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Las autoridades nunca les habían dado la justicia solicitada, y en consecuencia las gentes acudían a aquella especie de Robin Hood que era la Mafia. Y la Mafia seguía, hasta cierto punto, desempeñando este papel. Ante cualquier emergencia, a quien se pedía ayuda era al «capomafia» local. Él era su previsor social, su capitán, su protector.

Pero lo que el doctor Taza no dijo, lo que Michael aprendió por sí solo en el curso de los meses siguientes, era que la Mafia siciliana se había convertido en el brazo ilegal de los ricos, e incluso en la policía auxiliar de la estructura política y legal. Se había convertido en una degenerada estructura capitalista, anticomunista y antiliberal, que imponía sus tributos en todos los negocios, por pequeños que éstos fueran.

Michael Corleone comprendió por vez primera por qué hombres como su padre habían preferido convertirse en ladrones y asesinos, antes que en miembros de la sociedad legalmente establecida. La pobreza, el miedo y la degradación eran demasiado terribles para que un hombre enérgico pudiera soportarlos. Y algunos emigrantes sicilianos habían supuesto que en América encontrarían una autoridad igualmente cruel.

El doctor Taza se ofreció a llevar a Michael a Palermo -la visita semanal-, pero éste declinó la invitación. Su precipitado viaje a Sicilia no le había permitido hacerse curar debidamente la mandíbula, por lo que llevaba en el lado izquierdo de la cara un recuerdo del capitán McCluskey. Los huesos se habían soldado mal, dando a su rostro un aspecto siniestro. Siempre le había preocupado su aspecto, por lo que se sentía desgraciado. El dolor, en cambio, no le importaba en absoluto, sobre todo desde que el doctor Taza le había proporcionado unas píldoras calmantes. Además, se había ofrecido a operarlo, pero Michael rehusó. Llevaba allí el tiempo suficiente para saber que el doctor Taza probablemente fuera el peor médico de Sicilia. Era un hombre que leía de todo, excepto libros de medicina, de la que él mismo confesaba no entender nada en absoluto. Había aprobado sus exámenes gracias a los buenos oficios del más importante jefe mafioso de Sicilia, que había viajado especialmente a Palermo para indicar a los profesores las notas que debían poner al alumno Taza, lo que constituía una demostración más de que la Mafia era un cáncer para la sociedad siciliana. El mérito nada significaba, ni tampoco el talento o el trabajo. El Padrino mafioso le daba a uno su profesión como si de un regalo se tratara. Michael disponía de mucho tiempo para pensar. Durante el día paseaba constantemente acompañado por dos de los pastores de Don Tommasino. Los pastores de la isla eran a menudo reclutados como asesinos a sueldo, por lo que realizaban su trabajo sencillamente para ganarse la vida. Michael pensaba en la organización de su padre. Si seguía prosperando, se convertiría en un cáncer similar a la Mafia de la isla. Sicilia era ya una tierra de fantasmas; sus hombres emigraban a todos los países, en su ansia de ganarse el pan o el deseo de escapar a la muerte, pues el solo hecho de ejercer las libertades políticas y económicas bastaba para ser condenado.

Lo que más maravillaba a Michael era la sorprendente belleza del paisaje. Con frecuencia paseaba entre los naranjales, que formaban umbrosas y profundas cavernas de las que salía un agua pura y fresca, que brotaba de piedras horadadas desde hacía siglos. Había muchas casas parecidas a las antiguas villas romanas, con enormes portales de mármol y grandes habitaciones abovedadas, que estaban en ruinas o habitadas por rebaños de ovejas. En el horizonte, los verdes campos brillaban a la luz del sol crepuscular, dando al paisaje un aspecto inenarrable. Y a veces, Michael llegaba hasta la localidad de Corleone, situada al pie de una montaña, donde vivían mil ochocientas personas y en la que el año último habían sido asesinadas más de sesenta. Parecía como si la muerte se hubiese enseñoreado de Corleone. Más allá del pueblo, el bosque de Ficuzza rompía la salvaje monotonía de la llanura.

