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Ahora estaba dispuesto. Dejó el vaso en la mesita de centro y se inclinó hacia Sharon. Estaba muy seguro de sí mismo, pero sabía ser tierno; en sus caricias no había obscenidad alguna. La besó en los labios. Sharon le devolvió el beso con decisión, pero sin pasión. Johnny lo prefirió así. No le gustaban las mujeres excesivamente apasionadas, las que actuaban como si el simple contacto de la mano de un hombre bastara para hacer vibrar todas las fibras eróticas de su ser.

Luego recurrió a una estrategia que siempre le daba resultado: con la máxima delicadeza la acarició y, acercándose más a ella, la besó profundamente. Antes de ser famoso, naturalmente, incluso alguna le había abofeteado; pero ésta era la única técnica de Johnny Fontane. Por lo general, solía darle buenos resultados.

La reacción de Sharon fue insólita. Lo aceptó todo, el contacto y el beso; luego se separó, se apartó un poco y tomó el vaso de licor. Era una negativa fría, pero firme. A Johnny le había sucedido algunas veces, no muchas. Johnny tomó también su vaso y encendió un cigarrillo.

– No es que no me gustes, Johnny -dijo Sharon con voz muy suave-, eres mucho más encantador de lo que había supuesto. Y no es porque yo sea una mojigata, que no lo soy. La verdad es que debo sentir algo para entregarme a un hombre. ¿Me comprendes?'

Johnny Fontane sonrió. La muchacha le gustaba.

– ¿Y yo no te hago sentir nada? -interrogó.

Ella parecía algo violenta.

– Mira, cuando tú eras un gran cantante, yo era todavía una niña. Pertenecemos a generaciones distintas. En serio, no es que yo sea una beata. Si fueras James Dean o alguien de mi generación, no tardaría ni un segundo en lanzarme en tus brazos.

Ahora ya no le gustaba tanto la chica. Era dulce, graciosa e inteligente. No se había lanzado sobre él, ni había intentado utilizarlo para introducirse en el mundo del cine. Era realmente una buena chica. Pero había otra cosa, algo que le había sucedido en alguna otra ocasión. Era la clase de chicas que aceptaban una invitación con el propósito de llegar hasta el final -prescindiendo de lo mucho o poco que les gustara el hombre-sólo para poder ir pregonando por ahí lo interesante que les había resultado tener una aventura con una estrella de Hollywood. Johnny era ya un hombre experimentado y comprendía la situación; no se irritaba por aquellas naderías.

Ahora que la muchacha ya no le gustaba tanto, Johnny Fontane sintió un gran alivio. Bebió un sorbo del licor que tenía en el vaso y contempló el océano.

– Espero que no estés disgustado, Johnny -dijo la chica-. Sospecho que no sé estar a la altura de las circunstancias. Supongo que en Hollywood una chica se entrega con la misma facilidad con que se da un beso de despedida. Todavía no estoy acostumbrada.

Johnny sonrió y le acarició la mejilla. Luego, con mucha discreción, bajó el vestido de Sharon hasta cubrirle las bien torneadas rodillas.

– No estoy disgustado -dijo-. Me encanta encontrarme con una muchacha anticuada.

Lo que no le dijo fue el alivio que sentía; afortunadamente, no tendría que interpretar el papel de gran amante, evitando así la posibilidad -por otra parte muy grande-de defraudar a la chica. Además, se ahorraría tener que aparentar, como en la pantalla, que era la encarnación de una bella imagen.

Bebieron otra copa, intercambiaron algunos fríos besos, y luego Sharon decidió que debía irse.

– ¿Puedo invitarte a cenar alguna noche de éstas? -dijo Johnny educadamente.

Sharon se mostró absolutamente honesta.

– Sé que no interesa perder el tiempo. Gracias por la maravillosa velada de hoy. Algún día podré contar a mis hijos que un día cené con el gran Johnny Fontane, a solas en su apartamento.

– Y podrás decirles también que no ocurrió nada -dijo Johnny.

Ambos se echaron a reír.

– No me creerán -replicó Sharon.

Johnny siguió la broma:

– Si quieres, lo certifico por escrito.

La muchacha dijo que no, y Johnny Fontane prosiguió:

– Si alguien duda alguna vez de tu honestidad, llámame. Yo les diré que te estuve persiguiendo por mi apartamento, pero que tú supiste guardar tu honra.

Se dio cuenta de que había sido excesivamente cruel cuando vio en el rostro de Sharon una expresión dolorida. Le estaba diciendo, lisa y llanamente, que no había insistido mucho. Johnny acababa de robarle el dulce sabor de su victoria. Ahora la muchacha creería que era su falta de atractivo lo que le había dado el triunfo. Y cuando hablara de cómo había sabido resistir a los encantos de Johnny Fontane, tendría que añadir: «Claro que Johnny no insistió mucho».

– Si alguna vez te sientes desgraciada, llámame, te lo ruego -dijo Johnny, al ver la triste expresión de la chica-. Piensa que no tengo por qué querer aprovecharme de todas las muchachas que conozco.

– Lo haré -respondió Sharon y salió del apartamento.

Johnny tenía una larga noche por delante. Podía haber recurrido a lo que Jack Woltz llamaba la «fábrica de carne», el rebaño de aspirantes a estrellas, siempre bien dispuestas a complacer en todo a un hombre famoso y atractivo. Pero lo que Johnny quería era otra cosa: ternura, comprensión, un poco de amor desinteresado. Pensó en su primera esposa, Virginia. Ahora que su trabajo en la película había terminado, tendría más tiempo para los niños. Quería volver a formar parte de su vida. También se preocupaba por Virginia. Ella no estaba preparada para soportar a los donjuanes de Hollywood, que se sentirían orgullosos de contar a todo el mundo que se habían acostado con la primera esposa de Johnny Fontane. Que él supiera, nadie podía ufanarse de ello. De su segunda esposa, en cambio, eran muchos los que lo hacían, pensó amargamente. Descolgó el auricular del teléfono.

Reconoció de inmediato la voz de Virginia, cosa que, por otra parte, nada tenía de sorprendente; la había oído por vez primera cuando él tenía diez años. Ambos habían sido compañeros de escuela.

– Hola, Ginny. ¿Estás ocupada esta noche? ¿Puedo venir a charlar un rato?

– Bueno -accedió Virginia-. Pero los niños ya están en la cama; no quiero despertarlos.

– No te preocupes -repuso Johnny-. Sólo quería hablar un poco contigo.

Ella se esforzó por disimular su preocupación.

– ¿Es algo grave? ¿Qué ha ocurrido?

– Nada -replicó Johnny-. Hoy he terminado la película y me apetece charlar contigo. Hasta tal vez podré ver a los niños, procurando que no se despierten.

– Muy bien -dijo Virginia-. Y quiero que sepas que me alegro de que consiguieras el papel.

– Gracias. Estaré ahí dentro de media hora.

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