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Un mañana Michael decidió dar un largo paseo hasta las montañas que se elevaban más allá de Corleone. Naturalmente, tuvo que soportar la compañía de los dos pastores guardaespaldas, lo que no constituía una protección contra los enemigos de la familia Corleone, sino una simple medida de precaución, ya que si un extranjero corría peligro, un nativo… también: la región estaba infestada de bandidos, y de miembros de la Mafia que luchaban los unos contra los otros implicando, a la vez, a todo el que se atrevía a internarse en el escenario de sus luchas. Además, el caminante corría el peligro de ser confundido con un ladrón de «pagliaii».

Un pagliaio era una especie de cabaña con techo de paja que servía para guardar los utensilios de los campesinos y cobijar a los trabajadores en los momentos de descanso, a la hora de la comida del mediodía, etc.; de este modo, los que trabajaban en el campo no tenían que regresar a casa hasta la noche. En Sicilia, el campesino no vivía junto a la tierra que cultivaba. Era demasiado peligroso y, además, las tierras eran pobres. Así pues, vivía en el pueblo y al clarear se traslada a los campos. El trabajador que al llegar a su pagliaio lo encontraba saqueado, sufría un grave perjuicio. Y una vez que la ley se había mostrado inoperante a la hora de resolver el asunto, intervenía la Mafia y solucionaba el problema… a su manera, por supuesto. Es decir, asesinando a varios ladrones de «pagliaii» sin más, con lo que resultaba inevitable que se cometieran injusticias. Era por ello por lo que había que estar prevenido: Michael podía pasar por delante de un pagliaio recientemente saqueado y ser acusado de haber cometido el robo, a menos que alguien declarara en su favor.

Así pues, una mañana, Michael Corleone salió a dar un paseo por el campo, acompañado como siempre por los dos pastores. Uno de ellos era un individuo muy tosco, silencioso e impasible. Tenía las facciones morunas, y era delgado como suelen serlo los sicilianos jóvenes. Se llamaba Calo.

El otro pastor era más locuaz. Algo más joven que su compañero, había visto un poco de mundo gracias a que había hecho la guerra en la Marina. Sin embargo, apenas si había tenido tiempo de hacer algo más que cubrirse el cuerpo de tatuajes, pues su barco no había tardado en ser hundido, y él fue hecho prisionero por los ingleses. Al acabar la guerra, sus tatuajes lo convirtieron en el hombre más famoso de su aldea, pues los sicilianos no solían llevar tatuajes -quizá no tanto porque no les gustase como porque no tenían oportunidad de hacérselos-, aunque en sus carros y tartanas solían pintar escenas rurales llenas de gracia. A pesar de ello, al regresar a su aldea natal el pastor, que se llamaba Fabrizzio, no se sentía muy orgulloso de sus tatuajes, uno de los cuales (el que llevaba en el vientre, y que tapaba una mancha roja de nacimiento) representaba una escena muy cara al «honor» siciliano; representaba a un marido apuñalando a un hombre y una mujer desnudos en actitud de estar haciéndose el amor.

En ocasiones, Fabrizzio obsequiaba a Michael con queso fresco y lo acribillaba a preguntas sobre América, pues a los guardaespaldas no habían podido ocultarles su verdadera nacionalidad. Sin embargo, ignoraban quién era. Únicamente sabían dos cosas: que había tenido que huir de América y que no convenía meterse en honduras con respecto a él.

Michael y sus dos inseparables compañeros solían dar largos paseos por los polvorientos caminos, donde de vez en cuando se cruzaban con carretas pintadas tiradas por asnos. Los campos ofrecían un aspecto magnífico, rebosantes de flores, naranjos, almendros y olivos. Precisamente, habían constituido una de las sorpresas de Michael. Convencido de la exactitud de la legendaria pobreza de los sicilianos, había esperado encontrar una tierra reseca e igualmente pobre. Y de pronto se preguntaba cómo era posible que los isleños pudieran habituarse a vivir en otra parte. Sin duda, el gran éxodo de lo que parecía ser un Edén demostraba lo malvados que algunos hombres debían de ser con los demás.

Cierto día, Michael salió con la intención de ir hasta la población costera de Mazara, para luego, al anochecer, regresar a Corleone en autobús. Pensaba que si se cansaba lograría dormir toda la noche de un tirón. Los dos pastores llevaban pan y queso para comer durante el trayecto, así como sus lupare.

Hacía una mañana maravillosa. Michael se sentía como cuando, siendo niño, salía de su casa temprano, a principios del verano, para ir a jugar a la pelota. Sicilia era una alfombra de flores, y el olor de los naranjos y los limoneros era tan penetrante que podía olerlo a pesar de que la herida que había sufrido en la cara afectaba su sentido del olfato.

A causa de la herida aún sentía molestias en el ojo izquierdo. Además, y por el mismo motivo, tenía que limpiarse continuamente la nariz, debido a lo cual siempre llevaba consigo una buena provisión de pañuelos. No obstante, últimamente, se había acostumbrado a hacer como los campesinos sicilianos, que se sonaban sin pañuelo, a pesar de que siempre le había disgustado siquiera pensarlo. Se notaba la cara «pesada». El doctor Taza le había dicho que ello se debía a la presión causada por la fractura mal curada. Se trataba, en concreto, de una fractura del arco cigomático, y si hubiese sido tratada antes de que los huesos se soldaran, la cosa se habría arreglado sin dificultad; un instrumento parecido a una cuchara, que servía para colocar el hueso en su sitio, habría bastado. En opinión del doctor, ahora tendría que someterse a una intervención quirúrgica maxilo-facial. Michael no había querido oír más. Dijo que ni hablar; aunque, a decir verdad, más que el dolor y demás molestias, lo peor era aquella sensación de pesadez en el rostro. Aquel día, Michael y su escolta no llegaron a la costa. Después de andar unos veinticinco kilómetros, se sentaron a la sombra de un naranjo para comer y beber un poco. Fabrizzio no paraba de decir que un día se iría a América… Después de comer se echaron, y cuando Fabrizzio se desabrochó la camisa, dejando al descubierto el tatuaje de su vientre, todos se rieron al ver al hombre y la mujer desnudos a quienes el marido burlado apuñalaba. Fue entonces cuando Michael sufrió el ataque de lo que los sicilianos llaman «el rayo».

Más allá del naranjal se extendían los verdes campos propiedad de un barón, y frente al mismo, al otro lado de la carretera, había una villa, de aspecto tan romano que parecía sacada de las ruinas de Pompeya. Era un pequeño palacio, de enorme pórtico de mármol y esbeltas columnas griegas. Procedente de allí, se acercaba un grupo de muchachas campesinas, acompañadas por dos robustas matronas completamente vestidas de negro. Eran del pueblo y acababan de cumplir con sus deberes para con el barón, consistentes en limpiar y barrer el palacio, preparándolo para la estancia invernal de su propietario. En ese momento se hallaban arrancando flores con las que adornar todas las habitaciones, y sin reparar en la presencia de los tres hombres, iban acercándose a éstos.

Lucían delantales multicolores, y aunque ninguna debía de tener más de veinte años, sus cuerpos estaban plenamente desarrollados. Tres o cuatro de ellas empezaron a perseguir a una que corría en dirección al naranjo debajo del cual se encontraban sentados Michael y los dos campesinos. La perseguida llevaba un racimo de uvas, y arrojaba granos a sus perseguidoras. Tenía el cabello negro y brillante, y su cuerpo parecía querer escapar de la piel que lo envolvía.

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