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– ¿Cuánto tardaron en localizar a Billingham tras encontrar a Green?

– Treinta y seis horas.

– Es mucho tiempo.

– Es mucho terreno.

– Aun así. ¿Estaba tirado en el suelo?

– No, le habían enterrado superficialmente. Por eso no debieron de verlo la primera vez que pasaron. Cuando se trata de chicos desaparecidos todo el mundo se apunta y quiere ayudar a cubrir más terreno. Pasaron por encima de él. No se dieron cuenta de que estaba aquí.

Muse miró al suelo. No había nada destacable. Había una cruz, como uno de esos recuerdos improvisados que se ponen en los lugares donde se ha producido un accidente de coche. Pero la cruz estaba casi tumbada. No había foto de Billingham. Ni recuerdos, ni flores ni peluches. Sólo una cruz hecha polvo. Sola en el bosque. Muse casi se estremeció.

– Probablemente ya lo sabe, pero el asesino se llamaba Wayne Steubens. Resultó que era un monitor. Se han elaborado muchas teorías sobre lo que pasó aquella noche, pero el consenso parece ser que Steubens liquidó primero a los chicos desaparecidos, Pérez y Copeland. Los enterró. Empezó a excavar una tumba para Douglas Billingham cuando encontraron a Margot Green. Entonces se marchó. Según el criminólogo de Quántico, para él enterrar los cuerpos era parte de la emoción. Supongo que ya sabe que Steubens enterró a todas las demás víctimas, ¿verdad? Las de los otros estados.

– Sí, ya lo sé.

– ¿Sabía que dos de ellos todavía estaban vivos cuando los enterró?

También lo sabía.

– ¿Tuvo ocasión de interrogar a Wayne Steubens? -preguntó Muse.

– Hablamos con todos en ese campamento.

Lo dijo lenta y cuidadosamente. A Muse se le despertó una alarma en la cabeza. Lowell continuó.

– Sí, el tal Steubens me puso los pelos de punta, al menos es lo que pienso ahora. Pero puede que sea un efecto posterior, ya no lo sé. No había pruebas que relacionaran a Steubens con los asesinatos. De hecho, no había nada que relacionara a nadie con ellos. Encima Steubens era rico. Su familia contrató a un abogado. Como se puede imaginar, el campamento se vació enseguida. Todos los chicos volvieron a casa. A Steubens lo mandaron al extranjero el siguiente semestre. A una escuela de Suiza, creo.

Muse todavía miraba la cruz.

– ¿Quiere que sigamos?

Ella asintió y se pusieron a caminar.

– ¿Desde cuándo es investigadora jefe? -preguntó Lowell.

– Hace unos meses.

– ¿Y antes?

– Tres años en homicidios.

Él volvió a secarse la nariz.

– No se vuelve más fácil, ¿verdad?

La pregunta parecía retórica, así que Muse no contestó y siguió caminando.

– No es la indignación -dijo él-. Ni siquiera son los muertos. Ellos ya no están. No puedes hacer nada. Es lo que queda atrás, el eco. Este bosque por el que camina. Algunos viejos creen que se oye un eco aquí. No es tan raro si te pones a pensarlo. Seguro que Billingham gritó. Él grita, resuena, rebota adelante y atrás, el sonido va disminuyendo, pero no llega a desaparecer nunca del todo. Como si una parte de él siguiera gritando, incluso ahora. El asesinato resuena así.

Muse mantuvo la cabeza baja, mirando dónde ponía los pies en el suelo accidentado.

– ¿Ha conocido a alguna de las familias de las víctimas?

Ella lo pensó.

– Sólo a mi jefe.

– Paul Copeland -dijo Lowell.

– ¿Se acuerda de él?

– Ya le he dicho que interrogué a todo el mundo del campamento.

La alarma volvió a sonar en la cabeza de Muse.

– ¿Fue él quien le hizo investigar el caso? -preguntó Lowell.

Muse no contestó.

– El asesinato es injusto -siguió él-. Es como si Dios tuviera un plan y un orden natural. Lo crea y alguien decide desbaratarlo. Si resuelves el caso, es una ayuda. Pero es como si arrugaras una lámina de aluminio. Al encontrar al asesino vuelves a extenderla, pero para la familia, nunca recupera su forma.

– ¿Una lámina de aluminio?

Lowell se encogió de hombros.

– Está hecho un filósofo, sheriff.

– Mire a su jefe a los ojos de vez en cuando. Lo que pasó en este bosque aquella noche sigue allí. Todavía resuena, ¿no?

– No lo sé -dijo Muse.

– Y yo no sé si usted debería estar aquí.

– ¿Por qué lo dice?

– Porque yo interrogué a su jefe aquella noche.

Muse paró de caminar.

– ¿Me está diciendo que existe un conflicto de intereses?

– Creo que es exactamente lo que podría estar diciendo.

– ¿Paul Copeland fue sospechoso?

– El caso sigue abierto. A pesar de su interferencia, sigue siendo mi caso. Por lo tanto, no le responderé a esto. Pero sí le diré una cosa: mintió sobre lo ocurrido.

– Era un chico que tenía que hacer guardia. No sabía lo importante que era.

– Eso no es excusa.

– Pero después dijo la verdad, ¿no?

Lowell no respondió.

– He leído el expediente -continuó Muse-. Se escapó y no hizo lo que debía hacer durante la guardia. Hablando de estar destrozado, ¿qué le parece el sentimiento de culpa que debe de sentir? Seguro que echa de menos a su hermana. Pero creo que le consume más el sentimiento de culpa.

– Es interesante.

– ¿Qué?

– Ha dicho que le consume el sentimiento de culpa -dijo Lowell-. ¿Qué clase de culpa?

Muse siguió caminando.

