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Hagen se percató de que el Don empezaba a fruncir el ceño. Cuando se hablaba de negocios, el viejo detestaba los rodeos innecesarios. Por ello, Hagen pensó que lo mejor era ir al grano:

– A Sollozzo le apodan el Turco por dos razones: porque ha vivido en Turquía durante bastante tiempo, e incluso se supone que en aquel país tiene una esposa e hijos, y porque es muy rápido con el cuchillo, o al menos lo fue años atrás. En asuntos de negocios es también bastante competente, y, cosa importante, es su propio jefe. Ha estado dos veces en la cárcel, una en Italia y la segunda en Estados Unidos. Las autoridades lo conocen como contrabandista de narcóticos, lo cual podría ser una ventaja para nosotros. Significa que nunca podrá declarar, pues se le considera el escalón más alto, y, aparte, está su historial. Tiene una esposa americana y tres hijos, y es un buen padre de familia. Es un hombre dispuesto a todo, con tal de que los suyos no carezcan de nada.

El Don dio una chupada a su cigarro.

– ¿Qué opinas, Santino? -preguntó.

Hagen sabía lo que iba a decir Sonny. Al hijo mayor del Don le disgustaba actuar por cuenta de otro, aunque este otro fuera su propio padre. Quería efectuar algo importante, pero siendo él su propio jefe. Era lo que más deseaba.

Sonny bebió un poco de whisky y respondió:

– Hay una gran cantidad de dinero en ese polvo blanco, pero puede resultar peligroso. A lo peor, el asunto terminaría con algunas condenas a veinte años de prisión. Pienso que lo más acertado sería que sólo nos encargáramos de financiar la operación y de prestar la protección necesaria a Sollozzo y los suyos, y que nos mantuviéramos al margen en todos los demás aspectos. Hagen dirigió a Sonny una mirada de aprobación. Había jugado bien sus cartas. Se había inclinado por lo más sencillo y evidente. Además, había expuesto con claridad su punto de vista.

El Don dio una nueva chupada a su cigarro.

– ¿Qué piensas tú del asunto, Tom?

Hagen se dispuso a ser absolutamente honesto. Había llegado ya a la conclusión de que el Don rechazaría la proposición de Sollozzo. Por otra parte, y eso era grave, Hagen estaba convencido de que ésta era una de las pocas veces en que el Don no había meditado suficiente un asunto determinado. En el caso de la propuesta de Sollozzo, sólo veía lo inmediato.

– Adelante, Tom -le animó la voz del Don-. Ni siquiera un _consigliere_ siciliano está siempre de acuerdo con su jefe.

Los tres se echaron a reír y Hagen pasó a exponer su punto de vista.

– Creo que debería usted aceptar. Hay muchas razones que me llevan a pensar así, y usted las sabe. La más importante es ésta: se puede ganar más dinero con los narcóticos que con cualquier otra actividad. Si nosotros no entramos en el asunto, otros lo harán. La familia Tattaglia, por ejemplo. Las ganancias pueden ser fabulosas, y les servirán para conseguir un mayor poder policial y político. Su familia llegará a ser más fuerte que la nuestra. Con el tiempo, intentarán quitarnos lo que ahora tenemos. Es lo mismo que ocurre con las naciones. Si ellos se arman, tenemos que armarnos. Si su poder económico llega a ser mayor que el nuestro, automáticamente se convierten en una amenaza para nosotros. Ahora tenemos el juego y los sindicatos, que es lo mejor que en la actualidad se puede tener. Pero pienso que los narcóticos son el negocio del futuro. En mi opinión, debemos entrar en el asunto; de lo contrario, nos arriesgamos a perderlo todo. No ahora, desde luego, pero sí dentro de diez años.

El Don parecía haber quedado enormemente impresionado. Echó una bocanada de humo.

– Eso es lo más importante, por supuesto -murmuró. Lanzó un profundo suspiro, se puso en pie y preguntó-: ¿A qué hora tengo que ver a ese infiel mañana?

