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La arrogancia de esta carta había sido calculada. El Don consideraba que Capone era un estúpido, un simple asesino. Sus espías le habían informado de que había perdido toda su influencia política a causa de su arrogancia y del infantil exhibicionismo de su riqueza. El Don sabía, y estaba en lo cierto, que sin influencia política, sin el camuflaje de la sociedad, el mundo de Capone, como muchos otros, podía ser fácilmente destruido. Sabía que Capone se encaminaba a su destrucción, y también sabía que la influencia de éste no se extendía más allá de los límites de la ciudad de Chicago, si bien allí era verdaderamente enorme.

La táctica tuvo éxito. No tanto por su ferocidad como por la rapidez con que había reaccionado el Don.

De un hombre tan inteligente sólo cabía esperar que sus siguientes movimientos fuesen peligrosos. Por lo tanto, era mucho mejor aceptar su amistad. Capone respondió que no intervendría en la lucha entre Vito Corleone y Salvatore Maranzano.

Las fuerzas estaban ahora niveladas. Y luego de humillar a Capone Vito Corleone se había ganado un enorme «respeto» en el mundo del hampa de todo el país. Durante seis meses superó a Maranzano. Se apoderó del control del juego, hasta entonces bajo la protección de su enemigo, y obligó al organizador de lotería más importante de Harlem a entregarle toda la recaudación de un día… Combatía a sus enemigos en todos los frentes. En la industria de la confección, Clemenza y sus hombres se pusieron del lado de los trabajadores, en contra de Maranzano. Gracias a su superior inteligencia y organización siempre resultaba vencedor. La ferocidad de Clemenza, que Corleone utilizaba convenientemente, fue también un factor importante. Más tarde, Don Corleone envió a Tessio y sus hombres a la caza del propio Maranzano.

Maranzano había enviado mensajeros para comunicar al Don que deseaba la paz. Vito Corleone se negó a recibirlos, pretextando las más diversas excusas, y los soldados de Maranzano comenzaron a abandonar a su jefe, pues no deseaban morir por una causa perdida. Los apostadores y usureros pagaban ahora tributo a la organización de Corleone. Pero la guerra no había terminado.

En la Nochevieja de 1933, Tessio consiguió penetrar en las defensas de Maranzano. Los lugartenientes de éste, ansiosos como estaban de abandonar la lucha, se mostraron dispuestos a entregar su jefe al enemigo. Le dijeron que se había concertado una entrevista con Corleone en un restaurante de Brooklyn, y lo acompañaron en calidad de guardaespaldas. Le dejaron sentado a una mesa, malhumorado, mordisqueando un trozo de pan, y luego salieron del restaurante, mientras entraban Tessio y cuatro de sus hombres. La ejecución fue rápida y segura. Maranzano, con la boca llena de pan a medio masticar, fue acribillado a balazos. La guerra había terminado.

El imperio de Maranzano fue incorporado al de Corleone. El Don estableció un nuevo sistema de pago de tributos, pero dejó que todos los jugadores, loteros, apostadores y usureros siguieran con su negocio. Además, puso el pie en el sindicato de trabajadores del ramo de la confección, cosa extremadamente importante según se demostró años después. Sin embargo, justo cuando los negocios iban viento en popa, el Don comenzó a tener problemas familiares.

Santino Corleone, Sonny, tenía dieciséis años y media más de un metro ochenta de estatura. Sus hombros eran anchos y su cara sensual, aunque en modo alguno afeminada. Al contrario que su hermano Fredo, un muchacho tranquilo, Santino siempre se metía en líos. Se peleaba continuamente y era un pésimo estudiante. Un día, Clemenza, en su calidad de padrino de Santino, se decidió a informar a Don Corleone. Santino acababa de tomar parte en un robo a mano armada, y a Clemenza el hecho le parecía una estupidez, pues la cosa pudo haber terminado muy mal. Sonny había sido el jefe, naturalmente; los otros se habían limitado a seguirlo.

Fue una de las pocas veces en que Don Corleone perdió el control de sí mismo. Tom Hagen llevaba tres años viviendo en su casa, y Don Corleone preguntó a su _caporegime_ si el muchacho huérfano había tomado parte en el robo. Clemenza respondió que no, y Don Corleone envió un coche a buscar a Santino, con órdenes de que lo llevaran a sus oficinas de la Genco Pura Olive Oil Company.

Por vez primera, el Don fue derrotado. A solas con su hijo, dio rienda suelta a su ira, reprendiendo muy duramente a Sonny en dialecto siciliano, el mejor de los lenguajes cuando se trataba de expresar ira y enfado. Terminó su diatriba preguntando:

– ¿Con qué derecho cometiste ese robo? ¿Qué es lo que te llevó a hacer semejante locura?

Sonny, de pie delante de su padre, se negó a responder. El Don, en tono de desdén, prosiguió:

– Eres un estúpido. ¿Qué has ganado? ¿Cincuenta dólares? ¿O fueron sólo veinte? ¿Y para eso arriesgaste tu vida?

Como si no hubiera oído las últimas palabras, Sonny dijo, en tono de desafío:

– Vi cómo matabas a Fanucci.

El Don se sentó en su silla, decidido a esperar a que su hijo siguiera hablando:

– Cuando Fanucci salió de la casa, mamá me dijo que ya podía subir. Vi cómo te dirigías al terrado y te seguí. Fui testigo de todo lo que hiciste. También vi cómo te deshacías de la cartera y de la pistola.

– Bien -dijo el Don-. Así pues, no tengo derecho a decirte lo que debes hacer. ¿No quieres seguir estudiando? ¿No quieres ser abogado? Los abogados pueden robar más dinero con una cartera, que un millar de hombres enmascarados y con pistolas.

Sonny sonrió y dijo:

– Quiero entrar en los negocios familiares.

Cuando vio que su padre permanecía impasible, que no se echaba a reír, añadió, con ligereza:

– Puedo aprender a vender aceite de oliva.

El Don siguió sin responder. Finalmente, al ver que su hijo ya no tenía nada más que decir, sentenció:

– Cada hombre tiene su destino.

No añadió que el hecho de que hubiese sido testigo de la muerte de Fanucci había decidido el destino de su hijo. Se limitó a concluir con voz tranquila:

– Ven mañana por la mañana, a las nueve. Genco te dirá lo que debes hacer.

Pero Genco Abbandando, con la perspicacia obligada en todo _consigliere_, se dio cuenta de los verdaderos deseos del Don, y destinó a Sonny como guardaespaldas de su padre. Desde aquel puesto, el muchacho podría aprender las complejidades inherentes al título de Don. Por otra parte, el empleo de Sonny puso al descubierto el instinto profesoral de aquél, que se aplicó en aconsejar a su hijo mayor para que se convirtiera en un hombre de provecho.

Además de su a menudo repetida teoría de que cada hombre tiene trazado de antemano su destino, el Don reprendía de forma constante a Sonny por sus juveniles arrebatos de ira. Consideraba que las amenazas eran peligrosísimas y que la ira, si no había sido previamente meditada, era todavía más perjudicial que aquéllas. Nadie había visto al Don proferir amenazas abiertas contra persona alguna, nadie le había visto jamás irritado. Y, claro, trataba de que Sonny fuera como él. No se cansaba de repetirle que lo mejor era que el enemigo sobrestimara los fallos de uno y, mucho más, que los amigos subestimaran las virtudes.

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