Los dos pastores guardaespaldas llevaban siempre con ellos sendas «lupare» especie de escopeta con el cañón recortado. Era el arma favorita de los mafiosos. El jefe de policía enviado por Mussolini para eliminar a la Mafia siciliana ordenó, como primera medida, que los muros fueran derribados hasta que tuvieran todos menos de un metro de altura, al efecto de que los asesinos no pudieran, con sus lupare, parapetarse en los mismos. La medida fue totalmente ineficaz, y la policía resolvió el problema deportando a colonias penales a todo hombre sospechoso de ser un mafioso.

Cuando la isla de Sicilia fue liberada por los ejércitos aliados, los militares americanos creyeron que cuantos habían sido encarcelados por el régimen fascista eran demócratas. En consecuencia, muchos mafiosos fueron nombrados alcaldes o intérpretes del gobierno militar de ocupación. Esto permitió a la Mafia recuperar con creces el poder perdido.

Los largos paseos nocturnos, acompañado de una botella de buen vino para digerir la sabrosa cena a base de pasta y carne, eran lo único que permitía a Michael conciliar el sueño. En la biblioteca del doctor Taza había muchos libros en italiano, y aunque Michael hablaba el siciliano y había estudiado algo de italiano, leer en esta lengua no le resultaba fácil. Al cabo de un tiempo, sin embargo, y a pesar de que nadie lo hubiera confundido con un nativo por su modo de hablar, se habría podido pensar que era un italiano de las provincias septentrionales cercanas a Suiza y Alemania.

La deformación del lado izquierdo de su cara, en cambio, sí le hacía parecer siciliano. En la isla era normal que se padecieran esas deformaciones u otras semejantes debido a la falta de cuidados médicos. Muchos niños y hombres presentaban cicatrices que en América hubieran sido fácilmente borradas con sencillos tratamientos.

Michael pensaba a menudo en Kay, en su sonrisa, en su cuerpo, y sentía una especie de remordimiento por no haberse despedido de ella. Sin embargo, las muertes de Sollozzo y el capitán McCluskey no turbaban en absoluto su conciencia. El primero había tratado de matar a su padre; el segundo le había desfigurado la cara.

El doctor Taza siempre le aconsejaba que se hiciera operar el rostro, especialmente cuando Michael le pedía algún calmante. Y es que el dolor era cada vez más frecuente e intenso. Taza le explicó que por debajo del ojo pasa un nervio muy delicado, del que a su vez emanan una serie de nervios secundarios. En realidad, la búsqueda de ese nervio era uno de los entretenimientos favoritos de los torturadores de la Mafia, que para ello empleaban un punzón para el hielo. En el caso de Michael, ese nervio había sido dañado. Bastaría con que se sometiera a una sencilla operación en un hospital de Palermo para que el dolor remitiese.

Michael se negó. Y cuando el doctor le preguntó el motivo, Michael respondió:

– Es un recuerdo de América. En efecto, el dolor no le importaba. Consideraba que era algo que podía soportarse perfectamente la mayor parte del tiempo, y estaba convencido de que, en cierto modo, purificaba.

Cuando Michael empezó a sentirse aburrido ya habían pasado cerca de siete meses. Para entonces Don Tommasino apenas si aparecía por la villa, lo que hacía suponer que estaba muy ocupado. En realidad, el jefe mafioso empezaba a tener problemas con la nueva generación de Palermo, que ganaba mucho dinero con el auge de la construcción posterior a la guerra. Convencidos de su superioridad, trataban de imponerse a los mafiosos de antes de la contienda, a quienes consideraban unos anticuados. Don Tommasino debía dedicar todo su tiempo a defender sus dominios. Así pues, Michael tenía que pasarse sin la compañía del viejo y contentarse con las historias del doctor Taza, que comenzaban a repetirse.

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