– Estará aquí a las diez de la mañana -contestó Hagen, esperanzado.

– Quiero que los dos estéis aquí -dijo el Don. Se levantó y tomó a su hijo por el brazo-. A ver si duermes un poco esta noche, Santino. No pareces tú mismo. Cuídate, muchacho, y piensa que no siempre serás joven.

Sonny, alentado por este signo de preocupación paterna, preguntó lo que Hagen no se había atrevido a preguntar:

– Dime, papá ¿cuál será tu respuesta?

– ¿Cómo quieres que lo sepa hasta que Sollozzo me haya hablado de porcentajes y de otros detalles? -respondió Don Corleone, sonriendo-. Además, tengo que meditar cuidadosamente sobre las opiniones que se han expuesto aquí esta noche. Después de todo, no soy hombre que actúe a la ligera.

Mientras salía de la habitación, y como por casualidad, el Don dijo a Hagen:

– ¿Figura en tus notas que el Turco vivía de la prostitución, antes de la guerra? Lo mismo que la familia Tattaglia hace ahora. Anótalo antes de que se te olvide.

El tono de burla que advirtió en las palabras del Don hizo sonrojar a Hagen. Éste había preferido no mencionar el tema, ya que nada tenía que ver con el asunto. Además, temía que ello influyera en la decisión del Don. Evidentemente, en cuestiones sexuales Don Corleone era un verdadero puritano.

Virgil Sollozzo, alias el Turco, era un hombre corpulento, de mediana estatura y piel morena. Hubiese podido pasar perfectamente por un verdadero turco. Su nariz parecía una cimitarra y sus oscuros ojos tenían una mirada cruel. Además, poseía una impresionante dignidad.

Sonny Corleone lo saludó en la puerta y lo acompañó al despacho donde le esperaban Hagen y el Don. Hagen pensó que nunca había visto a un hombre de aspecto tan peligroso, excepción hecha de Luca Brasi.

Hubo profusión de corteses apretones de mano. «Si el Don me pregunta alguna vez si este hombre tiene lo que hay que tener, deberé responderle que sí», pensó Hagen. Nunca había visto tanta fuerza en un hombre, ni siquiera en el Don. De hecho, el Don no parecía estar en su mejor momento. En su saludo se había mostrado como acobardado, sin energías.

Sollozzo fue directo al asunto. Se trataba de narcóticos. Estaba todo previsto. Algunos plantadores turcos le habían prometido determinadas cantidades cada año. En Francia, él, Sollozzo, tenía un laboratorio bien protegido, que transformaba la planta en morfina. Y en Sicilia tenía otro laboratorio, absolutamente seguro también, que transformaba la morfina en heroína. El contrabando entre ambos países era todo lo seguro que estas cuestiones pueden ser. La entrada en Estados Unidos representaría una pérdida del cinco por ciento, dado que el FBI era incorruptible, como ambos sabían. Pero los beneficios serían enormes y el peligro, inexistente.

– ¿Por qué acude a mí, entonces? -preguntó el Don en tono cortés-. ¿Qué he hecho para merecer su generosidad?

El moreno rostro de Sollozzo permaneció impasible.

– Necesito dos millones de dólares en efectivo. Y lo que no es menos importante, necesito un colaborador que tenga amigos poderosos en los puestos clave. Algunos de mis hombres serán atrapados en el transcurso de los años, es inevitable. Ninguno de ellos estará fichado por la policía, eso lo prometo. Por ello, lo lógico será que los jueces les impongan condenas leves. Necesito un amigo que pueda garantizarme que cuando mis hombres tengan problemas, no van a pasar más de un año o dos entre rejas. Si es así, seguro que no hablarán. Pero si les condenan a diez o veinte años, entonces ¿quién sabe? En este mundo hay muchos hombres débiles. Pueden hablar, pueden comprometer a los demás. La protección legal es importantísima. Según me han dicho, Don Corleone, tiene usted más jueces en el bolsillo que pelos tiene un gato.

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