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En una fría noche de invierno como aquélla, resultaba bastante natural que Broadway no estuviera muy concurrido, a pesar de que era casi la hora en que comenzaban los espectáculos teatrales. Michael se sobresaltó ligeramente al ver que un largo automóvil negro doblaba la esquina. Instantes después, el conductor abrió la puerta delantera.

– Arriba, Mike -dijo el chófer.

No conocía al conductor, un hombre joven y de cabello negro, que llevaba el cuello de la camisa desabrochado. Sin embargo, entró en el coche. En el asiento trasero estaban Sollozzo y el capitán McCluskey.

Sollozzo le tendió la mano y Michael se la estrechó. La mano era firme, caliente y seca.

– Me alegro de que haya venido, Mike -dijo Sollozzo-. Espero que podamos arreglar la situación. Todo lo que ha sucedido ha sido terrible, y no es lo que yo deseaba. Son cosas que nunca tendrían que haber ocurrido.

– También yo espero que todo quede arreglado -respondió Michael, en tono firme y sereno-. No quiero que mi padre vuelva a ser molestado.

– No lo será -aseguró Sollozzo, con acento sincero-. Sólo le pido que, cuando hablemos, considere mi propuesta con mentalidad abierta. Espero que no sea usted tan impetuoso como su hermano Sonny. Es imposible hablar de negocios con él.

El capitán McCluskey abrió la boca por vez primera:

– Parece un buen muchacho. Es más, estoy seguro de que lo es -se inclinó para dar un amistoso golpecito en el hombro de Michael-. Siento lo de la otra noche, Mike -prosiguió-. Me estoy haciendo viejo, y los viejos siempre estamos de mal humor. Me temo que tendré que retirarme muy pronto. No puedo soportar tantos agravios ni injusticias. Estoy más que harto.

Luego, con gesto dolorido, cacheó a Michael, para asegurarse de que iba desarmado.

Michael vio una ligera sonrisa en los labios del conductor. El automóvil se dirigió hacia el oeste, y aparentemente no hizo maniobra alguna para despistar a posibles perseguidores. Se adentraron en la carretera del West Side, donde la circulación era bastante lenta, y seguidamente, ante la inquietud de Michael, el coche penetró en el puente de George Washington; iban a tomar la carretera de Nueva Jersey. El informador de Sonny, quienquiera que fuese, intencionadamente o de buena fe, se había equivocado. La conferencia no iba a celebrarse en el Bronx.

El automóvil atravesaba el puente. La ciudad iba quedando atrás. El rostro de Michael seguía impasible. ¿Tenían intención de liquidarle, o se trataba de un cambio de última hora? Del astuto Sollozzo podía esperarse todo. De pronto, cuando ya casi habían terminado de cruzar el largo puente, el conductor dio un violento giro al volante. El pesado vehículo dio un salto en el aire, al chocar contra la barrera divisoria de las dos partes de la calzada del puente, y enfiló nuevamente en dirección a Nueva York, a toda velocidad. McCluskey y Sollozzo volvieron la cabeza para averiguar si alguien hacía la misma maniobra. Poco después, Michael comprobó que circulaban en dirección al East Bronx. Pasaron por diversas y anchas calles; ningún coche iba detrás de ellos. Eran casi las nueve. Habían querido asegurarse de que nadie les seguía. Sollozzo encendió un cigarrillo, después de ofrecer el paquete a McCluskey y a Michael, que rehusaron.

– Buen trabajo -felicitó al conductor-. Lo tendré en cuenta.

Diez minutos más tarde, el coche paró frente a un restaurante. Estaban en una zona habitada exclusivamente por italianos. La calle estaba desierta, y en el interior del local había muy poca gente, cosa normal, ya que era muy tarde para cenar. Michael temió que el conductor entrara con ellos, pero no fue así; se quedó fuera. El negociador no había hablado del conductor. Técnicamente, pues, Sollozzo había faltado a lo convenido. Pero Michael decidió no mencionarlo, pues supuso que ellos pensarían que tendría miedo de hacerlo, miedo de arruinar las probabilidades de éxito de la entrevista.

Los tres se sentaron en la única mesa redonda, pues Sollozzo había rehusado hacerlo en un reservado. En aquel momento había sólo otras dos personas en el restaurante. Michael se preguntó si serían hombres de Sollozzo. En realidad no importaba. Todo habría terminado antes de que tuvieran tiempo de intervenir.

– ¿Es buena la comida italiana que sirven aquí? -preguntó McCluskey, con sincero interés.

– Pruebe la ternera -contestó Sollozzo-. Es la mejor de Nueva York, se lo aseguro.

El solitario camarero les había servido una botella de vino. Llenó tres vasos. McCluskey no bebió.

– Me parece que soy el único irlandés que no empina el codo -comentó-. He visto a demasiada gente en dificultades por culpa del alcohol.

– Voy a hablar en italiano con Mike -dijo Sollozzo en tono conciliador, dirigiéndose al capitán-. No es que desconfíe de usted, sino que me es difícil encontrar las palabras precisas en inglés. Y como comprenderá, me interesa sobremanera convencer a Mike de que mis intenciones son buenas, de que quiero lo mejor para todos. No se ofenda, se lo ruego. Le repito que no se trata de desconfianza.

El capitán McCluskey sonrió con ironía.

– Lo entiendo -dijo-. Lo entiendo perfectamente. Ustedes a lo suyo. Yo voy a concentrarme en la ternera y los espaguetis.

Sollozzo empezó a hablar rápidamente en siciliano.

– Debe usted comprender que lo que sucedió entre su padre y yo fue sólo una cuestión de negocios. Siento un gran respeto por Don Corleone, y me gustaría tener la oportunidad de trabajar a su servicio. Pero debe usted hacerse cargo de que su padre es un hombre anticuado que se ha estancado. Mi negocio es el mejor. En él hay muchos millones para todos. Sin embargo, su padre no quiere saber nada del asunto. Sus escrúpulos carecen de base. En realidad, lo que pretende es imponer su voluntad sobre la mía. Sí, sí, ya sé que él me dice: «Adelante, es su negocio»; pero en realidad lo que hace es amenazarme, decirme que no quiere que yo me dedique a mi negocio. Yo le respeto mucho, pero no puedo consentir que me dicte lo que debo hacer. Así, pues, al final sucedió lo inevitable. Permítame decirle que he contado con el apoyo, silencioso, pero apoyo, de todas las Familias de Nueva York. Y la familia Tattaglia se asoció conmigo. Si esta lucha continúa, la familia Corleone tendrá que enfrentarse a todas las demás. Si su padre estuviera bien, quizá la familia Corleone podría con todos, pero su hijo mayor, Santino, no tiene talla suficiente. Le ruego que no vea en mis palabras insolencia alguna. Además, el _consigliere_ irlandés, Hagen, tampoco es como Genco Abbandando, que en paz descanse. En consecuencia, propongo la paz, un trato. Demos por terminadas las hostilidades. Cuando su padre se haya recuperado, que sea él quien lleve las negociaciones, en lo que a la familia Corleone se refiere. La familia Tattaglia está dispuesta a seguir mi consejo y a olvidar lo de su hijo Bruno. Tendremos paz. Mientras, puesto que tengo que ganarme la vida, seguiré dedicándome a mi negocio, pero en pequeña escala. No les pido su cooperación, pero sí les ruego que no intervengan. Estas son mis propuestas. Supongo que está usted autorizado a pactar.

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