El clan Bocchicchio conocía sus propias limitaciones. Sus miembros tal vez carecieran de inteligencia, quizá fueran demasiado primitivos, pero lo cierto es que sabían que no podían competir con las otras Familias de la Mafia en la lucha por organizar y controlar negocios más complicados que el de la basura (por ejemplo la prostitución, el juego, los narcóticos o el fraude público). Eran gentes que podían ofrecer un regalo a un policía de uniforme, pero que no sabían cómo establecer contacto con un político. Sus bazas se reducían a dos: su honor y su ferocidad.
Un Bocchicchio nunca mentía, nunca cometía una traición, sencillamente porque le resultaba demasiado complicado. Por otra parte, un Bocchicchio nunca olvidaba una injuria, y su venganza no se hacía esperar, sin que importaran las consecuencias. Gracias a estas cualidades, accidentalmente la Familia se inició en lo que se convertiría en su principal fuente de ingresos.
Cuando las Familias que estaban en guerra querían hacer las paces, llamaban a los Bocchicchio. El jefe del clan se encargaba de las negociaciones iniciales y preparaba las entrevistas. Por ejemplo: cuando Michael había ido a entrevistarse con Sollozzo, un Bocchicchio había quedado como rehén de los Corleone para garantizar la seguridad de Michael. El servicio lo había pagado Sollozzo. Si éste hubiera matado a Michael, la familia Corleone habría acabado con la vida del rehén, y en el tal caso los Bocchicchio se hubieran vengado en la persona de Sollozzo, en tanto responsable de la muerte de uno de sus miembros. Los Bocchicchio estaban dispuestos a inmolarse, de ser necesario, cuando de vengar una traición se trataba. Por ello, tener un rehén del clan Bocchicchio constituía un auténtico seguro de vida.
En consecuencia, cuando Don Corleone solicitó los servicios de los Bocchicchio y encargó a éstos que suministraran rehenes para todas las Familias que asistirían a la reunión, ya nadie dudó de sus buenas intenciones. El gran cónclave sería tan seguro como una boda.
La reunión se celebró en la sala de juntas de un pequeño banco comercial cuyo presidente debía algunos favores a Don Corleone, quien, además, era accionista indirecto del banco (sus acciones estaban a nombre del presidente). Aquel hombre nunca olvidaría el momento en que se ofreció para firmar un documento en el que se hacía constar que sus acciones eran, en realidad, propiedad de Don Vito Corleone. Aquel día, el Don se había llevado las manos a la cabeza, mientras decía:
– Confío plenamente en usted. Le confiaría mi vida y mi fortuna. Soy incapaz de imaginar siquiera que usted pudiera engañarme o traicionarme. Si lo hiciera, perdería toda mi fe en el género humano y mis más profundas convicciones se vendrían abajo. Naturalmente, lo tengo todo anotado, de modo que mis herederos sabrían, en caso de que algo ocurriera, que usted tiene algo que les pertenece. Pero sé que aunque yo no estuviera en este mundo para velar por los intereses de mis hijos, usted se comportaría como un caballero.
El presidente del banco no era siciliano, pero sí inteligente, y comprendió perfectamente al Don. Desde entonces, los ruegos de éste eran órdenes para él. Por eso aquel sábado por la mañana la amplia y aislada sala de juntas del banco, con sus confortables sillones de cuero, fue puesta a disposición de las Familias.
De la seguridad de los reunidos se encargó un grupo de hombres armados, vestidos con el uniforme de los guardias del banco. A las diez de la mañana empezó a llegar gente a la amplia sala. Además de las Cinco Familias de Nueva York, había representantes de otras diez Familias procedentes de diversos puntos del país, a excepción de Chicago, que era la oveja negra. Habían desistido de civilizarlos, por lo que no vieron la necesidad de invitarlos al importante cónclave.
