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38. Yo, el Maestro Osman

Ya sabéis cómo son esos viejos cascarrabias que han envejecido entregando su vida generosamente a un arte. Riñen a todo el mundo. Habitualmente son altos, huesudos y delgados. Les gustaría que el breve plazo que les queda de vida fuera una repetición del largo periodo que han dejado atrás. Enseguida se sulfuran y se enfurecen, protestan por cualquier cosa. Cogen las riendas de todo desesperando a cualquiera. No les gusta nadie ni nada. Yo soy uno de ellos.

Cuando sólo era un aprendiz de dieciséis años, también era así el maestro de maestros Nurullah Selim Çelebi, con quien tenía el placer de pintar sentados rodilla contra rodilla en el mismo taller, aunque no tenía tan mal genio como yo. También era así el último gran maestro Ali el Rubio, a quien enterramos hace treinta años, aunque no era tan alto y delgado como yo. Como sé que los dardos de las críticas que apuntaban a aquellos legendarios maestros que en tiempos dirigían los talleres ahora se clavan a menudo en mis espaldas, me gustaría que vosotros supierais que ciertos lugares comunes que se dicen sobre nosotros no tienen el menor fundamento.

1. No nos gusta nada nuevo porque no existe nada nuevo que realmente pueda gustar a nadie.

2. Tratamos a la mayor parte de los hombres como si fueran imbéciles porque son imbéciles, no porque seamos nerviosos en exceso, desdichados, ni porque tengamos ningún otro defecto. (No obstante, sería más elegante e inteligente por nuestra parte que nos comportáramos mejor con ellos.)

3. El hecho de que haya olvidado y confunda tantos nombres y rostros, excepto los de aquellos ilustradores que he querido y formado desde que eran aprendices, no se debe a que ya esté chocho, sino a que dichos nombres y rostros son tan descoloridos y opacos como para que no merezca la pena que me acuerde de ellos.

Durante el funeral del Tío, cuya alma Dios se llevó tan pronto a causa de sus estupideces, intenté olvidar los sufrimientos que tiempo atrás me había provocado el difunto cuando me obligó a imitar a los maestros francos. A la vuelta pensé lo siguiente: que ya no estaban muy lejos de mí la ceguera y la muerte, esos dones de Dios. Por supuesto, seré recordado mientras mis pinturas y los libros que he ilustrado os alegren la vista y abran las flores del gozo en vuestros corazones. Pero después de mi muerte quiero que se sepa esto: al final de mis días, en mi vejez, aún había muchas cosas que me hacían sonreír de felicidad. Por ejemplo:

1. Los niños. (Ellos resumen todas las normas del Universo.)

2. Los recuerdos agradables. (Los muchachos apuestos, las mujeres, pintar a gusto, la amistad.)

3. Encontrarme con maravillas de los antiguos maestros de Herat. (Algo imposible de explicar a quien no las conozca.)

Todo esto significa simplemente lo siguiente: el taller de ilustradores de Nuestro Sultán, que actualmente dirijo, ya no es capaz de producir maravillas como antaño. Veo que el trabajo va cada vez a peor, que todo acabará por agotarse y desvanecerse. Noto con amargura que a pesar de que hemos entregado amorosamente nuestra vida a este trabajo, en muy raras ocasiones hemos podido alcanzar la belleza de los antiguos maestros de Herat. Aceptar estas certezas con humildad hace que la vida resulte más fácil. De hecho, la humildad es una virtud tan poco apreciada en nuestro mundo precisamente porque facilita la vida.

