Fanucci cayó de rodillas. De su boca escapó un fuerte rugido de dolor, que a Vito le pareció casi cómico y al que siguieron otros dos ya no tan fuertes. A continuación, Vito apoyó la boca del cañón de la pistola contra la frente de Fanucci y disparó por tercera vez. Cinco segundos después, Fanucci había muerto.
Serenamente, Vito sacó la cartera que el muerto tenía en uno de los bolsillos de su chaqueta y se la guardó. Luego, salió del edificio, cruzó la calle, se metió en el almacén vacío, lo atravesó y subió por la escalera de incendios en dirección al terrado. Desde allí echó un vistazo a la calle, y vio que el cuerpo de Fanucci yacía ante la puerta del edificio. No se veía a nadie más. Se habían abierto dos ventanas, y Vito vio la silueta de unas cabezas que se asomaban; pero así como él no podía ver sus facciones, tampoco los demás podrían ver las suyas. Y seguro que aquella gente no avisaría a la policía. Fanucci estaría allí hasta la mañana siguiente, salvo que pasara algún agente de la ley. Ninguno de los habitantes de la casa se expondría voluntariamente a ser interrogado por las autoridades. Cerrarían sus puertas y pretenderían no haber visto ni oído nada.
Podía tomarse el tiempo que necesitara. Llegó a su casa pasando por los terrados. Abrió la puerta, entró y cerró con llave. Estudió el contenido de la cartera del muerto. Aparte los setecientos dólares que él le había entregado, sólo había un billete de cinco dólares y un poco de calderilla. En un compartimento descubrió, además, una antigua moneda de oro de cinco dólares. Un amuleto, con toda probabilidad.
No, Fanucci no había sido un hombre rico. De haberlo sido, no habría llevado aquella moneda de oro en la cartera. Eso sólo lo hacían los pobres diablos.
Sabía que tenía que deshacerse de la cartera y de la pistola (como sabía, ya entonces, que la moneda de oro debía dejarla en la cartera). Volvió a subir al terrado y anduvo un poco. Tiró la cartera por un respiradero, y luego, después de sacar las balas, golpeó el cañón de la pistola contra el borde del tejado. El cañón no se rompía. Tomó el arma por el cañón y golpeó la culata contra una chimenea. La culata se rompió en dos mitades. Dio un nuevo golpe y el arma quedó definitivamente partida, con el cañón por un lado y el resto de la culata por el otro. Echó las mitades en sendos respiraderos y comprobó que al golpear contra el suelo del fondo no producían ruido alguno, lo que significaba que había caído sobre una gran cantidad de basura. Por la mañana, los vecinos echarían más basura, debido a lo cual los trozos del arma quedarían sepultados para siempre, con un poco de suerte. Vito regresó a su apartamento.
Estaba un poco tembloroso, pero no había perdido los nervios. Se quitó la ropa y, temeroso de que estuviera manchada de sangre, la metió en un cubo metálico y la lavó con lejía y jabón, restregándola contra las paredes del cubo; luego lavó éste, también con jabón y lejía. Vio un montón de ropa recién lavada en un rincón del dormitorio, y mezcló sus prendas con las demás. Seguidamente, se puso una camisa y unos pantalones limpios y salió a la calle, a reunirse con su esposa y los vecinos.
Al día siguiente se demostró que aquellas precauciones habían sido innecesarias. La policía, después de descubrir el cadáver de Fanucci, no hizo ni una sola pregunta a Vito Corleone. Éste se sorprendió de que no se hubiera enterado de que Fanucci había estado en su casa la noche en que había sido asesinado: ¡con lo bien que había preparado su coartada, basada en el hecho de que Fanucci había salido de su casa por su propio pie! Más tarde se enteró de que en realidad la policía se había alegrado de la muerte de aquél, así como que no tenían demasiado interés en perseguir a sus asesinos. Sin duda daban por supuesto que se trataba de un ajuste de cuentas entre bandas de gángsters, y se limitaron a interrogar a algunos conocidos elementos de los bajos fondos. Pero Vito no estaba fichado, de modo que nadie lo molestó en ningún momento. Había logrado engañar a la policía.
