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Aquel día, después de cenar, Vito Corleone dijo a su esposa que llevara a los dos niños, Sonny y Fredo, a la calle, y le ordenó que por nada del mundo los dejara subir al piso hasta que él lo dijera. Ella debería permanecer en la escalera, junto a la puerta del apartamento, vigilando. Tenía que resolver un asunto con Fanucci, y no quería que nadie los interrumpiera.

Al ver la expresión de miedo de su mujer, dijo para tranquilizarla:

– ¿Crees que te has casado con un loco? Ella no respondió. No respondió porque tenía miedo, pero no miedo de Fanucci, sino de su propio marido. Le veía cambiar de día en día, de hora en hora. Cada vez más, Vito irradiaba una especie de fuerza peligrosa. Siempre había sido un hombre tranquilo, parco pero amable, y, algo extraordinario en un siciliano, razonable. La mujer asistía a un cambio radical de su marido. Se daba cuenta de que Vito se estaba quitando su disfraz de hombre inofensivo. Tenía veinticinco años y se disponía a comenzar una nueva vida, su verdadera vida.

Vito Corleone había decidido matar a Fanucci. Al hacerlo ganaba setecientos dólares: los trescientos que hubiera tenido que pagar al terrorista de la Mano Negra, más los doscientos de Clemenza y los doscientos de Tessio. Si no lo hacía tendría que pagar quinientos dólares de su bolsillo. Además, para él Fanucci no valía, vivo, setecientos dólares; por lo tanto no estaba dispuesto a pagar setecientos dólares para que siguiera con vida. Si Fanucci hubiese necesitado setecientos dólares para una operación quirúrgica, no se los habría dado por la sencilla razón de que no le debía favor alguno, de que no había ningún lazo de sangre que los uniese. No, no estimaba a Fanucci. ¿Por qué, entonces, tenía que darle setecientos dólares?

Más aún. Si Fanucci quería quitarle setecientos dólares por la fuerza ¿qué razón se oponía a que Vito Corleone lo matara? El mundo seguiría marchando sin Fanucci.

Naturalmente, existían algunas razones de orden práctico que podían hacerle desistir. Era posible que Fanucci tuviera amigos poderosos, quienes, con toda seguridad, intentarían vengarse. Y el mismo Fanucci era un hombre peligroso, y no resultaría fácil mandarlo al otro mundo. Además, había que contar con la policía y con la silla eléctrica. Pero Vito Corleone había vivido con una sentencia de muerte pendiendo sobre su cabeza desde el asesinato de su padre. A los doce años había cruzado el océano huyendo de sus verdugos para ir a vivir a un país extraño y había cambiado de nombre. Y los años lo habían convencido de que poseía más inteligencia y valor que la mayoría de los hombres, aunque no había tenido oportunidad de emplearlos.

Con todo, Vito Corleone dudaba de dar ese primer paso hacia su destino. Incluso hizo un paquete con los setecientos dólares y se lo metió en un bolsillo del pantalón, concretamente el izquierdo. En el derecho llevaba la pistola que le había dado Clemenza en ocasión del asalto al camión cargado de vestidos de seda.

Fanucci llegó a las nueve en punto de la noche. Vito Corleone puso encima de la mesa una jarra de vino hecho por Clemenza. El visitante dejó el sombrero encima de la mesa, junto a la jarra de vino, y se aflojó el nudo de la floreada corbata. La noche era cálida; la luz, débil. En el piso no se oía ni una voz, ni un ruido, pero Vito Corleone se mostraba frío como el hielo. Para hacer patente su buena fe, entregó el paquete con el dinero y vio cómo Fanucci, después de contarlo, lo guardaba dentro de una cartera de cuero. A continuación, Fanucci bebió un trago de vino y dijo, con el rostro totalmente inexpresivo:

– Todavía me debes doscientos dólares.

Vito Corleone, en un tono gélido y razonable, repuso:

– Voy un poco corto de dinero. He estado sin trabajo. Déme unas semanas de tiempo, se lo ruego.

