de Phillip Tattaglia encontraban a éste muy antipático. Sus quejas más lastimeras las reservaba para las autoridades que tenían el poder de conceder o negar licencias para expender licores en sus clubs. Juraba que había hecho más millonarios él con el dinero que pagaba a los guardianes de los sellos oficiales, que Wall Street con sus operaciones financieras.

No dejaba de ser curioso el hecho de que su casi victoriosa guerra contra la familia Corleone no le hubiera granjeado el respeto que creía merecer. En realidad, todos sabían que su fuerza había procedido, primero de Sollozzo y luego de la familia Barzini, no obstante lo cual, y a pesar de tener a su favor el factor sorpresa, no había podido vencer. Y eso era otra prueba contra él. Si hubiese sido más eficiente, no habría habido necesidad de convocar aquella conferencia. La muerte de Don Corleone habría significado el fin de la guerra.

Phillip Tattaglia y Don Corleone, que habían perdido sendos hijos en aquella guerra, se saludaron con una leve inclinación de la cabeza, lodos los presentes estaban pendientes de la reacción del segundo de aquellos. Intentaban descubrir qué huella de debilidad habrían dejado en su rostro las heridas y las últimas derrotas, y se esforzaban en adivinar si el Don buscaba la paz, porque, ahora que su hijo había muerto debía de sentirse derrotado y cada día más débil. Pronto saldrían de dudas.

Hubo profusión de saludos, se sirvieron bebidas y pasó otra media hora antes de que Don Corleone tomara asiento en la cabecera de la pulimentada mesa de nogal. Discretamente, Hagen se sentó a la izquierda del Don, pero un poco atrás. Los otros jefes ocuparon también los lugares que les habían sido destinados, con sus «consiglieri» sentados detrás de ellos, dispuestos a ofrecer su consejo en caso de necesidad.

Don Corleone fue el primero en hablar, y lo hizo como si nada hubiese ocurrido, como si no hubiese sido gravemente herido, como si no le hubiesen matado a su hijo mayor. A juzgar por sus palabras, nadie habría dicho que su imperio estaba tambaleándose y su familia dispersa, ya que Freddie se hallaba en el Oeste, bajo la protección de la familia Molinari, y Michael en las áridas tierras de Sicilia, escondido. Con toda naturalidad, en dialecto siciliano, dijo:

– Quiero darles a todos las gracias por haber venido. Considero este hecho como un favor personal, y por ello quedo en deuda con todos y cada uno de ustedes. Ante todo, quiero que sepan que no estoy aquí para discutir ni para convencer, sino para dialogar. Y como hombre razonable que soy, haré cuanto esté en mi mano para que nos despidamos siendo amigos. Les doy mi palabra de que así pienso hacerlo, y aquellos de ustedes que me conocen bien, saben que nunca falto a mi palabra. Ahora, vayamos al grano. Todos nosotros somos hombres de honor, por lo que no será necesario firmar documento alguno. Después de todo, no somos abogados.

Hizo una pausa. Ninguno de los otros jefes habló. Algunos fumaban, otros bebían, pero todos eran hombres que sabían escuchar y que, sin excepción, se habían negado a aceptar las leyes de la sociedad; eran hombres que no se dejaban dominar por nadie. Y nadie era capaz de dominarlos, a menos que ellos se lo permitiesen. Eran hombres que, para mantener su independencia, llegaban al asesinato de ser necesario. Sólo la muerte podía doblegar su voluntad. O la razón. Don Corleone suspiró y prosiguió:

– El cómo se ha llegado a esta situación, no importa. Ha sido una locura pasajera. Han ocurrido cosas que T nunca debieron ocurrir, y por eso las considero errores innecesarios. Pero dejen que les diga lo que ha ocurrido, tal como yo lo veo…

Hizo una pausa como para ver si alguien tenía algo que objetar al hecho de que contara su versión de lo ocurrido

– Ya estoy completamente restablecido, gracias a Dios, y tal vez pueda ayudar a resolver este asunto a satisfacción de todos. Quizá mi hijo era demasiado violento, demasiado testarudo; me guardaré mucho de afirmar lo contrario. Pero esto es otro asunto. Permítanme que les diga que Sollozzo vino a proponerme un negocio, pidiéndome mi dinero e influencia y diciéndome que la familia Tattaglia también participaría en el mismo. Era algo relacionado con el tráfico de drogas, negocio en el que no estoy interesado pues soy un hombre tranquilo y los narcóticos son algo muy complicado. Así se lo expliqué a Sollozzo; con todo respeto hacia él y la familia Tattaglia. Le dije «no», pero amablemente. Le dije que su negocio y el mío eran distintos, pero no que tuviese algo que objetar a que se ganara la vida con las drogas. Él lo tomó a mal, y con ello consiguió llevar la desgracia a nuestras familias. Bien, así es la vida. Todos podemos contar historias tristes. Yo no pienso hacerlo.

Don Corleone hizo otra pausa, y a una señal suya Hagen le sirvió un refresco. Bebió un trago y continuó:

– Deseo que haya paz. Tattaglia ha perdido un hijo, y yo también. Así pues, estamos igualados. ¿Qué ocurriría si la gente no olvidara sus agravios y rencores? Esa, precisamente, ha sido la cruz de Sicilia, donde los hombres están tan ocupados en sus vendette que no tienen tiempo de ganar el sustento para sus hijos. Es una locura. Así, pues, propongo que dejemos que las cosas sigan como antes. Nada he hecho para descubrir a quienes traicionaron y a quienes mataron a mi hijo. Si hay paz, 477 no lo haré. Tengo un hijo que no puede regresar a casa, y debo recibir garantías de que cuando vuelva no correrá peligro de que las autoridades lo detengan. Una vez que hayamos arreglado este punto, señores, creo que podremos hablar de otros asuntos que a todos interesan, y estoy convencido de que esta reunión será beneficiosa para todos.

Y terminó su parlamento confesando, con un gesto expresivo:

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