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Los tenderos que tenían problemas con los ladronzuelos le pidieron que intercediera. Vito lo hizo y fue debidamente recompensado. Sus ingresos semanales no tardaron en llegar a los cien dólares, cantidad enorme si se tiene en cuenta la época y el lugar, y de ellos una parte era para Clemenza y Tessio, por el solo hecho de ser sus amigos y aliados que nunca le pedían nada. Finalmente decidió dedicarse al negocio de la importación de aceite de oliva italiano, en asociación con su amigo de la infancia Genco Abbandando. Genco, que tenía experiencia en el asunto, cuidaría del negocio, efectuaría las compras y se encargaría de almacenar el aceite en el local de su padre. Clemenza y Tessio serían los vendedores, irían a todas las tiendas italianas de Manhattan, Brooklyn y el Bronx para convencer a los comerciantes de que compraran aceite de oliva marca Genco Pura. (Con su típica modestia, Vito Corleone se había negado a que el aceite llevara su nombre.) Vito, naturalmente, sería el jefe de la empresa -era quien había puesto la mayor parte del capital-y también intervendría en los asuntos especiales, por ejemplo cuando los comerciantes se resistieran a dejarse convencer por Clemenza y Tessio. En tales casos, Vito Corleone debería emplear sus formidables dotes persuasivas.

Desde entonces, y durante unos cuantos años, Vito Corleone vivió como cualquier pequeño hombre de negocios. Sólo se ocupaba de hacer prosperar su empresa, en aquel país de economía dinámica y en expansión. Era un buen padre y esposo, pero le quedaba poco tiempo para su familia. El aceite Genco Pura se convirtió en el más vendido de los que se importaban de Italia, y el negocio creció rápidamente. Como cualquier buen comerciante, Vito no tardó en comprender las ventajas de vender a precio más bajo que la competencia, con lo que logró que los detallistas compraran más el aceite Genco Pura que cualquier otro. Y al igual que cualquier buen comerciante, empezó a soñar con formar un monopolio y obligar a sus rivales a retirarse del negocio o forzarlos a unirse a él. Sin embargo, dado que había empezado con muy poco capital, que no creía en la publicidad y que, a decir verdad, su aceite no era mejor que el de sus competidores, no podía emplear los recursos corrientes en el mundo de los negocios. Tenía que apoyarse en la fuerza de su propia personalidad y en su reputación de «hombre de respeto».

Ya desde muy joven Vito Corleone era tenido por «hombre razonable». De su boca nunca salía una amenaza. Siempre empleaba la lógica, una lógica, por otra parte, irresistible. Siempre se aseguraba de que el otro obtuviera su parte de beneficio. Con él, nadie perdía. ¿Cómo lo conseguía? De forma muy sencilla. Como todos los hombres de negocios verdaderamente listos, sabía que la libre competencia era perniciosa, mientras que el monopolio, en cambio, era beneficioso. Así pues, procuraba conseguir el monopolio. Había algunos mayoristas en Brooklyn, hombres de genio y testarudos que no se avenían a razones, que se negaban a ver, a reconocer el punto de vista de Vito Corleone, aun después de que éste les explicara, detalladamente y con enorme paciencia, sus razones. Con estos hombres, Vito Corleone siempre terminaba haciendo un gesto de desesperación. Luego, Clemenza y Tessio se encargaban de resolver el problema: pegaban fuego a los almacenes o volcaban los camiones cargados de latas de aceite. Un milanés loco y arrogante, con más fe en la policía que un santo en Jesucristo, fue a las autoridades para presentar una queja contra sus compatriotas, infringiendo la milenaria ley de la amena. Pues bien, antes de que las cosas pasaran a mayores, el mayorista milanés desapareció, sin que nunca volviera a verle nadie, dejando esposa y tres hijos, gracias a Dios ya mayores. Ellos pudieron continuar el negocio de su padre, previo acuerdo con la Genco Pura Oil Company.

Pero los grandes hombres no nacen, sino que se hacen, y eso fue lo que sucedió en el caso de Vito Corleone. Cuando llegó la Prohibición, Vito Corleone dio el paso decisivo que habría de permitirle dejar de ser un comerciante, poco escrupuloso pero un simple comerciante al fin y al cabo, para convertirse en un gran Don de los negocios ilegales. Esto no ocurrió en un día, ni en un año, pero al terminar la Prohibición, al comienzo de la Gran Depresión, Vito Corleone ya era el Padrino, el Don, Don Corleone.

