Joseph Zaluchi estaba acompañado por su _consigliere_, y los dos hombres abrazaron a Don Corleone. Zaluchi hablaba el inglés sin apenas acento italiano, vestía como un típico hombre de negocios, y su buena voluntad era proverbial.
– Sólo su llamada podía haberme traído hasta aquí -dijo a Don Corleone.
El Padrino le dio las gracias con un gesto. Estaba seguro de que dispondría del apoyo de Zaluchi.
A continuación llegaron dos jefes de la Costa Oeste. Habían hecho el viaje en el mismo automóvil, pues eran íntimos amigos y siempre trabajaban juntos. Se llamaban Frank Falcone y Anthony Molinari. Con poco más de cuarenta años, eran los más jóvenes de cuantos asistían a la reunión, vestían un poco más llamativamente que los demás -influencia de Hollywood-y se mostraban muy amistosos. Frank Falcone controlaba el sindicato de trabajadores de la industria cinematográfica y el juego en los estudios, además de estar al frente de una organización que se encargaba de suministrar chicas a los prostíbulos de los estados del Oeste. Si existiera la mínima posibilidad de que un Don acabara convertido en una figura del show business, podía afirmarse que Falcone era, en todo caso, el que más lo parecía. Los otros jefes de las Familias desconfiaban de él. Anthony Molinari, por su parte, controlaba los muelles de San Francisco y era, además, uno de los peces gordos del negocio de las apuestas deportivas. Procedente de una humilde familia de pescadores italianos, poseía el mejor restaurante especializado en pescado de San Francisco. Aquel local era su orgullo; en él se servía una comida excelente a bajo precio, aun cuando, se decía, perdía dinero con él. Su rostro inexpresivo, propio de un jugador profesional, hacía que los demás sospecharan que también estaba envuelto en el tráfico de drogas, entonces muy extendido a través de la frontera mexicana y de los barcos procedentes del Lejano Oriente. Sus acompañantes eran tan jóvenes y corpulentos, que más parecían guardaespaldas que consejeros; aunque, claro está, no se hubieran atrevido a asistir armados a la reunión. Se sabía que dichos guardaespaldas eran expertos karatecas, pero ello no asustaba a los demás jefes de las Familias, a quienes les hubiera dado igual que sus colegas llevaran encima amuletos bendecidos por el Papa. No obstante, debe señalarse que algunos de estos jefes eran religiosos y creían en Dios.
El siguiente en llegar fue el representante de la Familia de Boston. Era el único Don a quien sus colegas despreciaban. Tenía fama de no portarse bien con su gente y de ser un tramposo de tomo y lomo. Esto aún podía perdonársele. Pero lo que no tenía perdón era el hecho de que fuese incapaz de mantener el orden en su imperio. En el área de Boston había demasiados muertos, excesivas rencillas y gran cantidad de actividades incontroladas; la ley no inspiraba respeto alguno. Si los mañosos de Chicago eran salvajes, los de Boston eran «gavooni», es decir, rufianes. El Don de Boston se llamaba Domenick Panza. Era de baja estatura y muy gordo; como dijo uno de los jefes, parecía un ladrón.
El sindicato de Cleveland, quizás el más poderoso de Estados Unidos en lo que al juego se refería, estaba representado por un anciano de aspecto delicado y cabellos blancos. A sus espaldas le llamaban «el Judío», porque se había rodeado de colaboradores israelitas más que de sicilianos. Incluso se rumoreaba que había estado a punto de elegir a un judío como _consigliere_, pero que finalmente no se había atrevido. Sea como fuere, y del mismo modo que la familia Corleone era conocida como «la Banda Irlandesa» a causa de Tom Hagen, la Familia de Vincent Forlenza era conocida como «la Familia Judía». Y hay que reconocer que el mote respondía bastante a la realidad. Su organización era extremadamente eficiente, y a Don Vincent Forlenza nunca le había asustado la sangre, a pesar de su aspecto personal tan suave y delicado. Mandaba con mano de hierro envuelta en guante de terciopelo.
