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Cuando el teléfono volvió a sonar, Hagen metió todos los documentos en el cajón. Al diablo con ellos. Se marcharía, y en paz.

Pero ni siquiera le pasó por la cabeza la idea de no contestar el teléfono. Cuando su secretario le dijo que era Michael Corleone, cogió de buena gana el auricular. Mike siempre le había caído simpático.

– Tom -dijo Michael Corleone-, mañana iré con Kay a la ciudad. Tengo algo muy importante que decir al viejo antes de Navidad. ¿Estará en casa mañana por la noche?

– Sí -contestó Hagen-. No saldrá de la ciudad hasta después de Navidad. ¿Puedo hacer algo por ti? Michael era tan reservado como su padre.

– No -dijo-. Espero que nos veamos por Navidad, pues todo el mundo estará en Long Beach ¿no es así?

– De acuerdo -dijo Hagen, satisfecho de que Mike no le hubiera entretenido hablando de tonterías.

Pidió a su secretario que llamara a su esposa para decirle que llegaría a casa un poco tarde, aunque a tiempo para cenar, y salió del edificio. Se dirigía, con paso rápido, hacia Macy's, cuando de pronto notó que alguien andaba junto a él. Sorprendido, vio que era Sollozzo. Éste le tomó del brazo y dijo, en voz apenas audible:

– No se alarme; sólo deseo hablar con usted.

Mientras, se había abierto la puerta de un automóvil estacionado junto a la acera.

– Suba; quiero hablarle -le ordenó Sollozzo.

Sin el menor asomo de confianza, Hagen subió al vehículo.

Michael Corleone había mentido a Hagen. Estaba ya en Nueva York, y le había llamado desde el hotel Pennsylvania, situado a menos de diez manzanas de distancia. Cuando el joven hubo colgado el auricular, Kay Adams se sacó el cigarrillo de la boca.

– Mike, he de reconocer que tienes carácter.

Michael se sentó junto a ella, en la cama.

– Todo lo he hecho por ti, cariño. Si hubiese dicho a mi familia que estábamos en la ciudad, habríamos tenido que ir con ellos. Nos hubiésemos perdido la cena y el teatro, aparte de que habría sido imposible que durmiéramos juntos. Sin estar casados, mi padre no lo hubiera consentido.

Abrazó a la muchacha y la besó. La boca de la muchacha era fresca. Mike, suavemente, la tendió junto a él y Kay cerró los ojos esperando que le hiciera el amor. El joven Corleone se sentía enormemente feliz. Había pasado los años de la guerra luchando en el Pacífico, y en aquellas islas ensangrentadas había soñado muchas veces con una chica como Kay Adams, con una belleza como la suya. Un cuerpo esbelto y bien torneado, una piel blanca y suave, un temperamento apasionado. Ella abrió los ojos y le besó. Estuvieron amándose hasta la hora de la cena.

Después de cenar pasearon un rato por delante de las iluminadas tiendas, llenas de clientes.

– ¿Qué regalo te gustaría para Navidad? -le preguntó Michael de repente.

– El regalo que más me gusta eres tú -repuso ella, apretándose contra su cuerpo-. ¿Crees que tu padre me aceptará?

– Eso no es lo más importante. ¿Me aceptarán los tuyos?

– No me preocupa en absoluto -concluyó Kay, encogiéndose de hombros.

– Incluso había pensado en cambiarme el nombre; legalmente, claro está -comentó Michael en tono reflexivo-. Pero creo que si algo ocurriera, eso no serviría de nada. ¿Estás segura de que quieres ser una Corleone?

Había hecho la pregunta sólo medio en broma, pero Kay, con profundo convencimiento, afirmó:

– Sí.

Se apretaron el uno contra el otro. Habían decidido casarse durante aquella semana navideña, sin ceremonia alguna, contando únicamente con el juez y dos testigos. Michael había insistido en que debía hablar de ello a su padre. Le había explicado que su padre no se opondría, siempre que la boda no se hiciera en secreto, pero Kay tenía sus dudas. Ella no pensaba decírselo a sus padres hasta después de la ceremonia.

– Naturalmente, supondrán que estoy embarazada.

– Es lo que creerán también mis padres -añadió Michael, sonriendo.

Lo que ninguno de los dos mencionó fue el hecho de que Michael tendría que cortar los estrechos lazos que le unían a su familia. Ambos sabían que dichos lazos habían comenzado ya a aflojarse, y se sentían algo culpables por ello. Habían planeado que terminarían sus estudios y se verían únicamente durante los fines de semana y las vacaciones de verano. Serían muy felices.

Después de cenar, fueron al teatro. La obra se titulaba Carrousel y era la historia sentimental de un ladrón gallardo y galante. El argumento los mantuvo con la sonrisa en los labios durante toda la representación. Cuando salieron del teatro hacía frío.

– Cuando estemos casados ¿me pegarás y me regalarás luego una estrella para que te perdone? -preguntó Kay, mimosa.

– Voy a ser profesor de matemáticas -contestó Mike, riendo-. ¿Quieres comer algo antes de volver al hotel?

Kay hizo un gesto negativo, a la vez que le dirigía una mirada cargada de intención. Michael se sentía admirado por el hecho de que la muchacha estuviera siempre dispuesta a hacer el amor. Se pararon un momento y en la fría calle se besaron apasionadamente. Michael, sin embargo, tenía hambre, por lo que decidió encargar que le subieran un par de bocadillos a la habitación. En el vestíbulo del hotel, Michael dijo a Kay:

– Compra algunos periódicos, mientras voy a buscar la llave.

Tuvo que esperar un rato en recepción, pues aunque la guerra ya había terminado, el hotel andaba todavía escaso de servicio. Cuando tuvo la llave en sus manos, Kay estaba aún en el puesto de periódicos. Tenía la vista fija en una de sus páginas. Michael se acercó a ella. Kay le miró con los ojos llenos de lágrimas.

– ¡Oh, Mike! -exclamó, sollozando. El joven tomó el periódico. Lo primero que vio fue una fotografía de su padre caído en la calle, rodeado de un charco de sangre. Cerca de él se veía a un hombre llorando. Era su hermano Freddie. Michael Corleone sintió que un frío glacial se apoderaba de todo su cuerpo. No sentía aflicción ni temor, sólo una rabia fría.

– Sube a la habitación -ordenó a Kay. Pero tuvo que tomarla del brazo y acompañarla. Caminaban en silencio. Una vez en la habitación, Michael se sentó en la cama y abrió el periódico. Los titulares rezaban: «Disparos contra Vito Corleone. Uno de los reyes del crimen ha sido gravemente herido. Se le ha operado bajo fuerte escolta policíaca. Se teme un sangriento ajuste de cuentas entre bandas rivales».

Michael sintió que las piernas se negaban a sostenerle.

– No ha muerto. Esos cerdos no han podido con él -dijo a Kay.

Volvió a leer el periódico. El atentado había ocurrido a las cinco de la tarde. Eso significaba que mientras él había estado haciendo el amor, cenando y disfrutando de un divertido espectáculo, su padre había estado debatiéndose entre la vida y la muerte. Michael se sintió profundamente culpable.

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