Don Corleone no hizo demostración alguna de agradecimiento por el cumplido.
– ¿Qué porcentaje para mi Familia? -se limitó a preguntar.
Los ojos de Sollozzo brillaron con astucia.
– El cincuenta por ciento -hizo una corta pausa y añadió, con voz que parecía una caricia-: El primer año, su parte ascendería a tres o cuatro millones de dólares. Luego sería mucho más.
– ¿Y qué porcentaje se llevará la familia Tattaglia? -preguntó Don Corleone.
Por vez primera, Sollozzo parecía nervioso.
– Recibirán algo de mi parte. Necesito un poco de ayuda de ellos.
– Así, pues -dijo don Corleone-, voy a recibir el cincuenta por ciento sólo por prestar ayuda financiera y protección legal. No tendré que preocuparme por las operaciones ni por nada. ¿Es eso lo quiere usted decirme?
Sollozzo asintió con un gesto.
– Si usted considera que dos millones de dólares en efectivo no es sino ayuda financiera, le felicito sinceramente, Don Corleone.
– He consentido en recibirle -replicó con calma el Don-sólo por el respeto que me inspira la familia Tattaglia y porque he oído que es usted un hombre serio y digno de respeto. Aunque me veo obligado a decirle no, me siento obligado a explicar las razones de mi negativa. Los beneficios, en el asunto que usted me propone, son enormes, pero también lo son los riesgos. Su operación, si tomáramos parte en ella, podría perjudicar el resto de mis intereses. Es verdad que tengo muchos, muchos amigos en el campo de la política, pero no serían tan tolerantes si en lugar de dedicarme al juego, negociara con los narcóticos. A su entender el juego es algo así como el licor, un vicio sin importancia. En cambio, opinan que las drogas son algo muy perjudicial para la gente. No, no proteste. Le estoy diciendo lo que piensan ellos, no mi opinión. El modo en que un hombre se gane la vida es algo que no me incumbe. Lo único que le estoy diciendo es que este negocio suyo es 113 muy arriesgado. Todos los miembros de mi Familia han vivido muy bien durante los últimos diez años; sin peligro y sin daño alguno. No puedo permitirme el lujo de ponerlos a todos en la cuerda floja.
El único signo visible de la decepción de Sollozzo fue una rápida mirada alrededor de la habitación, como si esperara que Hagen o Sonny acudieran en su ayuda.
– ¿Es que le preocupa la seguridad de sus dos millones? -preguntó luego.
– No -fue la fría respuesta del Don.
– La familia Tattaglia avalaría su inversión -insistió Sollozzo.
En ese momento Sonny Corleone cometió un imperdonable error de juicio y de forma.
– ¿La familia Tattaglia garantiza nuestra inversión sin compensación alguna por nuestra parte?
Ante la enormidad del desliz, Hagen se echó a temblar. Vio que el Don dirigía una mirada gélida a su hijo mayor, que, aun sin saber por qué, se estremeció. Los ojos de Sollozzo brillaban ahora de satisfacción. Había descubierto una grieta en la fortaleza del Don. Cuando el Don habló, su tono era de despedida:
– Los jóvenes son codiciosos. Y los de esta generación carecen de modales; interrumpen a sus mayores y se meten donde no les llaman. Pero mis hijos han sido siempre mi debilidad, y temo haberlos mimado en exceso. Ya se habrá dado cuenta. Signar Sollozzo, mi no es definitivo. No obstante, quiero que sepa que le deseo toda clase de venturas en sus negocios, que no interfieren en los míos. Siento haberle decepcionado.
Sollozzo hizo una leve reverencia, estrechó la mano del Don y dejó que Hagen lo acompañara hasta el coche que le aguardaba fuera. Su rostro era impasible cuando se despidió de Hagen.
De nuevo en el despacho, Don Corleone preguntó a Hagen:
– ¿Qué opinas de ese hombre?
– Es un verdadero siciliano -contestó Hagen, lacónico.
El Don movió pensativamente la cabeza. Luego se volvió hacia su hijo.
– Santino, nunca dejes que los que no pertenecen a la Familia sepan lo que realmente piensas. Me parece que el sucio asunto que tienes con esa joven te ha reblandecido el cerebro. Déjate de amoríos y ocúpate de los negocios. Ahora, apártate de mi vista.
Hagen vio que el rostro de Sonny expresaba sorpresa primero e ira después, y pensó que tal vez había imaginado que su padre ignoraba lo de Lucy. ¿Y no era consciente del peligroso error que había cometido? Si eso era cierto, Hagen nunca desearía ser el _consigliere_ de Santino Corleone, si éste llegara a ser Don.
Don Corleone esperó a que su hijo saliera de la estancia. Luego se sentó en su sillón de cuero y pidió una copa. Hagen le sirvió un vaso de anisete. El Don lo miraba fijamente.
– Dile a Luca Brasi que venga a verme -ordenó.
Tres meses más tarde, estando Hagen en su oficina de la ciudad despachando rápidamente una serie de documentos rutinarios, pues quería terminar pronto ya que deseaba acompañar a su esposa y a los niños a hacer algunas compras navideñas, fue interrumpido por una llamada telefónica. Era Johnny Fontane, quien por el tono de voz parecía ser completamente feliz. Ya habían terminado el rodaje y la película sería un éxito. El regalo de Navidad que tenía preparado para el Don haría que éste cayera de espaldas, pero de momento no podía ir a traerlo, pues aún faltaba ultimar algunos detalles de la película. Tendría que permanecer unos días en la Costa Oeste. Hagen trataba de ocultar su impaciencia. El encanto de Johnny nunca había hecho mella en él. Pero las palabras de Johnny habían despertado su curiosidad.
– ¿Qué va a ser el regalo?
– No puedo decirlo -contestó Johnny, en tono de broma-. La sorpresa es un factor importante en los regalos.
Hagen perdió todo interés por el asunto, y luego, con toda cortesía, se las arregló para colgar casi de inmediato.
Diez minutos más tarde, su secretario le dijo que Connie Corleone estaba al teléfono y que quería hablar con él. Hagen suspiró. De soltera, Connie había sido encantadora, pero se había convertido en una verdadera lata. Se quejaba de su marido, e incluso algunas veces se instalaba por tres o cuatro días en casa de sus padres… Claro que Carlo Rizzi era una nulidad. Su suegro le había procurado un negocio que, bien llevado, hubiera permitido al matrimonio vivir bien. Pero el negocio estaba derrumbándose, y además Carlo bebía, iba con otras mujeres, jugaba, y, de vez en cuando, pegaba a su esposa. Connie nada había dicho a sus padres y hermanos respecto a esto último, pero sí se lo había contado a Hagen. Ahora éste se preguntaba qué nuevas desgracias tendría que contarle.
Pero Connie parecía haberse dejado arrastrar por el espíritu de la Navidad. Sólo quería preguntar a Hagen qué podría regalar a su padre. Y a Sonny, a Fred, a Mike… El regalo para su madre estaba ya decidido. Hagen le hizo algunas sugerencias, que ella se apresuró a rechazar de plano. Finalmente, le dejó en paz.