Me acercaron a una ventana. No se entra en la habitación. Se mira desde detrás de un cristal. La sala estaba embaldosada para poder limpiarla a manguerazos; no había necesidad de gastar en decoración o servicios de limpieza. Todas las camillas estaban vacías menos una. El cadáver estaba tapado con una sábana, pero se veía la etiqueta colgada del dedo del pie. Es verdad que las usan. Miré el gran dedo gordo asomando por debajo de la sábana, totalmente desconocido. Eso es lo que pensé. No reconozco el dedo gordo de este hombre.
Con la tensión, la mente te juega malas pasadas.
Una mujer con mascarilla empujó la camilla para acercarla a la ventana. Entonces me acordé del día en que nació mí hermana. Recordé la maternidad del hospital. La cristalera era más o menos igual, con tiras finas de hojas en forma de diamante. La enfermera, una mujer con una constitución parecida a la mujer del depósito, empujó el carrito con mi hermanita dentro hacia la ventana. Igual que ahora. Es de suponer que en circunstancias normales habría pensado en algo conmovedor como el principio y el final de la vida, pero no pensé nada de eso.
La mujer levantó el extremo de la sábana. Miré la cara. Todos los ojos estaban posados en mí. Lo sabía. El difunto tenía más o menos mi edad, treinta y tantos. Llevaba barba. La cabeza afeitada. Tenía puesto un gorro de ducha que me pareció un poco grotesco, pero sabía para qué lo llevaba.
– ¿Le han disparado en la cabeza? -pregunté.
– Sí.
– ¿Cuántas veces?
– Dos.
– ¿Calibre?
York se aclaró la garganta, como si intentara recordarme que no se trataba de mi caso.
– ¿Le conoce?
Volví a mirar.
– No -dije.
– ¿Está seguro?
Estaba a punto de confirmarlo. Pero algo me detuvo.
– ¿Qué pasa? -preguntó York.
– ¿Por qué estoy aquí?
– Queríamos saber si le conocía…
– Ya, pero ¿qué les hizo pensar que podía conocerle?
Desvié la vista a un lado y vi que York y Dillon intercambiaban una mirada. Dillon se encogió de hombros y York recogió el testigo.
– Llevaba su dirección en el bolsillo -dijo York-. Y también un puñado de recortes sobre usted.
– Soy un personaje público.
– Sí, lo sabemos.
Se calló. Me volví a mirarlo.
– ¿Qué pasa?
– Los recortes no hablaban de usted. En realidad, no.
– ¿De qué hablaban entonces?
– De su hermana -dijo-. Y de lo que pasó en el bosque.
La temperatura de la sala bajó diez grados, pero al fin y al cabo estábamos en el depósito. Intenté mantener la calma.
– Puede que fuera un fanático de los crímenes. Hay muchos por ahí.
York vaciló. Vi que volvía a intercambiar una mirada con su compañero.
– ¿Qué pasa? -pregunté.
– ¿A qué se refiere?
– ¿Qué más llevaba encima?
York se volvió hacia un empleado cuya presencia ni siquiera había advertido y dijo:
– ¿Puede mostrar al señor Copeland los efectos personales?
Seguí mirando la cara del difunto. Tenía marcas de viruela y arrugas. Intenté imaginármelo sin ellas. No le conocía. Manolo Santiago era un desconocido para mí.
Alguien trajo una bolsa de pruebas de plástico rojo. La vaciaron sobre una mesa. Desde lejos distinguí unos vaqueros y una camisa de franela. Había una cartera y un móvil.
– ¿Han mirado el móvil? -pregunté.
– Sí. Es desechable. La agenda está vacía.
Aparté la mirada de la cara del difunto y me acerqué a la mesa. Las piernas me temblaban.
