La Gran Depresión incrementó el poder de Vito Corleone. Fue por aquel entonces cuando empezaron a llamarlo Don Corleone. En la ciudad, los hombres honrados buscaban trabajo inútilmente, y eran muchos los que se veían obligados a tragarse su orgullo y recurrir a la caridad pública. En cambio, los hombres de Don Corleone se paseaban con la cabe/a alta y los bolsillos repletos de dinero, y sin temor a perder su empleo. El mismo Don Corleone, el más modesto de los hombres, no podía evitar sentirse orgulloso. Cuidaba de su mundo, de su gente, y nadie podía decir que hubiera decepcionado a quienes dependían de él, a quienes por él arriesgaban su libertad y su vida. Cuando alguno de sus empleados, por el motivo que fuese, era arrestado y enviado a prisión, su familia no tenía por qué preocuparse en lo que al dinero se refería. Puntualmente les era entregado el sueldo íntegro del cabeza de familia.
Naturalmente, esto no era fruto de un sentimiento de caridad cristiana. Ni sus mejores amigos se hubieran atrevido a decir que Don Corleone era un santo. Su generosidad tenía algo de interesada. Un empleado enviado a prisión sabía que si mantenía la boca cerrada a su familia no le faltaría de nada, así como que si no informaba a la policía al salir de la cárcel sería calurosamente recibido. Se celebraría una fiesta en su casa, a base de comida de primera calidad en la que no faltarían «ravioli» caseros, vino y pasteles, con la asistencia de todos sus amigos y familiares. Luego, en cualquier momento, aparecería el _consigliere_ Genco Abbandando, o quizás hasta el mismísimo Don, para presentar sus respetos al recién liberado, tomar un vaso de vino y dejar un regalo en metálico lo bastante importante para que el fiel y discreto empleado se tomara unas vacaciones de una o dos semanas junto con su familia, antes de reincorporarse al trabajo. A tal punto llegaban la simpatía y la comprensión de Don Corleone.
Fue por entonces que el Don se convenció de que él sabía dirigir su mundo mucho mejor que sus enemigos el suyo, creencia ésta alimentada por el hecho de que mucha gente pobre del vecindario acudía a él en busca de ayuda. Le solicitaban de todo: recuperar la paz conyugal, encontrar un empleo para el hijo, sacar a alguien de la cárcel, obtener un pequeño préstamo, interceder ante propietarios que pedían alquileres muy altos a inquilinos sin trabajo…
Don Vito Corleone ayudaba a todos. Y no sólo eso, sino que lo hacía de buen grado. En consecuencia, cuando estos italianos tenían que votar en las elecciones municipales, o cuando se trataba de elegir a los representantes del estado en el Congreso, se dejaban aconsejar por su amigo el Padrino. Así fue como Don Corleone se convirtió en una figura política a la que consultaban los jefes de los partidos y cuyo poder fue consolidándose y aumentando gracias a su penetrante visión del futuro. Pagaba los estudios a una serie de muchachos brillantes, pertenecientes a familias italianas sin recursos, que al cabo de unos años se convertirían en los abogados, fiscales y jueces de la ciudad. Don Corleone preparaba el futuro de su imperio con el mismo cuidado con que lo haría un gran político.
Cuando se derogó la Prohibición, el imperio del Don habría sufrido un duro golpe si no hubiese sido porque Vito Corleone había tomado sus precauciones. En 1933 envió emisarios al hombre que controlaba los garitos de Manhattan, la usura, las apuestas, la lotería ilegal de Harlem, etc. Se llamaba Salvatore Maranzano y era considerado un _pezzonovante_, uno de los reyes del hampa neoyorquina. Los emisarios de Corleone le propusieron ir a medias en el negocio, ya que con la organización y los contactos policíacos y políticos del Don sus operaciones podrían extenderse hasta Brooklyn y el Bronx. Pero Maranzano, que carecía de visión de futuro, rechazó desdeñosamente la propuesta, en parte porque era amigo de Al Capone, quien contaba con su propia organización y sus propios hombres, aparte de armamento de todo tipo. Así pues, no iba a aliarse con un advenedizo cuya reputación era mayor como conciliador que como mañoso. La negativa de Maranzano encendió la mecha de la gran guerra de 1933, que iba a cambiar por completo la estructura de los bajos fondos de Nueva York.