En la sala se había dispuesto un pequeño bar y bufé. Cada representante podía llevar un ayudante o secretario. La mayoría se habían hecho acompañar de sus «consiglieri», por lo que entre los asistentes había pocos hombres jóvenes. Tom Hagen era uno de ellos, además del único no siciliano. Los demás lo miraban como a una especie de intruso.
Hagen sabía qué conducta asumir. No hablaba ni sonreía. Cuidaba de su jefe, Don Corleone, con la misma deferencia con que un noble cuidaría de su rey; le servía bebidas frías, le encendía los cigarros… y todo ello con respeto, pero sin sombra de servilismo.
Era el único de los presentes que conocía la identidad de los retratos al óleo que colgaban de las paredes. Casi todos eran de grandes financieros. Uno era Hamilton, el secretario del Tesoro, quien seguramente habría aprobado, pensó Hagen, que aquella reunión de paz se celebrara en una institución bancaria. No existía ninguna atmósfera mejor que la del dinero para entrar en razones.
Se había previsto que la gente empezara a llegar entre las nueve y media y las diez de la mañana. Don Corleone, que en cierto modo era el anfitrión, pues suya había sido la idea de aquel cónclave, fue el primero en presentarse; una de sus virtudes más características era la de la puntualidad. El siguiente fue Carlo Tramonti, que se había establecido en el Sur de Estados Unidos. Era un hombre de media edad, de estatura superior a la normal en un siciliano y muy elegante. Su rostro, bronceado por el sol, estaba impecablemente rasurado. No tenía aspecto de italiano, sino que recordaba a uno de esos millonarios que aparecen fotografiados en las revistas a bordo de sus lujosos yates. La familia Tramonti obtenía sus ingresos del juego, y nadie, a juzgar por el aspecto de su Don, sería capaz de imaginar con cuánta ferocidad éste había erigido su imperio.
Nacido en Sicilia, llegó a América a muy temprana edad. Creció y se hizo hombre en Florida, donde trabajó en el sindicato que, dominado por los políticos locales, controlaba el juego. Eran hombres muy duros, apoyados por policías también muy duros, y nunca se les ocurrió pensar que llegaría el día en que serían derrotados por el joven inmigrante siciliano. Su crueldad les sorprendió, y como consideraron que las ganancias obtenidas con el juego no eran lo bastante importantes, prefirieron no enfrentarse a él. Tramonti se ganó a los policías con el mejor y más sencillo de los sistemas: les pagó más de lo que les pagaban los políticos. Al dejarles sin protección policial, sus competidores se vieron obligados a cesar en sus negocios. Y luego, cuando fue amo y señor, comenzó a operar en Cuba, con la complicidad de altos funcionarios del régimen de Batista. Invirtió grandes sumas en los cabarets, casinos y prostíbulos de La Habana, y consiguió atraer a los norteamericanos ricos, tal como se había propuesto en un principio. Tramonti acabó convirtiéndose en multimillonario y propietario de uno de los hoteles más lujosos de Miami Beach.
Al entrar en la sala donde iba a celebrarse el cónclave, seguido de su _consigliere_, igualmente bronceado por el sol, Tramonti se acercó a Don Corleone y lo abrazó a la vez que hacía patente, con un gesto, su pena por la muerte de Sonny.
Estaban llegando los jefes de otras Familias. Todos se conocían; habían tenido relaciones comerciales o se habían encontrado en reuniones sociales. El segundo en presentarse fue Joseph Zaluchi, de Detroit, donde su Familia poseía -aunque su nombre no figuraba en ningún documento-un hipódromo, aparte de controlar buena parte del juego. Zaluchi era un hombre de cara redonda y aspecto bonachón, que vivía en una casa de cien mil dólares, situada en el barrio residencial de Grosse Point. Uno de sus hijos se había casado con una muchacha perteneciente a una conocida familia americana, y él era, al igual que Don Corleone, un hombre sofisticado. En Detroit la Mafia era menos violenta que en cualquiera de las ciudades controladas por las Familias. En los tres últimos años sólo habían tenido lugar dos «ejecuciones». Zaluchi desaprobaba el tráfico de drogas.