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– Ese policía, Phillips. ¿Por qué no le llamas, Sonny? Quizás él sepa dónde puede localizar al capitán. Creo que vale la pena probarlo. A McCluskey no le importa que se sepa adonde va.

Sonny descolgó el auricular y marcó un número. Habló en voz muy baja.

– Nos llamará -anunció cuando hubo colgado.

Esperaron durante casi media hora. De pronto sonó el teléfono. Era Phillips. Sonny escribió algo en su libreta y colgó. Su rostro tenía una expresión radiante.

– Creo que ya lo tenemos -dijo-. El capitán McCluskey siempre tiene que comunicar dónde puede ser encontrado. Esta noche, de las ocho a las diez, estará en el Luna Azure, en el Bronx. ¿Alguien conoce el local?

– Yo lo conozco -respondió Tessio con evidente satisfacción-. El lugar será perfecto para nosotros. Es un pequeño restaurante, muy íntimo, con reservados muy acogedores. Allí nadie se preocupa de nadie. Perfecto.

Se inclinó sobre la mesa de Sonny y empezó a hacer un plano con algunos cigarrillos.

– Ésta es la entrada, Mike. Cuando hayas terminado, sal del local y camina hacia la izquierda. Luego tienes que doblar la esquina. Te estaré aguardando con los faros del coche encendidos, y te recogeré sobre la marcha. Si surgen dificultades, grita; acudiré enseguida a ayudarte. Tendrás que darte prisa, Clemenza. Envía a alguien allí para que oculte la pistola. Los aseos del local son bastante anticuados, y entre el depósito del agua y la pared hay espacio suficiente para una pistola. Cuando te hayan registrado en el coche y vean que vas desarmado, se tranquilizarán. En el restaurante, no te precipites; no digas enseguida que necesitas ir al baño. Y, sobre todo, pide permiso antes de ir. Que no te vean demasiado tranquilo. Seguro que no sospecharán nada. Pero cuando vuelvas junto a ellos, no pierdas tiempo. No vuelvas a sentarte en la mesa: dispara enseguida. Y no corras riesgos. En la cabeza, dos disparos a cada uno. Luego, sal tan rápido como puedas.

Sonny había estado escuchando atentamente.

– Quiero que alguien muy competente y fiable se encargue de esconder la pistola -dijo a Clemenza.

– La pistola estará allí -dijo Clemenza, con énfasis.

– De acuerdo -replicó Sonny-. Todos a trabajar, pues.

Tessio y Clemenza salieron de la habitación.

– ¿Debo encargarme yo de conducir a Mike a Nueva York? -preguntó Tom Hagen.

– No -respondió Sonny-. Te necesito aquí. Cuando Mike haya terminado, empezará nuestro turno, y voy a necesitarte. ¿Te has ocupado de los periodistas?

– Cuando empiece el ruido, tendrán una tonelada de material contra McCluskey -asintió Hagen.

Sonny se levantó y estrechó la mano de Michael.

– Bien, muchacho, se acerca el momento. Ya nos las arreglaremos para explicar a mamá tu inesperada marcha. Y cuando considere que es el momento oportuno, también hablaré con tu chica. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -dijo Mike-. ¿Cuándo crees que podré regresar?

– Antes de un año ni soñarlo -fue la respuesta de Sonny.

– Tal vez el Don quiera arreglar las cosas más aprisa, pero no cuentes con ello -intervino Tom Hagen-. El tiempo que haya de durar tu ausencia dependerá de muchos factores: del material que podamos suministrar a los periódicos, del interés que ponga en el asunto el Departamento de Policía, de la reacción de las otras Familias, etc. Se armará un buen revuelo, desde luego, y preocupaciones no van a faltarnos. De eso es de lo único que podemos estar seguros.

Michael estrechó la mano de Hagen.

– Haz lo que puedas -le dijo-. No quiero pasar otros tres años lejos de casa.

– Todavía estás a tiempo de cambiar de idea, Mike -dijo Hagen, amistosamente-. Podemos encargar a otro el trabajo, podemos adoptar otro sistema. Tal vez no sea necesario eliminar a Sollozzo. Michael se echó a reír.

– Pueden hacerse muchos planes, pero sólo hay uno bueno. Además, Tom, toda mi vida ha sido demasiado fácil; ya es hora de que haga algo por los míos.

– De acuerdo, Mike -convino Hagen-, pero déjame insistir una vez más en que no quiero que lo hagas para vengar el puñetazo en la mandíbula. McCluskey es un estúpido, ya lo sé, pero en su golpe no hubo nada personal. Por segunda vez, Tom Hagen vio en Michael la encarnación del Don.

– Mira, Tom, no te equivoques. Todo es personal, incluso el más simple y menos importante de los negocios. En la vida de un hombre todo es personal. Hasta eso que llaman negocios es personal. ¿Sabes quién me enseñó eso? El Don. Mi padre. El Padrino. Si alguien perjudica a un amigo suyo, el Don lo toma como una ofensa personal. Mi alistamiento en la Marina lo tomó como una cuestión personal. Es ahí donde reside su grandeza. El Gran Don. Para él todo es personal. Lo mismo que hace Dios. Sabe todo cuanto sucede, es dueño de las circunstancias. ¿No es así? ¿Y tú? ¿Sabes algo? A las personas que consideran los accidentes como insultos personales, no les ocurren accidentes. Me he dado cuenta tarde, pero al final lo he comprendido. Por eso, el puñetazo en la mandíbula es un asunto personal, tanto como los disparos que Sollozzo efectuó contra mi padre.

«Di a mi padre que todo eso lo he aprendido de él, y que estoy contento de poder pagarle algo de lo mucho que le debo. Ha sido siempre un buen padre. Quiero que sepas, Tom, que no recuerdo que me haya puesto nunca la mano encima. Y tampoco a Sonny, ni a Freddie, ni mucho menos a Connie. Dime la verdad ¿cuántos hombres crees que ha matado o hecho matar?

Tom Hagen desvió la mirada.

– Una cosa no has aprendido de él, Mike: a hablar de la forma en que lo estás haciendo. Hay cosas que deben hacerse y se hacen, pero nunca se habla de ellas. Uno no trata de justificarlas; no pueden ser justificadas. Se hacen, simplemente. Y luego se olvidan.

Michael Corleone enarcó las cejas.

– Como _consigliere_ ¿estás de acuerdo en que es peligroso para el Don y nuestra Familia que Sollozzo esté vivo? -preguntó con voz suave.

– Sí.

– Muy bien -asintió Michael-. Entonces tengo que matarlo.

Michael Corleone estaba de pie frente al restaurante de Jack Dempsey, en Broadway, esperando que pasaran a recogerlo. Miró su reloj. Eran las ocho menos cinco. Sin duda, Sollozzo sería puntual. Él, en cambio, había preferido llegar con tiempo de sobra. Hacía ya quince minutos que esperaba.

Durante el trayecto entre Long Beach y Nueva York, Michael había intentado olvidar lo que había dicho a Tom Hagen. Y es que si creía en lo que había dicho al _consigliere_, el curso de su vida estaba ya definitivamente trazado. Aunque ¿podría ser de otro modo, después de lo que iba a hacer esa noche? Si no conseguía apartar aquellos pensamientos, quizá su vida acabaría en unos minutos, pensó Michael. Debía concentrarse sólo en el trabajo inmediato. Sollozzo no era tonto y McCluskey era un hueso duro de roer. Se alegró de notar que la mandíbula volvía a dolerle; eso le ayudaría a estar alerta.

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