A primera vista, la lucha era muy desigual. Salvatore Maranzano poseía una poderosa organización y tenía amistad con Al Capone, de Chicago, cuya ayuda podía solicitar en cualquier momento. También estaba en muy buenas relaciones con la familia Tattaglia, que controlaba la prostitución y el incipiente tráfico de drogas. Además, contaba con buenos amigos entre algunos poderosos hombres de negocios, que utilizaban a sus matones para aterrorizar a los comerciantes judíos del ramo de la confección y a los sindicatos anarquistas italianos del de la construcción.
Contra esto, Don Corleone sólo podía oponer dos pequeños aunque soberbiamente organizados «regimi», mandados por Clemenza y Tessio, aparte de que sus contactos policíacos y políticos podían ser contrarrestados por los que tenían los hombres de negocios que apoyaban a Maranzano. Pero poseía una gran ventaja: el enemigo lo ignoraba todo respecto de su organización. El mundo del hampa no conocía la verdadera fuerza de sus soldados. Es más, consideraba una tontería que Tessio, en Brooklyn, operara con plena independencia.
Así pues, a pesar de ello la lucha se mantuvo desigual hasta que Vito Corleone cambió el rumbo de las cosas con un golpe maestro.
Maranzano le pidió a Al Capone sus dos mejores pistoleros para que se encargaran de liquidar al advenedizo. La familia Corleone, que tenía amistades en Chicago, obtuvo información de que los dos pistoleros llegarían en tren, y Vito le pidió a Luca Brasi que fuera a «recibirlos». Brasi, junto con cuatro de sus hombres, recibieron a los dos visitantes en la estación. Uno de los hombres conducía un taxi, y otro iba disfrazado de mozo de cuerda. Este último tomó las maletas de los enviados de Al Capone y las llevó hasta el taxi. Cuando los pistoleros de Chicago entraron en el vehículo, Brasi y otro de sus hombres se precipitaron detrás de ellos, pistola en mano, y los obligaron a tenderse en el suelo. El taxi se dirigió a un almacén cercano a los muelles. Brasi lo había previsto todo.
Los dos hombres de Capone fueron atados de pies y manos. Luego les metieron sendas toallas pequeñas en la boca, para que no pudieran gritar, y seguidamente Brasi les ordenó que se pusieran de cara a la pared. Entonces cogió una barra de hierro y empezó a golpear con fuerza los pies de uno de ellos, hasta rompérselos. A continuación hizo lo mismo con las piernas y las rodillas. Finalmente, lo golpeó en el pecho y el vientre. Brasi era muy fuerte, pero tuvo que descargar muchos golpes para conseguir su propósito. Naturalmente, a los primeros golpes la víctima había caído al suelo en medio de un gran charco de sangre y trozos de carne.
Cuando Brasi se volvió hacia el segundo hombre, vio que no tendría necesidad de machacarlo a golpes. El hombre, por imposible que parezca, se había tragado la pequeña toalla. Cuando la policía realizó la autopsia para determinar las causas de la muerte, encontraron la toalla en su estómago.
Pocos días después, en Chicago, Capone recibió de Vito Corleone el siguiente mensaje: «Ahora ya sabe usted cómo trato a mis enemigos. ¿Por qué un napolitano tiene que interferir en una pelea entre dos sicilianos? Si desea tenerme por amigo, sepa que le debo un favor y que estoy dispuesto a pagárselo en cuanto me lo pida. No dudo que un hombre como usted sabe muy bien lo beneficioso que es tener un amigo que, en lugar de pedir ayuda, se ocupa de sus propios asuntos y siempre está dispuesto a ayudar. Si no quiere aceptar mi amistad, dejemos las cosas como están. Pero permita que le diga una cosa: el clima de Nueva York es húmedo y muy malo para los napolitanos. Por ello le aconsejo que no venga aquí ni de visita».