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Como Seküre no salió de casa de su padre para dirigirse a la del novio sino que fui yo quien fue a la suya, como todos aquellos que se casan para vivir en casa de sus suegros, hubo que adaptar la procesión nupcial a dicha circunstancia. Por supuesto, no me encontraba en situación de vestir con sus mejores galas a mis amigos ricos y a mis parientes como hacían otros para que me esperaran montados a caballo ante la puerta de Seküre. No obstante, llevé conmigo a dos amigos de la infancia que me había encontrado durante los seis días que llevaba en Estambul (uno de ellos había llegado a ser secretario, como yo, y el otro dirigía unos baños) así como a mi querido barbero, cuyos ojos se llenaron de lágrimas al felicitarme mientras me afeitaba; monté el mismo caballo blanco que había montado el primer día y esperamos a la puerta de mi Seküre como si fuéramos a llevárnosla de esa casa a otra, a una vida distinta.

Hayriye abrió la puerta y le di una buena propina. Seküre llevaba un rojísimo vestido de novia y unas cintas rosadas que le llegaban de la cabeza a los pies; salimos de la casa entre lloros, hipidos, suspiros, exclamaciones y bienaventuranzas que procedían del interior (una mujer le gritó a los niños) y ella montó con habilidad a un segundo caballo blanco que habíamos llevado de reserva. Cuando el tamboril y el dulzainero que el barbero había contratado en el último momento apiadándose de mí iniciaron una lenta melodía nupcial y echaron a andar, se puso en marcha la pobre, triste, pero orgullosa procesión de la novia.

En cuanto los caballos iniciaron la marcha noté que aquel desfile era algo que Seküre, con su astucia habitual, había preparado para garantizarse el buen resultado de la boda. Gracias a la procesión, el barrio entero se enteraría de la boda, aunque fuera en el último momento, y así, al ser algo aprobado por todo el mundo, las posibles objeciones que se hicieran a nuestro matrimonio resultarían demasiado endebles. Por otro lado, anunciar tan abiertamente que estábamos a punto de casarnos, celebrar la boda de aquella manera tan ostentosa, como si desafiáramos a nuestros enemigos, al antiguo marido de Seküre y a su familia, lo ponía todo en peligro ya desde el principio. De haber sido por mí, me habría casado con Seküre en secreto, sin que nadie se enterara, sin celebrar la boda y habría defendido nuestro matrimonio una vez convertido en su marido.

Mientras avanzaba al frente de la procesión nupcial por las calles del barrio montado en mi caprichoso caballo blanco, que parecía surgido de una leyenda, mi mirada buscaba temerosa a Hasan y a sus hombres, que se nos echarían encima surgiendo repentinamente de cualquier bocacalle o de la puerta oscura de algún patio. Ante las puertas y al pie de los muros vi viejos y adultos del barrio que miraban nuestra extraña procesión sin entender lo que pasaba pero con respeto y a forasteros que se detenían a saludarnos. Sin que yo lo pretendiera entramos en el pequeño mercado y por la alegría del frutero, que nos acompañó cuatro o cinco pasos lanzando alabanzas a Dios pero sin alejarse demasiado de sus membrillos, zanahorias y manzanas multicolores, por la sonrisa del melancólico carnicero y por las miradas de aprobación del hornero que hacía que su aprendiz rascara la parte quemada de los bollos, comprendí que Seküre había puesto en marcha de manera magistral su red de rumores y cotilleos anunciando en un brevísimo plazo de tiempo su divorcio y su boda y con-siguiendo la aprobación general. No obstante, yo seguía alerta contra cualquier ataque desagradable e inesperado e incluso cualquier comentario de mal gusto. Por eso no me molesto en absoluto la multitud de niños que comenzó a seguirnos al salir del mercado entre gritos y bromas persiguiendo una propina: podía comprender por las sonrisas de las mujeres que apenas acertaba a ver por entre las persianas, las rejas y los huecos de los postigos que la alegría y el alboroto de aquella multitud de niños nos ofrecía protección y legitimidad.

Mi mirada estaba en el camino que seguía la procesión nupcial, que, por fin y gracias a Dios, regresaba dando vueltas y revueltas al lugar de donde había salido, pero mi corazón estaba con Seküre, con su pena. No era la desdicha de verse obligada a casarse el mismo día en que su padre había sido asesinado lo que hacía que sintiera pena por ella, sino el que la boda fuera tan pobre y tan poco vistosa. Mi Seküre se merecía caballos con arreos de plata y sillas de cuero repujado llevando a jinetes que vistieran ropas de marta y seda con bordados de oro, cientos de caballos y carros cargados con regalos y llevando el ajuar, decenas de hijas de bajas y de sultanas que la siguieran y una multitud de viejas mujeres del harén sentadas en sus coches hablando de los esplendores de los días pasados. Pero su boda carecía del palio hecho de seda roja como la sangre que sostenían con varas cuatro lacayos a los cuatro costados del caballo y que protegía de miradas a todas las jóvenes adineradas, y de un criado que caminara al frente llevando ostentosamente las enormes velas nupciales adornadas con motivos frutales de oro o plata, con piedras brillantes y tiras de cuentas y festones en forma de árboles. Como el tamborilero y el dulzainero no sentían el menor respeto por el desfile nupcial, dejaban de tocar de vez en cuando, y como ante nosotros no había nadie que marchara diciendo «apartaos, apartaos, llega la novia» nuestra procesión se mezclaba con las multitudes del mercado y con las criadas que llenaban sus cántaros de agua en la fuente de la plaza, y yo sentía, más que vergüenza, una pesadumbre que casi llenaba mis ojos de lágrimas. En cierto momento en que nos íbamos acercando a la casa reuní el valor suficiente como para volverme sobre mi caballo y mirarla y me consoló ver tras las cintas rosadas y el velo rojo sangre del vestido de novia que Seküre, en lugar de estar triste por aquel paseo que no se merecía en absoluto, estaba aliviada porque habíamos llegado al final del trayecto y de la procesión nupcial sin que hubiera habido el menor incidente desagradable. Así pues, con los mismos movimientos que todos los futuros maridos, ayudé a desmontar a la hermosa novia con la que me iba a casar instantes después, la cogí del brazo y con una lentitud que divertiría a todo el que lo contemplara, vertí sobre su cabeza puñados de ásperos de una bolsa llena que tenía preparada al efecto. Mientras los niños, que habían correteado a nuestro alrededor durante toda aquella lamentable procesión, se peleaban por recoger unas monedas, Seküre y yo entramos en el patio, cruzamos el atrio y en cuanto entramos en la casa nos dimos cuenta con horror del denso olor a cadáver que acompañaba al calor del interior.

