Cuando llegó a su antiguo hogar en Beverly Hills, Johnny Fontane, sin salir del coche, se detuvo a contemplar la casa. Recordó lo que su padrino había dicho: que debía tomar las riendas de su propia vida. Lo importante era saber lo que uno quería. ¿Lo sabía él?
Su primera esposa le aguardaba en la puerta. Era hermosa, menuda y morena; una bonita chica italiana, el tipo de muchacha en la que uno podía confiar plenamente; incapaz de una infidelidad. Había sido muy importante en su vida. ¿La quería todavía?, se preguntó, y la respuesta fue negativa. Por una parte, se sentía incapaz de hacerle el amor, y por la otra, había ciertas cosas que ella nunca podría perdonarle, cosas que nada tenían que ver con el sexo. De todos modos, entre ellos no existía enemistad alguna.
Virginia le sirvió café y unos pastelitos hechos en casa.
– Siéntate en el sofá -le dijo-; pareces cansado. Johnny se quitó la chaqueta y los zapatos y se aflojó la corbata. Virginia, que estaba sentada en una silla frente a él, dijo con una triste sonrisa en los labios:
– Es gracioso.
– ¿Qué te parece gracioso? -dijo Johnny, mientras sorbía un poco de café, con el que se manchó la camisa.
– El gran Johnny Fontane no tiene ninguna chica con quien salir -respondió ella.
– El gran Johnny Fontane se contenta con poder seguir demostrando que es un hombre -replicó el cantante.
No era corriente que hablara de forma tan directa.
– ¿Tan mal estás? -preguntó Ginny, un poco alarmada.
Johnny le dirigió una afectuosa y melancólica sonrisa.
– He estado con una chica en mi apartamento, pero me ha rechazado. Lo malo es que me he alegrado.
Sorprendido,.vio pasar por el rostro de su ex esposa un ramalazo de ira.
– No te preocupes por esas zorras -le dijo-. Seguramente ha imaginado que era la única forma de que te interesaras por ella.
Johnny vio que Virginia estaba realmente enfadada con la muchacha que lo había despreciado.
– No importa. Al diablo con todo. No se puede ser eternamente joven. Y ahora que ya no puedo cantar, me parece que las mujeres ya no se echarán en mis brazos. Ya no me encuentran tan atractivo.
– De todos modos, siempre has estado mejor en persona que en la pantalla -observó Virginia con sinceridad.
Johnny negó con la cabeza.
– Estoy engordando y me estoy quedando calvo. Desde luego, si esta película no vuelve a encumbrarme, mejor será que me dedique a pastelero. Aunque quizá sería mejor ponerte a ti en el cine. Estás muy guapa.
Virginia tenía treinta y cinco años; muy bien llevados, pero treinta y cinco años. Eso era mucho para los estándares de Hollywood. La ciudad estaba llena de chicas guapísimas. Claro que no solían mantenerse más de un par de años. Algunas eran tan hermosas, que podían detener el corazón de un hombre con una sola de sus sonrisas. Su encanto, sin embargo, desaparecía en cuanto abrían la boca, en cuanto la ambición empañaba el brillo de sus ojos. Las mujeres normales no podían soñar siquiera en competir con ellas en cuanto a atractivo físico. Y es que su esplendorosa belleza anulaba todas las cualidades que las demás mujeres pudieran poseer, como encanto, inteligencia, clase… Posiblemente, si no hubiera tantas chicas de ésas, las mujeres guapas e inteligentes habrían tenido una oportunidad.
Así pues, Ginny sabía que Johnny decía todo aquello sólo para adularla. Siempre había sido un hombre muy delicado. Siempre, incluso estando en la cumbre de su carrera, había sido muy cortés con las mujeres; les ayudaba a ponerse el abrigo, les daba fuego, les abría las puertas… Y ellas sabían agradecérselo. La cortesía de Johnny era innata, pues salía a relucir incluso tratándose de muchachas de una sola noche, de mujeres de las que apenas si sabía el nombre.
Virginia le dirigió una suave y amistosa sonrisa.
– Hemos vivido juntos durante doce años, Johnny. No tienes por qué esforzarte en adularme.
– Hablo en serio, Ginny. Tienes un aspecto estupendo. Ya quisiera yo conservarme tan bien.
Ella no contestó. Se daba cuenta de que su ex marido estaba deprimido.
– ¿Crees que resultará una buena película? -preguntó Virginia, al fin-. ¿Piensas que volverá a situarte?
– Sí -contestó Johnny-. Estoy seguro de que me servirá para reverdecer laureles. Si consigue el Osear y juego bien mis cartas, tendré una gran carrera por delante, aunque no cante. En ese caso, podré aumentaros la pensión a ti y a los niños.
– Tenemos más que suficiente -señaló Ginny.
– Además, quiero ver más a menudo a los niños. Quiero sentar un poco la cabeza. ¿Por qué no puedo venir a cenar aquí cada viernes? Te juro que no faltaría ningún viernes, por muy ocupado que estuviera. Y vendría a pasar aquí algunos fines de semana, y los niños podrían pasar parte de sus vacaciones conmigo.
Ginny le puso un cenicero en el pecho.
– Por mí, de acuerdo -asintió-. No he vuelto a casarme precisamente porque quería que siguieras siendo su padre.
Estas palabras habían sido pronunciadas sin emoción alguna, pero Johnny Fontane, con la vista fija en el techo, sabía que Ginny hablaba de aquel modo para compensarle por las crueles y desagradables palabras que le había dicho cuando su matrimonio naufragó, cuando su carrera había declinado.
– Cambiando de tema -dijo Virginia-. ¿Sabes quién me ha llamado?
Johnny no tenía ganas de jugar a adivinanzas; era un juego que nunca le había atraído.
– ¿Quién? -preguntó.
– Por lo menos podrías tratar de adivinarlo -le reprochó Virginia.
Johnny no respondió.
– Tu padrino -añadió ella.
– Pero si nunca habla por teléfono. ¿Qué te ha dicho?
– Me pidió que te ayudara. Dijo que podías volver a ser tan famoso como antes, pero que necesitabas que la gente creyera en ti. Le pregunté por qué tenía que ser yo la encargada de ayudarte, me contestó que por el hecho de ser tú el padre de mis hijos. Parece mentira que se digan cosas tan horribles de un hombre tan encantador como tu padrino.
Virginia odiaba los teléfonos. Por esta razón sólo tenía dos: uno en su dormitorio y otro en la cocina. Ahora sonaba el de la cocina. Fue a contestar. Cuando regresó al salón donde estaba Johnny, parecía sorprendida.
– Es para ti, Johnny. Es Tom Hagen. Dice que es importante.
La voz de Tom Hagen era fría:
– Oye, Johnny, el Padrino quiere que vaya a verte para ayudarte ahora que la película ha terminado. Quiere que tome el avión de la mañana. ¿Podrás venir a esperarme a Los Ángeles? Tengo que regresar a Nueva York esa misma noche, de modo que te entretendré poco.