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Amablemente, Vito Corleone preguntó a la mujer:

– ¿Y por qué viene a mí en busca de ayuda?

La señora Colombo señaló a su esposa.

– Porque ella me dijo que lo hiciera.

Vito Corleone estaba muy sorprendido. Su esposa nunca había hecho la menor mención de las ropas que había lavado la noche en que había matado a Fanucci. Nunca le había preguntado de dónde salía el dinero, teniendo en cuenta que no trabajaba. Incluso ahora, su cara era impasible.

– Puedo darle algún dinero para ayudarle a encontrar otro piso -dijo Vito a la señora Colombo-. ¿Es eso lo que quiere?

Llorando, la mujer argumentó:

– Todas mis amigas están aquí. Nuestra amistad viene de Italia. ¿Cómo voy a mudarme a un vecindario extraño? Quiero que hable con el propietario de la casa, quiero que lo convenza de que no me eche a la calle.

– Siendo así, no se preocupe. No tendrá que dejar el piso. Hablaré con él mañana por la mañana.

Su esposa le dirigió una sonrisa cuyo significado él no entendió, pero que le complació. La señora Colombo no parecía estar muy convencida.

– ¿Está usted seguro de que el propietario se mostrará de acuerdo? -preguntó.

– ¿El signar Roberto? -dijo Vito, con voz de sorpresa-. Naturalmente que se mostrará de acuerdo. Es un buen hombre. Cuando yo le explique el caso se apiadará de sus desgracias. Ahora, deje ya de preocuparse. No esté tan triste. Cuide su salud, pues sus hijos la necesitan.

El propietario, el señor Roberto, iba cada día al vecindario, donde poseía cinco pisos. Era un «padrone», es decir, un hombre que facilitaba a las grandes compañías trabajadores italianos recién llegados al país. Con las ganancias de esta especie de trata había ido comprando los pisos, uno a uno. Procedía del norte de Italia y era un hombre educado que despreciaba a los analfabetos de Sicilia y Nápoles que se convertían en sus inquilinos. Le repugnaba que echaran la basura a los respiraderos y dejaran a las ratas destrozar las paredes sin hacer nada para evitarlo. No era mala persona, era buen esposo y padre, pero se preocupaba constantemente de sus inversiones, del dinero que ganaba, de los inevitables gastos que debía efectuar en sus propiedades. Todo ello había afectado sus nervios, por lo que continuamente estaba irritado. Cuando Vito Corleone le paró en la calle para decirle que deseaba hablar con él, el señor Roberto se mostró brusco. No demasiado, desde luego, pues sabía que aquella gente del Sur era capaz de acuchillarlo a uno si se sentía ofendida, pero tampoco demasiado poco, pues aquel joven parecía ser muy tranquilo y sosegado.

– Signar Roberto -dijo Vito Corleone-, la amiga de mi esposa, una pobre viuda, me ha explicado que usted le ha ordenado que abandone el piso que alquila, del cual es usted propietario. Está desesperada. No tiene dinero, y todos sus amigos viven aquí, en este vecindario. Le dije que yo hablaría con usted, le aseguré que es usted un hombre razonable, y que seguramente hubo un mal entendido. Ya se ha deshecho del perro que fue la causa del problema. ¿Por qué no le permite quedarse? De un italiano a otro, signar Roberto, le ruego que no eche a la calle a la pobre viuda.

El signar Roberto miró de arriba abajo al joven que tenía delante, y vio a un hombre de estatura mediana, pero corpulento, con aspecto de aldeano, pero no de bandido. Lo que le hacía gracia era que se atreviera a llamarse italiano.

– Ya he alquilado el piso a otra familia -dijo el señor Roberto-, y por una suma más elevada. Comprenderá que ahora ya no puedo volverme atrás.

Vito Corleone hizo un gesto de amable comprensión.

– ¿Cuánto saca de más? -preguntó.

– Cinco dólares a la semana -contestó el propietario.

Era mentira. Por aquel piso, compuesto de cuatro oscuras habitaciones, la signara Colombo pagaba doce dólares mensuales, y era seguro que el nuevo inquilino no pagaría más de aquella cantidad.

Vito Corleone sacó de su bolsillo un fajo de billetes y, entregando tres de diez dólares al propietario, dijo:

– Aquí tiene el aumento de seis meses. No es necesario que le diga nada a ella. Se trata de una mujer orgullosa. Dentro de seis meses volveremos a vernos. Y, naturalmente, le permitirá usted que se quede con el perro.

– ¿Y quién diablos es usted para darme órdenes? -preguntó, indignado, el signar Roberto-. Cuide sus modales, o le pegaré una patada en el trasero. Vito Corleone fingió mostrarse sorprendido.

– Le estoy pidiendo un favor, sólo eso -dijo-. Uno nunca sabe a quién va a necesitar en la vida ¿no es cierto? Vamos, acepte este dinero; se lo ofrezco en prueba de mi buena voluntad. Luego, decida usted libremente.

Puso el dinero en la mano del señor Roberto y añadió:

– Hágame este pequeño favor. Acepte d dinero y piense en la pobre viuda. Mañana por la mañana, si se empeña usted en devolverme el dinero, hágalo. Si quiere que la mujer abandone su piso ¿cómo podré impedirlo? El piso es suyo, después de todo. Si no quiere que se quede con el perro, lo comprendo perfectamente; a mí los animales nunca me han gustado.

Dio un golpecito en el hombro del señor Roberto, y luego, en tono persuasivo, concluyó:

– Me va a hacer este pequeño favor ¿verdad? No lo olvidaré. Hable con mis amigos del vecindario. Todos le dirán que soy hombre que gusta de manifestar su agradecimiento.

Naturalmente, el señor Roberto había comenzado a comprender. Al despedirse de Vito Corleone hizo sus averiguaciones, y no esperó a la mañana siguiente: aquella misma noche llamó a la puerta de los Corleone, se excusó por lo intempestivo de la hora y aceptó un vaso de vino que le ofreció la signara de la casa. Le aseguró a Vito que todo había sido un mal entendido, que la signara Colombo podría permanecer en el piso y que, desde luego, podría tener el perro. ¿Qué se habían creído aquellos miserables inquilinos? ¿Acaso tenían derecho a protestar por el escaso ruido que hacía el pobre animal, pagando un alquiler tan bajo? Finalmente, puso encima de la mesa los treinta dólares que horas antes le había entregado Vito Corleone y agregó:

– Su buen corazón al ayudar a esa pobre viuda me ha conmovido. Quiero demostrarle que también yo sé lo que es la caridad cristiana. El alquiler seguirá siendo el mismo que hasta ahora.

Ambos hombres interpretaban su papel a la perfección. Vito sirvió más vino, pidió a su esposa unos pastelitos, estrechó amistosamente la mano del señor Roberto y alabó su benevolencia. El señor Roberto, por su parte, afirmó que el haber conocido a un hombre como él había restaurado su fe en la humanidad. Finalmente, se despidieron. El señor Roberto, asustado, tomó el tranvía y se fue a su casa, en el Bronx. Se acostó enseguida. Estuvo tres días sin dejarse ver por sus propiedades.

En el vecindario, Vito Corleone se había convertido en un «hombre de respeto». Se decía que era un reputado miembro de la Mafia siciliana. Un día, un hombre que organizaba partidas de cartas se acercó a él y se ofreció a pagarle veinte dólares semanales por su «amistad». Lo único que tenía que hacer a cambio era dejarse ver una o dos veces a la semana para que los jugadores supieran que estaban bajo su protección.

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