Era una petición sensata. Fanucci tenía la mayor parte del dinero y no podía importarle esperar. Incluso era probable que se dejara convencer y se conformara con los setecientos dólares o, en el peor de los casos, que esperara un poco más. Terminó de beber su vino, y dijo:

– Eres un joven inteligente. ¿Cómo es posible que no me haya fijado en ti antes? Pero eres demasiado tranquilo, y eso no te conviene. Podría proporcionarte un buen trabajo. Ganarías bastante dinero, te lo aseguro.

Vito Corleone aparentó mostrarse interesado, y llenó nuevamente el vaso de Fanucci. Pero éste, en vez de seguir hablando, como parecía ser su intención, se levantó y estrechó la mano de Vito.

– Buenas noches -dijo-, y nada de resentimientos ¿eh? Si alguna vez puedo hacer algo por ti, házmelo saber. Esta noche te has prestado un buen servicio a ti mismo.

, Vito esperó a que Fanucci bajara por las escaleras y saliera del edificio. La calle estaba llena de gente. Serían muchos los que podrían atestiguar, de ser necesario, que Fanucci había salido del piso de Corleone por su propio pie. Desde la ventana, Vito vio a Fanucci doblar la esquina hacia la avenida Once, y comprendió que se dirigía a su casa a dejar el dinero y -¿por qué no?-quizá también la pistola. Entonces Vito subió por las escaleras que conducían al terrado y, después de atravesar unas cuantas casas, bajó por la escalera de incendios de un edificio destinado a almacén, que siempre estaba vacío a aquella hora de la noche. Una vez en el patio trasero del inmueble, abrió la puerta de un puntapié y cruzó el local hasta encontrarse en la puerta de entrada. Al otro lado de la calle estaba la casa en uno de cuyos apartamentos vivía Fanucci.

Por el oeste, los edificios de viviendas se extendían solamente hasta la Décima Avenida. La avenida Once estaba compuesta en su mayor parte de almacenes, alquilados por firmas que hacían embarques en el Ferrocarril Central de Nueva York, y que de ese modo tenían acceso a los andenes de carga. La casa donde vivía Fanucci era una de las pocas que tenían inquilinos, y estaba ocupada por ferroviarios solteros, peones y prostitutas de baja categoría. Esta gente no salía a la calle a hablar con los vecinos, tal como hacían los italianos honrados, sino que iban a gastarse su dinero en la taberna. Por ello, a Vito Corleone no le resultó difícil atravesar la desierta avenida Once para meterse en el vestíbulo del edificio. Una vez allí, empuñó la pistola -que nunca había disparado-y esperó a Fanucci.

Miraba al exterior a través de la acristalada puerta del vestíbulo, sabiendo que Fanucci vendría por la Décima Avenida. Estaba tranquilo, pues Clemenza le había dicho que aquélla era una pistola muy segura. Además, cuando tenía nueve años, en Sicilia, solía ir de caza con su padre, y había disparado muchas veces con una pesada escopeta llamada «lupara». Fue precisamente su destreza infantil con la «lupara» el motivo de que los asesinos de su padre también lo condenaran a muerte a él.

Ahora, protegido por la oscuridad del vestíbulo, vio que Fanucci cruzaba la calle en dirección a la casa. Vito retrocedió unos pasos, apoyó la espalda contra la pared y se preparó para hacer fuego. La mano con que empuñaba la pistola estaba a sólo dos palmos de la puerta principal. Ésta se abrió y apareció Fanucci, vestido de blanco, corpulento, perfumado. Vito Corleone disparó. Como la puerta estaba abierta, una parte del ruido salió a la calle, mientras el resto hacía temblar el edificio. Fanucci se asió a uno de los lados de la puerta, tratando de mantenerse de pie mientras intentaba sacar su pistola. En su lucha por conseguirlo, los botones de su chaqueta saltaron. Logró extraer el arma, pero la sangre que brotaba de su estómago le había hecho perder demasiadas fuerzas para que pudiera disparar. Con mucho cuidado, como si de poner una inyección en una vena se tratara, Vito Corleone hi/o fuego por segunda vez contra el estómago de su víctima.

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