Todo comenzó de forma casi casual. La Genco Pura Oil Company tenía una flota de seis camiones de reparto. A través de Clemenza, Vito Corleone entró en contacto con un grupo de contrabandistas italianos que pasaban alcohol y whisky desde el Canadá y necesitaban camiones y repartidores para la ciudad de Nueva York. También necesitaban hombres de confianza, discretos y valerosos, y estaban dispuestos a pagar bien. Tan enorme era la suma, que Vito Corleone redujo drásticamente el volumen de sus negocios de aceite de oliva para dedicar los camiones al servicio casi exclusivo de los contrabandistas, y ello a pesar de que éstos habían hecho su oferta con veladas amenazas. Pero ya entonces Vito Corleone era un hombre a quien no ofendían las amenazas; sólo le interesaba el beneficio que pudiera obtener. Desde el principio tuvo una pobre opinión de sus nuevos socios, precisamente porque consideraba estúpido mostrarse intimidatorio cuando no existía la menor necesidad de hacerlo. A pesar de no irritarle, no olvidaba las amenazas. Ya llegaría el momento de pasar cuentas.

Siguió prosperando, y, lo que era más importante aún, adquirió sabiduría, relaciones, experiencia y muchas amistades. Posteriormente se demostró que Vito Corleone no era sólo un hombre de talento, sino que, a su modo, era también un genio.

Se convirtió en protector de las familias italianas que habían instalado tabernas clandestinas en sus hogares, donde vendían whisky a los trabajadores solteros, a quince centavos el vaso. Fue padrino de confirmación del hijo menor de la signara Colombo, y le regaló una moneda de oro de veinte dólares. Y además, cimentó su exagerado concepto de la amistad: cuando, dado que era inevitable que alguno de los camiones fuera detenido por la policía, Genco Abbandando contrató los servicios de un abogado muy bien relacionado en el Departamento de Policía y los juzgados, Vito Corleone hizo confeccionar una lista, que crecía sin cesar, de funcionarios estatales que mensualmente recibían una gratificación de parte de la organización. Un día que el abogado trató de reducir la lista, alegando que las sumas a pagar eran enormes, Vito le dijo:

– No, no. Cuanto más larga sea la lista, mejor; aunque tengamos que pagar a hombres que de momento no nos sirven de nada. Creo en la amistad, y quiero, primero, hacer gala de ella.

Con el tiempo, el imperio de Corleone fue creciendo, la lista se hizo más larga y el número de hombres que trabajaban directamente para Tessio y Clemenza aumentó de forma considerable. Cada vez era más difícil controlarlo todo. Por ello, Vito Corleone decidió reestructurar su imperio. Dio a Clemenza y a Tessio el título de _caporegime_ o capitán, a sus subordinados el de soldados, y a Genco Abbandando lo nombró consejero, o _consigliere_. Creó una profunda y ancha sima entre él y cualquier acto operacional. Cuando daba una orden, nunca lo hacía a otros que no fueran Genco o uno de los _caporegimi_, y raramente permitía que la escuchara otra persona que aquella a la que iba dirigida. Al grupo de Tessio lo hizo responsable de Brooklyn, y al de Clemenza, del Bronx. Por otra parte, separó a ambos hombres y, sin decirlo claramente, les dio a entender que no debían tener relación alguna, ni siquiera social, salvo en caso de absoluta necesidad. Esto se lo explicó a Tessio, que era más inteligente, aunque le dijo que se trataba de una medida de seguridad por si surgían problemas con la ley. Pero Tessio comprendió que Vito no quería que sus dos _caporegimi_ tuvieran oportunidad de conspirar contra él, así como que no había nada personal en ello y que se trataba de una simple precaución táctica. En compensación, Vito dio a Tessio una autonomía completa en su demarcación, mientras que sobre Clemenza ejerció un control más estricto. Clemenza era más valiente, más atolondrado y más cruel, a pesar de su jovialidad exterior, por lo que era preciso vigilarlo más de cerca.

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