Al ver que mientras los miembros de la procesión se acomodaban Seküre se comportaba como las ancianas, las mujeres y los niños de la casa (Orhan me observaba suspicaz desde un rincón) aparentando que aquel hedor no existía, por un instante sentí la sombra de la duda; pero noté de tal manera, como si me ahogara, en mi boca, en mi garganta y en mis pulmones el olor de los cadáveres dejados al sol en los campos de batalla, con la ropa hecha trizas, despojados de zapatos, botas y cinturones, con las caras, los ojos y los labios comidos por las alimañas, que estaba seguro de no equivocarme.

Abajo, en la cocina, le pregunté a Hayriye dónde estaba el señor Tío y cómo era posible que la casa apestara de aquella manera y le dije que iban a descubrirlo todo. Aquello más que hablar era delirar en susurros. Por otro lado mi mente estaba fascinada con la idea de que era la primera vez que le estaba hablando a Hayriye como su señor.

– Como me ordenasteis, lo acosté, le puse el camisón de dormir, le tapé con el edredón y le puse a la cabecera vasos con jarabes. Si huele es por el calor del brasero de la habitación -me contestó la mujer llorando.

Un par de lágrimas cayeron chisporroteando en la sartén donde estaba friendo carne de carnero. Por su forma de llorar noté primero que el señor Tío compartía su cama con ella Por las noches, pero luego sentí vergüenza por haber pensado de aquella manera. Ester, que estaba sentada silenciosa pero altiva en un rincón de la cocina, tragó lo que estaba mascando y se puso en pie.

– Haz feliz a Seküre -dijo-. Deberías saber lo que vale.

Oí en mi interior aquel sonido de laúd que había escuchado mientras caminaba por las calles el día de mi llegada a Estambul pero ahora en su melodía había más vida que tristeza. Luego, mientras el señor Imán nos casaba en la habitación en penumbra en la que estaba acostado mi Tío con su camisón, la melodía de aquella música seguía en mí.

Durante la boda el padrino de Seküre fue mi Tío en su camisón ya que no se notaba en absoluto que estaba muerto en lugar de enfermo gracias a que Hayriye había oreado la habitación en un abrir y cerrar de ojos y había escondido el candil en un rincón de manera que se ocultaba su luz; los testigos eran mi amigo el barbero y un anciano muy sabihondo del barrio. Aunque durante la ceremonia, que acabó con las bendiciones y los consejos del imán y las oraciones de todos nosotros, un viejo metomentodo acercaba la cabeza suspicaz hacia el difunto preocupado por su salud, en cuanto el imán terminó de casarnos, di un salto, agarré la mano rígida de mi Tío y grité con todas mis fuerzas:

– No se preocupe por nada, querido señor Tío. Haré todo lo que sea necesario para que Seküre y los niños estén siempre bien alimentados y vestidos y vivan rodeados de amor

Luego hice como si mi Tío intentara susurrarme algo desde su lecho de enfermo, desde su almohada, apoyé con cuidado y respeto la oreja en sus labios y aparenté escucharle con los oídos y los ojos bien abiertos, tal y como nosotros, jóvenes respetuosos, escuchamos con toda atención, como si bebiéramos un elixir mágico, el par de consejos filtrados por toda una vida que nos ofrece cuando llega el momento oportuno algún anciano al que respetamos. El señor Imán y los viejos del barrio me miraban demostrando que apreciaban y aprobaban la fidelidad y la devoción eterna que podían ver en mi manera de escuchar los consejos que mi suegro me susurraba en su lecho de enfermo en el umbral de la muerte. Espero que ya nadie piense que tengo algo que ver con el asesinato de mi Tío.

Dije a los invitados presentes en el cuarto que el pobre enfermo deseaba estar solo. Abandonaron rápidamente el cuarto y mientras pasaban a la otra habitación donde se habían reunido los hombres para comer el arroz con carne de cordero de Hayriye (ahora yo también confundía el olor del cadáver con el del tomillo, el comino y el cordero frito), subí a la antesala y, como haría cualquier hombre melancólico que pasea absorto y preocupado por su propia casa, abrí sin pensármelo dos veces la puerta de la habitación de Hayriye, entré sin dudar y, sin prestar atención a las mujeres que gritaban horrorizadas de que un hombre se uniera a ellas, miré dulcemente a Seküre, que me sonrió con alegría en los ojos al verme, y le dije:

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