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Cuando estuvo muy cerca del naranjo, se detuvo en seco al ver a Michael y sus protectores. Parecía dispuesta a echar a correr nuevamente, como si la asustase el que éstos la miraran fijamente. Toda ella era un conjunto de óvalos; sus ojos, su rostro, su figura… todo era ovalado. Su piel morena y sus enormes ojos negros, protegidos por unas largas pestañas, eran impresionantes. Su boca, sin ser excesivamente grande, era carnosa y de aspecto dulce, pero en absoluto débil. Era tan increíblemente atractiva que Fabrizzio exclamó, en broma:

– ¡Acoge mi alma, Jesucristo, que me estoy muriendo!

Ella como si hubiera oído al demonio, regresó corriendo junto a sus compañeras. Al correr, sus caderas parecían querer reventar el estrecho vestido, aunque era evidente que ella no se daba cuenta de lo sensual que resultaba. Cuando llegó al lado de las otras muchachas, extendió el brazo en dirección al naranjo a cuya sombra se sentaban los tres hombres, y todas se alejaron, riendo, escoltadas por las dos matronas vestidas de negro.

Sin ser consciente de sus actos, Michael, se encontró de pie y con el corazón latiendo más deprisa de lo normal; se sentía un poco aturdido y notaba que la sangre bullía en su cuerpo. Percibía intensamente los mil perfumes de la isla; el aire olía a naranja, a limón y a flores. El cuerpo no le pesaba. Se sentía en otro mundo. Por fin, oyó la risa alegre de los dos pastores.

– ¿Ha sido atacado por el rayo, eh? -dijo Fabrizzio, dándole una palmada en el hombro.

Incluso Calo comentó en tono amistoso:

– Tómeselo con calma.

Michael estaba tan anonadado que se hubiera dicho que acababa de atropellarlo un coche. Fabrizzio le pasó la botella de vino, y Michael bebió un largo trago. El vino le ayudó a aclararse las ideas.

– Pero ¿de qué demonios están ustedes hablando? -espetó a sus guardaespaldas, que se rieron.

– No puede usted ocultar que el rayo le ha dado de lleno ¿eh? -comentó Calo un momento después, con toda seriedad-. Pero no se preocupe; eso es algo que nadie puede ocultar. No se sienta avergonzado, pues no hay motivo. De hecho, muchos rezan para que el rayo los ataque. Incluso me atrevería a afirmar que es usted un hombre afortunado.

A Michael no le gustaba poner de manifiesto sus emociones. Pero lo que acababa de ocurrirle era algo nuevo para él. Sus aventuras de adolescente habían sido otra cosa, y otra cosa era también el amor que sentía hacia Kay, basado en buena medida en la dulzura de ella, en su inteligencia y su capacidad para diferenciar lo claro de lo oscuro. Lo que sentía en ese momento era un irresistible deseo de posesión, y Michael sabía que no conseguiría quitarse de la cabeza el recuerdo de la muchacha si no conseguía que fuera suya. De repente, su vida se había simplificado. Ahora todo convergía en un solo punto, haciendo lo demás indigno de atención. Durante su exilio siempre había pensado en Kay, aunque sentía que nunca más podrían volver a ser amantes, ni siquiera amigos; después de todo, él no era sino un asesino, un mafioso. Pero ahora Kay había desaparecido de sus pensamientos.

– Iré al pueblo a informarme -dijo Fabrizzio ásperamente-. Quién sabe, tal vez sea más asequible de lo que imaginamos. Para el rayo sólo existe un remedio ¿eh, Calo?

El otro pastor hizo un grave gesto de asentimiento. Michael no pronunció una sola palabra. Se limitó a seguir a los dos pastores, que habían echado a andar hacia el cercano pueblo.

El pueblo, como muchos otros, tenía una plaza con una fuente en medio. Pasaron por una calle en la que había algunas tiendas, unas cuantas tabernas y un café delante del cual había tres o cuatro mesas. Los dos pastores se sentaron a una de las mesas, y Michael se unió a ellos. No había ni rastro de las muchachas. El pueblo parecía desierto. Sólo se veían algunos niños y un hombre que, evidentemente, no estaba en sus cabales.

El dueño del café se acercó a la mesa. Era un hombre grueso y tan bajo que semejaba un enano. Los saludó muy cordialmente y puso un plato de garbanzos encima de la mesa.

– Como ustedes son forasteros, permítanme un consejo: prueben mi vino. La uva es de mi propia viña, y lo han hecho mis hijos. Mezclan las uvas con naranjas y limones. Es el mejor vino de Italia.

Les trajo una jarra de vino, y los tres hombres estuvieron de acuerdo en que era aun mejor de lo que afirmaba el dueño del café. Era de un color casi negro y tan fuerte como el coñac. Dirigiéndose al propietario del establecimiento, Fabrizzio dijo:

– Seguramente conoce usted a todas las muchachas del pueblo. Hace un rato, por la carretera, vimos un grupo de chicas muy bonitas.

Señaló a Michael y añadió:

– Una de ellas ha impresionado a nuestro amigo.

El dueño del café miró fijamente a Michael. Su cara le había parecido muy vulgar, indigna de contemplarla por segunda vez. Pero un hombre atacado por el rayo era otra cosa.

– Será mejor que se lleve algunas botellas de mi vino a su casa. Beber le ayudará a conciliar el sueño.

Michael preguntó al hombre:

– ¿Conoce usted a una muchacha de cabello rizado? Es muy morena y tiene los ojos grandes y negros. ¿Vive en este pueblo alguna muchacha como la que acabo de describir?

En tono cortés, pero gélido, el hombre respondió:

– No, no la conozco -y a continuación entró en el café.

Los tres hombres bebieron lentamente, y cuando hubieron terminado la jarra, pidieron otra. Pero el dueño del café no se presentó a servirles. Fabrizzio entró en el local. Cuando regresó hizo una mueca y dijo a Michael:

– Lo que me figuraba. Se trata de su hija. Y ahora el hombre está pensando en cómo hacernos una trastada. Me parece que lo mejor será que nos vayamos a Corleone.

A pesar de los meses que llevaba en la isla, Michael no había podido acostumbrarse a la susceptibilidad de sus pobladores en asuntos sexuales, y el caso del propietario del café era muy extremado, aun para un siciliano. Pero los dos pastores parecían considerar el asunto de forma diferente de como lo hacía Michael.

– El viejo cabrón ha dicho que tiene dos hijos -añadió Fabrizzio, que ya se había puesto de pie, así como su compañero-, dos tipos duros dispuestos a obedecer ciegamente a su padre.

Michael le dirigió una fría mirada. Hasta entonces había sido un joven tranquilo y amable, un típico americano, pero todos sabían que algo muy viril había hecho, puesto que se ocultaba en Sicilia. Esa era la primera vez que los dos pastores veían la gélida mirada de un Corleone. Don Tommasino, que conocía la historia y la identidad de Michael, lo trató desde el primer momento como a un «hombre de respeto»; pero aquellos rústicos pastores se habían formado su propia y particular opinión sobre el «refugiado», y ésta no era muy elevada, por cierto. La frialdad de la mirada de Michael, la palidez de su cara, borraron instantáneamente la familiaridad con que ambos hombres le habían tratado hasta entonces.

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