Con sus socios, en cambio, fue otra cosa. Peter Clemenza y Tessio lo evitaron durante un par de semanas. No daban señales de vida. Finalmente, una noche fueron a verlo a su casa. Por la forma en que lo saludaron, era evidente que sentían hacia él un gran respeto. Vito Corleone correspondió a su saludo con fría cortesía y les sirvió un vaso de vino.
Clemenza fue el primero en hablar.
– Ahora nadie cobra el tributo a los comerciantes de la Novena Avenida -dijo-. Nadie se ocupa de recaudar el tributo que pagaban los jugadores.
Vito Corleone miró fijamente a los dos hombres, pero permaneció en silencio.
– Podríamos ocuparnos de los clientes de Fanucci -propuso Tessio-. Pagarían sin rechistar.
– ¿Por qué venís a mí? -preguntó finalmente Vito Corleone-. Esas cosas no me interesan.
Clemenza soltó una de sus peculiares carcajadas. Ya en su juventud, antes de convertirse en un hombre gordo, tenía la risa clásica de los obesos. Dirigiéndose a Vito Corleone, dijo:
– ¿Qué hay de la pistola que te presté para lo del camión? Ya no la necesitas, de modo que devuélvemela.
Con movimientos deliberadamente lentos, Vito Corleone sacó un fajo de billetes de uno de sus bolsillos y separó cinco de diez dólares.
– Toma, cóbrate la pistola. Me deshice de ella después del asunto del camión -repuso, sonriendo.
Por aquel entonces, Vito Corleone desconocía el efecto de su sonrisa. Era ingenua a fuerza de no querer ser amenazadora. Sonreía como si se tratara de una broma que sólo él era capaz de apreciar; pero como sólo lo hacía de aquella manera si se trataba de asuntos de vida o muerte, cuando nadie estaba para bromas, aquella sonrisa acabó por convertirse en algo siniestro para los demás.
Clemenza sacudió la cabeza y dijo:
– No quiero el dinero.
Vito se metió los cincuenta dólares en el bolsillo y esperó. Los tres hombres estaban en el secreto, sabían que había sido él quien había matado a Fanucci. Y aunque nunca hablaron de ello con nadie, semanas más tarde lo sabía también todo el vecindario. La gente empezó a tratar a Vito Corleone como «hombre de respeto», pero él no movió un dedo para hacerse cargo de los «negocios» de Fanucci.
Lo que siguió fue inevitable. Una noche, la esposa de Vito se presentó en el piso con una vecina viuda, la signara Colombo. Era italiana y de conducta irreprochable. Trabajaba mucho para salir adelante. Su hijo, de dieciséis años, le entregaba cada semana el sobre de la paga sin abrir, al estilo del viejo país; su hija, que contaba diecisiete y era modista, hacía lo mismo. Y por la noche, toda la familia trabajaba cosiendo botones en prendas confeccionadas, lo cual, aun estando mal pagado, suponía una ayuda.
Tras las presentaciones, la esposa de Vito Corleone dijo:
– La signara quisiera pedirte un favor. Tiene un problema.
Vito esperaba que le pidiera dinero, y estaba dispuesto a dárselo. Pero no, no se trataba de dinero. La señora Colombo tenía un perro, al que su hijo menor adoraba y por cuya causa el dueño de la casa había recibido quejas de los inquilinos, ya que el chucho ladraba mucho por las noches. La cuestión era que la señora Colombo se había visto obligada a deshacerse del animal, y que cuando lo había intentado éste había regresado a la casa. A raíz de ello, el propietario le ordenó que desalojara el piso, ante lo cual la pobre mujer prometió que esta vez sí se desharía definitivamente del perro. Pero no lo hizo, y el propietario estaba tan enfadado que no quería transigir. La mujer y sus hijos tendrían que abandonar el apartamento, y si no lo hacían la policía le echaría los muebles a la calle. ¡Con lo que había llorado su hijito la vez que entregaron el perro a unos parientes que vivían en Long Island! ¡Y todo para nada! Perderían el piso.