Los representantes de las Cinco Familias de Nueva York fueron los últimos en llegar. Tom Hagen quedó sorprendido al ver hasta qué punto el aspecto de éstos era mucho más imponente que el de los jefes de las otras ciudades. Los cinco de Nueva York estaban en la más pura tradición siciliana; eran «hombres de pelo en pecho», es decir, enérgicos y valientes, y también, para no desentonar, altos y corpulentos. Los cinco poseían una cabeza leonina, con rasgos acusados y duros. No eran excesivamente elegantes ni parecían conceder mucha importancia a su aspecto personal, sino que tenían el aire de despreocupación de los hombres ocupados y carentes de vanidad.
Uno de ellos era Anthony Stracci, que controlaba el área de Nueva Jersey y el embarque de mercancías en los muelles del West Side de Manhattan. También se ocupaba del juego, y contaba con excelentes contactos en el Partido Demócrata. Poseía una flota de camiones con la que obtenía auténticas fortunas, debido, principalmente, a que sus vehículos podían llevar sobrecarga sin miedo a que algún inspector decidiera impedírselo. Y si sus enormes y sobrecargados camiones estropeaban la calzada, su empresa de construcción de carreteras -beneficiaría de lucrativos contratos gubernamentales-la reparaba. Su situación era la ideal para cualquier hombre de empresa: tenía un negocio que generaba otros negocios. Stracci también era anticuado, por lo que nunca había querido saber nada con la prostitución, y si intervenía en el tráfico de drogas, no lo hacía tanto por deseo propio como obligado por la circunstancia de controlar los muelles. De las Cinco Familias de Nueva York que se enfrentaban a los Corleone, la suya era la menos poderosa, pero la que ocupaba una mejor posición.
La Familia que controlaba el norte del estado de Nueva York, la que se ocupaba de la entrada clandestina de inmigrantes italianos en Estados Unidos -a través de la frontera canadiense-, la que tenía en sus manos el juego en la zona septentrional del estado y la que ejercía el derecho de veto en las licencias para organizar carreras de caballos, estaba encabezada por Ottilio Cuneo. Este, un hombre de aspecto sosegado, rostro redondo y cuerpo rechoncho de panadero, era propietario de una de las principales empresas lecheras del país. Cuneo amaba a los niños, hasta el punto de llevar siempre los bolsillos repletos de golosinas para sus nietos y los hijos o nietos de sus asociados. Se tocaba con un sombrero de fieltro con el ala vuelta toda hacia abajo -como si fuera un sombrero femenino para el sol-que contribuía a que su cara pareciese aún más redonda y jovial. Era uno de los pocos jefes que nunca había sido arrestado y cuyas verdaderas actividades nunca habían estado bajo sospecha. En alguna ocasión había formado parte de comités cívicos y nombrado «hombre de negocios del año en el estado de Nueva York» por la Cámara de Comercio.
El más firme aliado de la familia Tattaglia era Don Emilio Barzini. Controlaba una parte del juego en Brooklyn y Queens, todas las actividades de la zona de Staten Island y las agencias clandestinas de apuestas del Bronx y Westchester. Era un hombre muy duro. Además, tenía intereses en la prostitución y el tráfico de drogas. Tenía muy buenos contactos en Cleveland y la Costa Oeste, y era uno de los pocos hombres lo bastante inteligentes para interesarse por Las Vegas y Reno, las «ciudades abiertas» de Nevada. Tenía asimismo intereses en Miami y Cuba. Después de la familia Corleone, era, quizá la más fuerte de Nueva York y, por lo tanto, del país. Su influencia llegaba incluso a Sicilia. Estaba metido en todas las actividades ilegales. Se rumoreaba que tenía intereses incluso en Wall Street. Desde el comienzo de la guerra había apoyado a los Tattaglia con dinero e influencia. Ambicionaba reemplazar a Don Corleone como el más respetado y poderoso jefe de la Mafia, y hacerse con parte del imperio de aquél. Era un hombre muy parecido al Padrino, pero más moderno, más sofisticado. Contaba con la confianza de todos los miembros de su Familia, y aunque irradiaba una tremenda y fría energía, carecía de la cordialidad de Don Corleone. En aquel momento, el hombre más «respetado» del grupo tal vez fuera él.