– No faltaría más, Tom. Y no te preocupes por mi tiempo. Ven a mi casa, te convendrá descansar un poco. Daré una fiesta, y tendrás oportunidad de conocer a gente del cine.
Siempre hacía la misma oferta. No quería que sus conocidos de toda la vida creyeran que ahora se avergonzaba de ellos.
– Gracias -dijo Hagen-, pero no tendré tiempo, te lo aseguro. De acuerdo, pues. Llegaré en el avión que sale de Nueva York a las once y media de la mañana.
– Bien.
– No te muevas de tu automóvil -indicó Hagen-. Di a alguien que me espere al bajar del avión, para que luego me conduzca hasta ti.
– De acuerdo -respondió Johnny, y colgó. Regresó adonde estaba Ginny, que le dirigió una mirada interrogadora.
– Mi padrino tiene un plan para ayudarme -dijo Johnny-. Fue él quien me consiguió el papel en la película. No sé cómo, pero preferiría que no interviniera más en mi profesión.
Fue a sentarse nuevamente en el sofá. Se sentía muy cansado. Al darse cuenta de ello, Ginny dijo:
– ¿Por qué no te quedas a dormir aquí, en la habitación de los huéspedes, en lugar de ir a tu casa? Podrías desayunar con los niños y te evitarías el conducir de noche. No me gusta pensar que estás solo en casa. ¿No te atormenta la soledad?
– No paso mucho tiempo en casa -alegó él.
Virginia se rió.
– Entonces no has cambiado mucho.
– Virginia guardó un breve silencio y prosiguió-: Voy a preparar la habitación.
– ¿Por qué no puedo dormir en la tuya?
Ginny se sonrojó.
– Porque no -replicó con una sonrisa.
Él le devolvió la sonrisa. Seguían siendo amigos.
A la mañana siguiente, Johnny se despertó tarde. El sol entraba a raudales a través de las persianas. Debía de ser más de mediodía.
– ¡Eh, Ginny! ¿Podría tomar aquí el desayuno? -gritó.
– Un momento, Johnny -contestó ella, desde lejos.
Y fue sólo cuestión de un segundo. Seguramente lo tenía ya todo a punto, pues aún no había acabado de encender el primer cigarrillo del día, cuando se abrió la puerta del dormitorio y entraron sus dos hijas con el carrito de la comida.
Eran tan hermosas que Johnny se emocionó. Sus rostros eran bonitos e inocentes, y en sus ojos se leía el deseo de abrazar a su padre. Llevaban el pelo recogido en una coleta, unos vestidos algo pasados de moda y unos zapatos blancos de cuero. Estaban de pie junto al carrito, mirándolo fijamente, mientras él aplastaba el cigarrillo en el cenicero. A un gesto de su padre, las niñas corrieron a abrazarlo. Apretó las mejillas de las niñas contra las suyas, y ellas se echaron a reír, pues la barba de su padre les hacía cosquillas. Ginny entró en la habitación y acercó el carrito al lecho, para que Johnny pudiera desayunar sin tener que levantarse. Se sentó en el borde de la cama, se sirvió café y empezó a untar el pan con mantequilla. Las dos niñas, sentadas junto a él, le miraban cariñosamente. Ya eran demasiado mayorcitas para jugar con su padre encima de la cama. Johnny pensó con tristeza que pronto serían mayores, que no tardarían en ser presa codiciada por los donjuanes de Hollywood.
Compartió el desayuno con ellas, y también el café. Era una costumbre ya antigua, de su época de cantante de orquesta, cuando raramente podía comer con su familia. En aquel entonces, las raras veces en que Johnny estaba en casa para desayunar por la tarde o cenar por la mañana, su esposa e hijas comían del mismo plato que él. El cambio de comidas gustaba a las niñas, que así se saltaban la rutina alimenticia. Les resultaba muy gracioso comer chuletas de ternera a las siete de la mañana o huevos con jamón por la tarde.
Sólo Ginny y algunos amigos íntimos sabían lo mucho que Johnny adoraba a sus hijas. El separarse de ellas había sido lo peor del divorcio. Por lo único que había luchado en el tribunal había sido por su posición como padre de las niñas. De forma muy disimulada había dado a entender a Ginny que no le gustaría que volviera a casarse, no por cuestión de celos, sino para no perder terreno como padre. El asunto monetario lo había dispuesto de tal forma que a Ginny le resultara enormemente ventajoso el no volver a casarse. Se daba por sentado que ella podría tener amantes, pero no llevarlos a su casa. Sin embargo, en este sentido, Johnny estaba completamente tranquilo. En cuestiones sexuales, Ginny había sido siempre muy tímida y anticuada. Los gigolós de Hollywood nada consiguieron cuando empezaron a estrechar el cerco en torno a ella, a pesar de haber puesto todo su empeño en conseguir los favores de la joven divorciada, unos favores que podían darles dinero o ayuda del marido.
Johnny no temía que ella esperara una reconciliación por el solo hecho de haber querido acostarse con ella la noche anterior. Ninguno de los dos deseaba reanudar su vida en común. Ella comprendía la gran atracción que sentía Johnny por las mujeres más jóvenes y guapas que ella. Era del dominio público que se acostaba con sus compañeras de rodaje, por lo menos una vez. Ellas encontraban irresistible su encanto masculino y el seductor italiano las encontraba irresistibles a ellas.
– Tendrás que vestirte pronto -dijo Ginny-. El avión de Tom no tardará en llegar.
Hizo que las niñas salieran de la habitación.
– Sí -contestó Johnny-. Cambiando de tema ¿sabes que voy a divorciarme? Volveré a ser un hombre libre.
Le miraba mientras se vestía. Johnny siempre tenía ropa en casa de Ginny, una ropa fresca y sencilla que le encantaba.
– Faltan sólo dos semanas para Navidad -dijo Ginny-. ¿Quieres que lo disponga todo para tu estancia aquí?
Era la primera vez que Johnny pensaba en las Navidades. Cuando aún tenía voz, el período navideño era para él la temporada más lucrativa del año, pero aun entonces el día de Navidad era sagrado. El año anterior fue el primero en que Johnny no estuvo con sus hijas. Había estado en España, cortejando a la que luego sería su segunda esposa.
– Sí. Estaré con vosotras el día de Nochebuena y el de Navidad -dijo Johnny.
No habló del día de Año Nuevo. Aquella noche la destinaba a emborracharse con sus amigos, y no quería que su ex esposa estuviera presente. No sentía remordimientos por ello. Era sólo que de vez en cuando necesitaba desinhibirse, no pensar en nada.
Ginny le ayudó a ponerse la chaqueta y luego le cepilló la ropa. Johnny iba siempre inmaculadamente limpio. Ahora fruncía el ceño porque la camisa no le parecía bastante blanca, y porque consideraba que los zapatos, que no había llevado desde hacía algún tiempo, no iban bien con el traje.
– No te preocupes; Tom no va a notarlo -Ginny se rió.
Las tres mujeres de la familia lo acompañaron a la puerta, y luego hasta el garaje. Llevaba a las niñas cogidas de la mano. Ginny iba unos pasos detrás de ellos. Le gustaba ver que Johnny parecía sentirse feliz. Cuando llegaron junto al coche, levantó a sus hijas en el aire, cariñosamente, y besó a Ginny en la mejilla. Luego, sin pronunciar palabra, entró en el automóvil. No le gustaban las despedidas.