Había algunas hojas de papel dobladas. Desdoblé una con cuidado. El artículo del Newsweek. La foto de los cuatro adolescentes muertos, las primeras víctimas del Monitor Degollador. Siempre empezaban con Margot Green porque su cuerpo fue localizado enseguida. Se tardó un día más en localizar a Doug Billingham. Pero el verdadero interés estaba en los otros dos. Se había encontrado sangre y ropa desgarrada perteneciente tanto a Gil Pérez como a mi hermana, pero no los cuerpos.
¿Por qué no?
Es sencillo. Los bosques son inmensos. Wayne Steubens los había escondido bien. Pero algunas personas, esas que aman las conspiraciones, no lo creían así. ¿Por qué sólo habían desaparecido dos cuerpos? ¿Cómo podía Steubens haberlos trasladado y enterrado tan rápidamente? ¿Tenía un cómplice? ¿Cómo lo había hecho? ¿Qué estaban haciendo esos cuatro en el bosque?
Incluso ahora, dieciocho años después de que arrestaran a Wayne, la gente habla de los «fantasmas» del bosque, o de que hay una secta secreta viviendo en una cabaña abandonada o de pacientes escapados de un sanatorio u hombres con garfios en vez de manos o extraños experimentos médicos que salieron mal. Hablan del coco y de los restos de su campamento, rodeado todavía de los huesos de los niños que se ha comido. Dicen que de noche todavía pueden oír aullar a Gil Pérez y a mi hermana, Camille, buscando venganza.
Pasé muchas noches solo en ese bosque. Nunca oí aullar a nadie.
Mis ojos pasaron de la foto de Margot Green a la de Doug Billingham. La fotografía de mi hermana era la siguiente. Había visto esa foto millones de veces. A los medios les encantaba porque en ella mi hermana parecía maravillosamente normal. Era una chica cualquiera, la canguro favorita, la adolescente encantadora que vivía a una manzana. Camille no era así. Era maliciosa, tenía unos ojos vivos y una sonrisa de niña mala que hacía perder la cabeza a los chicos. Esa foto no se parecía en nada a ella. Ella era mucho más. Y tal vez eso le había costado la vida.
Iba a coger la última fotografía, la de Gil Pérez, pero algo me detuvo.
El corazón se me paró.
Sé que suena dramático, pero fue lo que sentí. Miré el montón de monedas que Manolo Santiago tenía en el bolsillo y lo vi, y fue como si una mano se introdujera en mi pecho y me estrujara el corazón tan fuerte que no le permitiera latir.
Retrocedí.
– Señor Copeland.
Mi mano avanzó como si tuviera vida propia. Vi que mis dedos lo cogían y lo acercaban a mis ojos.
Era un anillo. Un anillo de chica.
Miré la foto de Gil Pérez, el chico que había sido asesinado junto a mi hermana en el bosque. Volví atrás veinte años. Y recordé la cicatriz.
– ¿Señor Copeland?
– Enséñeme su brazo -dije.
– ¿Cómo dice?
– El brazo. -Me volví hacia el cristal y señalé el cadáver-. Enséñeme su brazo, maldita sea.
York hizo una seña a Dillon. Éste apretó el intercomunicador.
– Quiere ver el brazo del fallecido.
– ¿Cuál? -preguntó la mujer del depósito.
Me miraron.
– No lo sé -dije-. Los dos, supongo.
Parecían confundidos, pero la mujer obedeció. Bajó la sábana.
Ahora su torso era peludo. Estaba más gordo, al menos catorce kilos más que en aquella época, pero eso no era sorprendente. Había cambiado. Todos habíamos cambiado. Pero no era eso lo que buscaba. Yo miraba el brazo en busca de una cicatriz irregular.
Estaba allí.
En el brazo izquierdo. No me sobresalté ni nada por el estilo. Era como si me hubieran despojado de parte de mi realidad y estuviera demasiado entumecido para hacer nada al respecto. Me quedé allí quieto.
– ¿Señor Copeland?
– Le conozco -dije.
– ¿Quién es?
Señalé la foto de la revista.
– Se llama Gil Pérez.