– Pero ¿qué estás haciendo tú aquí? -preguntó asombrado a Johnny.
– He querido que mi primo del pueblo vea el ambiente de Hollywood. Te presento a Nino -explicó Johnny, estrechando la mano del empleado de Woltz.
Después de saludar también a Nino, McElroy exclamó:
– ¡Se lo comerán vivo!
Luego los acompañó a la parte posterior de la mansión, al «patio».
El patio consistía en una serie de enormes estancias, cuyos ventanales acristalados -ahora abiertos-daban a un jardín, en medio del cual había una piscina. En el lugar se encontraban, por lo menos, un centenar de personas, todas con una copa en la mano. Las luces habían sido dispuestas de modo que favorecieran el rostro y el cutis de las mujeres. Nino había visto todos aquellos rostros muchas veces en la pantalla desde que era un adolescente. Sus sueños eróticos habían tenido a muchas de aquellas mujeres como protagonistas. Pero ahora, al verlas en carne y hueso, se sentía un poco decepcionado. Nada podía ocultar el cansancio de los espíritus y de los cuerpos; el tiempo había dejado su huella. Las viejas actrices se movían con el mismo encanto que en la pantalla, pero parecían estar hechas de cera, incapacitadas para estimular a ningún hombre. Nino se tomó un par de copas y se acercó a una mesa cubierta de botellas. Johnny lo acompañó y poco después, detrás de ellos, se oyó la mágica voz de Deanna Dunn.
Nino, como millones de hombres, nunca podría olvidar aquella voz maravillosa. Sin embargo, Deanna Dunn, la ganadora de dos Osear, era una de las mujeres más groseras de Hollywood. En la pantalla, su encanto felino la había hecho irresistible para todos los hombres, pero en sus películas nunca había pronunciado las palabras que en aquellos momentos salían de su boca.
– Eres un cerdo, Johnny. Tuve que ir al psiquiatra, y todo por culpa de la noche que tú y yo pasamos juntos. ¿Por qué no quisiste acostarte más veces conmigo? Johnny le dio un beso en la maquillada mejilla, al tiempo que respondía:
– Porque me dejaste sin fuerzas. Estuve un mes tratando de recuperarme. Oye, Deanna, quiero presentarte a mi primo Nino. Es un muchacho italiano. Y muy raerte, además. Tal vez él consiga satisfacerte. Deanna Dunn examinó fríamente a Nino.
– ¿Le gustan los preestrenos? -preguntó a Johnny.
– No creo que haya asistido a ninguno -Johnny rió-. ¿Por qué no lo acompañas?
Cuando se encontró a solas con Deanna Dunn, Nino tuvo que tomarse una copa. Trataba de mostrarse tranquilo, pero le resultaba imposible. Deanna Dunn tenía la nariz respingada y la tez clara como la mayoría de las bellezas anglosajonas. Y él, Nino, la conocía muy bien. La había visto sola, en un dormitorio, con el corazón roto, llorando sobre el pecho de su marido muerto, un piloto que dejaba a sus hijos sin padre. La había visto hambrienta, herida y humillada, pero siempre digna, incluso cuando el malvado Clark Gable acababa de aprovecharse de ella. La había visto profundamente enamorada, abrazando al hombre que la adoraba, y la había visto morir al menos media docena de veces, siempre de un modo emocionante y bello. La había visto, la había oído y la había soñado, y aun así no estaba preparado para escuchar las primeras palabras que le dijo en cuanto estuvieron a solas.
– Johnny es uno de los pocos hombres auténticos en esta ciudad. El resto no son sino unos desgraciados, incapaces de satisfacer a una mujer.
Tomó a Nino de la mano y se lo llevó a uno de los rincones del salón, lejos de cualquier posible competencia. Luego, todavía con cierta frialdad, le hizo algunas preguntas acerca de su vida. Nino pronto comprendió cuál era su juego. Advirtió que estaba interpretando el papel de la muchacha de buena sociedad que se muestra amable con el criado o el chófer, pero que no daría esperanzas al muchacho (si este papel lo desempeñara Spencer Tracy), o que haría lo posible y lo imposible por conquistarlo (si se tratara de Clark Gable). No importaba, pensó Nino. Y, sin apenas darse cuenta, empezó a contarle a Deanna que él y Johnny habían crecido juntos en Nueva York, y que habían cantado juntos en clubes de mala muerte. Nino la encontró maravillosamente simpática. En un momento dado, Deanna le preguntó:
– ¿Sabes cómo consiguió Johnny que ese cerdo de Jack Woltz le diera el papel?
Nino respondió que no. Ella no habló más del asunto.
Había llegado el momento de ver el preestreno de una nueva película de Woltz. Deanna Dunn volvió a tomar de la mano a Nino y lo condujo a una sala interior de la mansión. No tenía ventanas y estaba amueblada con unos cincuenta sofás -para dos personas-, colocados de modo que las parejas pudieran disfrutar de una pequeña isla de semiintimidad.
Nino comprobó que al lado de cada sofá había una mesita, encima de la cual no faltaban los vasos, las botellas de licor ni los cigarrillos. Dio uno de éstos a Deanna, se lo encendió y se dispuso a preparar bebidas para ambos, todo ello sin pronunciar palabra. Pocos minutos después se apagaron las luces.
Nino esperaba algo atroz, pues no en balde había oído muchas leyendas acerca de la depravación de Hollywood. Pero no estaba preparado para el rápido y voraz sondeo efectuado por Deanna Dunn en todo su cuerpo, sin ni siquiera una palabra de aviso. Nino siguió bebiendo y mirando la película, sin hallar sabor alguno en la bebida, ni encontrar atractivo en las imágenes de la pantalla. Estaba excitado como nunca lo había estado, más que nada por el hecho de que la mujer con la que estaba había poblado buena parte de sus sueños de adolescente. Sin embargo, su virilidad se sentía, en cierto modo, ofendida. Por ello, cuando la mundialmente famosa Deanna Dunn hubo terminado su largo sondeo, Nino, fríamente, le sirvió una copa y le ofreció un cigarrillo, mientras, con voz aparentemente tranquila, le decía:
– Parece una buena película ¿no? Sintió que el cuerpo de ella se apretaba contra el suyo. ¿Estaría esperando que le diera las gracias? En la oscuridad, Nino se llenó el vaso. Al diablo con todo. Deanna le estaba tratando como a un gigoló. Sin saber exactamente por qué, comenzó a sentir odio hacia todas aquellas mujeres.
Estuvieron contemplando la película durante unos quince minutos. Nino se apartó un poco, para que sus cuerpos no estuvieran en contacto. Finalmente, en voz muy baja, Deanna dijo:
– No te hagas el ofendido. Sé que te ha gustado. Deanna Dunn se rió y luego permaneció quieta hasta que hubo terminado la proyección. Cuando se encendieron las luces, Nino miró alrededor y cayó en la cuenta de que había habido mucho movimiento, a pesar del silencio imperante durante la proyección. Algunas de las damas demostraban, por su expresión, que habían estado muy ocupadas. Al salir de la sala, Deanna Dunn se apartó de su lado para acercarse a un hombre maduro en quien Nino reconoció a un famoso actor. Sin embargo, ahora, al verlo en persona, lo encontró vulgar. Con rostro pensativo, Nino bebió otro trago., Se le acercó Johnny Fontane, quien, dándole un golpecito en la espalda, le preguntó:
– ¿Te diviertes, muchacho?
– Pues no lo sé -contestó Nino, sonriendo-. Es todo muy diferente de lo que me imaginaba. Cuando regrese a mi barrio podré decir que Deanna Dunn ha abusado de mí.