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Cuando vio que ambos le prestaban atención con sumo respeto, Michael les dijo:

– Decidle al dueño del café que salga. Los dos guardaespaldas no dudaron ni por un instante. Se pusieron las armas al hombro y entraron en el local. Segundos después, reaparecían escoltando al dueño del café. El hombre no parecía nada asustado, aunque sí algo preocupado.

Michael se acomodó en su silla y lo estudió atentamente. Segundos después, con toda suavidad, dijo:

– Comprendo que lo he ofendido al hablarle de su hija, señor. Le presento mis más sinceras excusas. Soy forastero y no conozco las costumbres del país. Quiero que sepa que no era mi intención faltarle el respeto, ni a usted ni a ella.

Los dos pastores estaban profundamente sorprendidos. La voz de Michael había adquirido un tono desconocido para ellos. A pesar de que estaba disculpándose, sonaba autoritaria. El dueño del café hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, pero estaba más preocupado que antes, pues tenía la impresión de que aquel hombre no era como los demás.

– ¿Quién es usted y qué quiere de mi hija?

– Soy americano -contestó Michael-, y he venido a Sicilia huyendo de la policía de mi país. Me llamo Michael. Si informa usted a la policía, seguro que ganará una fortuna, pero si lo hiciera, su hija, más que ganar un marido, perdería un padre. Quiero conocer a su hija. Con su permiso, señor, y bajo la atenta mirada de su familia, naturalmente. Con todo decoro y con todo respeto. Soy un hombre cabal, y en modo alguno quiero deshonrar a su hija. Quiero conocerla, hablar con ella y luego, si ambos estamos de acuerdo, nos casaremos. Si no, nunca más volverán a verme. Quizá no le caiga bien a su hija, y en tal caso no podré hacer nada. Pero si no es así, le diré de mí todo lo que el padre de una esposa debe saber.

Los dos pastores y el padre de la muchacha lo miraban con expresión de sorpresa. Fabrizzio, con temor reverente, musitó:

– Es el verdadero rayo.

El dueño del café, por vez primera, no se mostraba tan desdeñoso ni seguro de sí; su enfado parecía haberse evaporado. Finalmente, preguntó:

– ¿Es usted amigo de los amigos? Dado que un siciliano no podía pronunciar la palabra «Mafia» en voz alta, ésa era la forma en que el padre de la muchacha le preguntaba si era miembro de la misma. Así se hacía siempre, aunque no era habitual dirigirse abiertamente a la persona en cuestión.

– No. En este país soy forastero -repuso Michael. El hombre le dirigió una mirada escrutadora, fijándose sobre todo en el lado izquierdo de su cara y en las piernas, muy largas en comparación con las de los sicilianos. Miró también a los dos pastores, que llevaban sus lupare a la vista, y recordó el tono en que, minutos antes, le habían dicho que su «apadrone» quería hablar con él. Había respondido que lo único que deseaba era que aquel hijo de puta se marchara, pero uno de los pastores le había contestado que era mejor que no se negara a hacer lo que le pedían. Algo le dijo que le convenía salir, del mismo modo que en ese momento algo le decía que sería conveniente no mostrarse descortés con el forastero.

– Venga el domingo por la tarde. Me llamo Vitelli y mi casa está en la parte alta del pueblo… Pero venga al café; después iremos a mi casa.

Fabrizzio empezó a decir algo, pero Michael, con una mirada, lo hizo callar. A Vitelli no le pasó inadvertido aquel gesto. Por ello, cuando Michael se levantó para estrecharle la mano, el dueño del café aceptó el apretón y sonrió. Haría algunas investigaciones, y si las respuestas eran desfavorables, sus dos hijos disuadirían a Michael. Vitelli no carecía de relaciones entre los «amigos de los amigos». Pero algo le decía que la fortuna acababa de llamar a su puerta, que la belleza de su hija beneficiaría a toda la familia. Algunos de los jóvenes de la localidad comenzaban a rondarla, pero aquel forastero se encargaría de ahuyentarlos. Vitelli, en prueba de su buena voluntad, regaló a los tres hombres sendas botellas de su mejor vino. Advirtió que las consumiciones las había pagado uno de los pastores, lo que le impresionó todavía más, pues demostraba claramente que Michael era de un rango superior a los dos hombres que lo acompañaban.

Michael ya no estaba interesado en la caminata. Encontraron un garaje, alquilaron un coche y ordenaron al conductor que los llevara a Corleone.

Los dos pastores debieron de informar al doctor Taza, pues después de cenar éste dijo a Don Tommasino, mientras tomaban el fresco en el jardín:

– Hoy, nuestro amigo ha sido atacado por el rayo. Don Tommasino no se sorprendió.

– Ojalá a esos jóvenes de Palermo les alcanzara algún rayo -se limitó a gruñir-, pero de los que llevan electricidad. Sería la única forma de poder vivir tranquilo.

Hablaba de la nueva generación de mafiosos de las grandes ciudades, que en Palermo pretendían imponerse a los viejos como él.

– Quiero que ordene a esos dos pastores que el próximo domingo me dejen a solas -pidió Michael a Tommasino-. Voy a cenar a casa de una chica y no deseo moscones a mi alrededor.

– Tu padre me hizo responsable de tu seguridad, Michael. No puedes pedirme eso. Otra cosa. Estoy enterado de lo de esa chica, y sé también que has hablado de matrimonio. No puedo permitir que el asunto siga adelante sin antes haber informado a tu padre.

Michael decidió mostrarse prudente, ya que Don Tommasino era un hombre de respeto.

– Don Tommasino, usted conoce a mi padre. Cuando alguien le dice que no, se vuelve completamente sordo y no recupera el oído hasta que la respuesta es sí. Pues bien, mi «no» lo ha oído muchas veces. Comprendo lo de los guardias; no quiero causarle a usted ningún problema y dejaré que vengan conmigo el domingo. Pero si quiero casarme, me casaré. Convendrá usted conmigo en que, si no le permito a él inmiscuirse en mi vida privada, sería insultante, insultante para mi padre quiero decir, que se lo permitiera a usted.

– Muy bien, pues -dijo el «capomafia»-. Pero que sea casamiento. Sé lo que es el rayo, ese rayo. Ten en cuenta que ella es una buena muchacha, y que su familia es muy respetable. Si la deshonras, su padre intentará matarte. Conozco muy bien a la familia ¿sabes?

– Tal vez la muchacha no me encuentre de su gusto. Es muy joven, y puede pensar que soy demasiado mayor para ella.

Al ver que Don Tommasino y el doctor Taza sonreían, Michael añadió:

– Otra cosa: necesitaré algún dinero para hacerle un regalo, y también me hará falta un automóvil.

– Fabrizzio se ocupará de eso -repuso Don Tommasino-. Es un muchacho muy listo; en la Marina le enseñaron mecánica. Por la mañana te daré algún dinero, y luego me ocuparé de informar a tu padre de lo que está sucediendo. Tengo la obligación de hacerlo.

Michael estaba satisfecho. Al cabo de un instante, le preguntó al doctor Taza:

– ¿Tiene usted algo para evitar que de mi nariz salgan mocos continuamente? Sospecho que a la muchacha no le gustaría ver que no paro de sonarme.

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