– Es curioso, ¿no le parece?

– ¿Qué? -preguntó Loren.

– Que aquella noche dejara su puesto. Piénselo un momento. Un chico tan responsable. Todos decían lo mismo de él. Y de repente, la noche que los campistas se escapan, la noche que Wayne Steubens planea cometer un asesinato, Paul Copeland decide portarse mal.

Muse no dijo nada.

– Querida colega, esto siempre me ha parecido demasiada coincidencia.

Lowell sonrió y se volvió.

– Venga, está oscureciendo y usted quiere ver lo que ha encontrado su amigo Barrett -dijo.

Después de que Glenda Pérez se marchara, no lloré, pero estuve a punto.

Me quedé sentado, solo, estupefacto, sin saber qué hacer, qué pensar o qué sentir. Me temblaba todo el cuerpo. Me miré las manos. Me temblaban de mala manera. Incluso hice eso que haces cuando crees que puedes estar soñando. Efectué todas las comprobaciones y no estaba soñando. Era real.

Camille estaba viva.

Mi hermana había salido viva del bosque. Como Gil Pérez.

Llamé a Lucy al móvil.

– Hola -dijo.

– No te vas a creer lo que acaba de decirme la hermana de Gil Pérez.

– ¿Qué?

La puse al corriente. Cuando llegué a la parte de que Camille había salido viva del bosque, Lucy pegó un grito.

– ¿Lo crees? -preguntó.

– ¿Lo de Camille?

– Sí.

– ¿Por qué iba a decirlo si no fuera verdad?

Lucy no dijo nada.

– ¿Qué? ¿Crees que miente? ¿Qué motivos tendría?

– No lo sé, Paul. Pero nos faltan muchas piezas.

– Lo comprendo, pero piensa un momento: Glenda Pérez no tiene motivos para mentirme sobre esto.

Silencio.

– ¿Qué pasa, Lucy?

– Es que es muy raro. Si tu hermana está viva, ¿dónde demonios ha estado todo este tiempo?

– No lo sé.

– ¿Qué vas a hacer ahora?

Lo pensé un momento, intentando serenarme. Era una buena pregunta. ¿Ahora qué? ¿Qué hacía ahora?

– He vuelto a hablar con mi padre -dijo Lucy.

– ¿Y qué?

– Recuerda algo sobre aquella noche.

– ¿El qué?

– No quiere decírmelo. Ha dicho que sólo te lo dirá a ti.

– ¿A mí?

– Sí. Ira ha dicho que quiere verte.

– ¿Ahora?

– Si tú quieres.

– Quiero. ¿Paso a recogerte?

Ella vaciló.

– ¿Qué?

– Ira ha dicho que quiere que vayas solo. Que no hablará delante de mí.

– De acuerdo.

Más vacilación.

– ¿Paul?

– ¿Qué?

– Recógeme de todos modos. Esperaré en el coche.

Los detectives de homicidios York y Dillon estaban en la «sala de tecnología» comiendo pizza. La sala era en realidad un lugar de reunión donde tenían televisores, vídeos y cosas por el estilo.

Entró Max Reynolds.

– ¿Cómo va?

– Esta pizza es un asco -dijo Dillon.

– Estamos en Nueva York, ni más ni menos. La Gran Manzana. El hogar de la pizza. Y esto sabe a caca de perro.

Reynolds encendió el televisor.

– Siento que la comida no esté a tu gusto.

– ¿Exagero? -Dillon miró a York-. A ver, ¿esto sabe a vómitos o soy yo?

– Es la tercera porción que te comes -dijo York.

– Y probablemente la última. Para que veáis que lo digo en serio.

York miró a Max Reynolds.

– ¿Qué tienes para nosotros?

– Creo que he encontrado a nuestro hombre. O al menos, su coche.

Dillon pegó un buen tirón a la pizza con los dientes.

– Menos hablar y más actuar.

– Hay una tienda en la esquina a dos calles de donde encontraron el cadáver -empezó Reynolds-. El dueño ha tenido problemas de robos de los artículos que tiene en la calle. Así que ha enfocado la cámara en esa dirección.

– ¿Un coreano? -preguntó Dillon.

– ¿Cómo dices?

– El dueño de la tienda. ¿Es coreano?

– No estoy seguro. ¿Y eso qué tiene que ver?

– Me juego lo que sea a que es coreano. Por eso pone la cámara enfocando hacia fuera, por si le roban una naranja. Después empieza a gritar que paga los impuestos cuando probablemente tiene a diez ilegales trabajando en el local y exige que alguien haga algo. Como si la policía pudiera perder el tiempo mirando sus cintas baratas y borrosas para encontrar al ladrón de fruta.

Calló y York miró a Reynolds.

– Sigue.

– En fin, la cámara nos da una visión parcial de la calle. Nos pusimos a buscar coches así de antiguos, de más de treinta años, y mirad lo que hemos encontrado.

Reynolds ya tenía la cinta puesta en el sitio pertinente. Se vio un antiguo Volkswagen Escarabajo y él congeló la imagen.

– ¿Éste es nuestro coche? -preguntó York.

– Un Volkswagen Escarabajo de 1971. Uno de nuestros expertos dice que lo sabe por la suspensión MacPherson delantera y por el maletero frontal. Más importante aún, esta clase de coche concuerda con las fibras de alfombra que encontramos en la ropa del señor Santiago.

– Joder -dijo Dillon.

– ¿Se ve la matrícula? -preguntó York.

– No. Sólo tenemos una imagen lateral. Ni una parte, ni siquiera el estado.

– Pero ¿cuántos Volkswagens Escarabajo amarillos originales puede haber en circulación? -dijo York-. Empezamos por los vehículos matriculados en Nueva York, y después Nueva Jersey y Connecticut.

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