Con esa misma humildad estoy corrigiendo una ilustración de un Libro de las festividades , donde se describe la ceremonia de circuncisión de nuestros príncipes, en la que se muestra cómo el gobernador de Egipto le está presentando sus regalos al niño recién circuncidado, una espada decorada con rubíes, esmeraldas y turquesas con un talabarte de terciopelo rojo delicadamente bordado en oro y un fogoso caballo árabe, brioso, gallardo y más rápido que el rayo, con una estrella en la frente y el pelo más brillante que la plata, con el bocado y las riendas de cadenilla de oro y los estribos de perlas y berilio y con la silla de terciopelo rojo bordada en oro y con rosetas de rubí. Voy dando pinceladas a izquierda y derecha en aquella pintura cuya composición hice yo aunque dejé que los aprendices pintaran el caballo, la espada, al príncipe y a los embajadores que observan la ceremonia. Puse morado en algunas hojas del plátano del Hipódromo. Añadí amarillo a los botones del embajador del jan de los tártaros. Mientras estaba extendiendo algo de dorado a las riendas del caballo, llamaron a la puerta. Me detuve.

Era un paje. El Tesorero Imperial me llamaba a Palacio. Los ojos me dolían agradablemente. Me metí la lente en el bolsillo del caftán y salí con el paje.

¡Qué agradable resulta caminar por la calle después de trabajar largo rato! El mundo parece tan nuevo y sorprendente como si Dios lo hubiera creado ayer mismo.

Vi un perro, tenía más sentido que cualquier pintura de un perro. Vi un caballo, mis maestros ilustradores los pintan con más sentido. En el Hipódromo vi un plátano; era el mismo plátano en cuya pintura había puesto morado en las hojas poco antes.

Llevo dos años pintando los desfiles que pasan por el Hipódromo y salir a caminar por allí da la impresión de que pasearas por lo que tú mismo has hecho. Doblamos por una calle, si estuviéramos en una pintura de los francos nos saldríamos de la composición y del encuadre, si estuviéramos en una pintura como las que hacían nuestros antiguos maestros de Herat llegaríamos al lugar donde Dios nos ve, si estuviéramos en una pintura china nunca saldríamos de ella porque las pinturas de los chinos se extienden hasta el infinito.

El paje no me llevaba a la antigua Sala del Consejo, donde solía reunirme con el Tesorero Imperial para hablar de los pagos pendientes, de los regalos, los libros o los huevos de avestruz decorados que los ilustradores estaban preparando para Nuestro Sultán, de la salud, el bienestar o la paz espiritual de los ilustradores, del suministro de pintura, pan de oro y otros materíales necesarios, de las habituales quejas y peticiones, de la tranquilidad, los deseos, la alegría y la voluntad de Nuestro Sultán, el Escudo del Mundo, de esto y de lo de más allá, de mis ojos, de mis lentes y de mis dolores de espalda, del miserable de su yerno o de su gato romano. En silencio entramos a los Jardines Privados. Entre árboles aún más silenciosos que nosotros bajamos cuidadosos como criminales en dirección al mar. Me acerco al Pabellón de la Costa, están allí, así que voy a ver a Mi Sultán, eso me estaba diciendo cuando nos apartamos del camino. Caminamos cuatro o cinco pasos por detrás de donde se guardaban los botes y entramos por la puerta abovedada de un edificio de piedra. Desde el horno de la guardia llegaba un aroma de pan. Entonces vi al Comandante de la Guardia vestido de rojo.

El Tesorero Imperial y el Comandante de la Guardia en la misma habitación. ¡Ángel y Diablo!

El Comandante de la Guardia, que ejecutaba, torturaba, interrogaba, daba palizas, sacaba ojos e infligía la tortura de la falaka para Nuestro Sultán en los jardines de Palacio, me sonreía dulcemente. Me daba la impresión de ser un compañero de cuarto con el que me hubiera visto obligado a compartir una minúscula habitación en cualquier posada y que se dispusiera a contarme alguna simpática anécdota.

Pero no fue el Comandante de la Guardia quien comenzó a hablar, sino el Tesorero Imperial.

– Hace un año Nuestro Señor me encargó la preparación de un libro que quería que se llevara en el máximo secreto para que formara parte de los regalos que iban a ofrecerse a una comisión de embajadores -dijo con un tono tímido-. Debido a dicho secreto, no encontró adecuado que lo escribiera el Cronista Imperial Lokman ni tampoco quiso mezclarte a ti, aunque es un gran admirador de tu talento. Estimaba que el Libro de las festividades que describe la circuncisión de los príncipes os tenía bastante ocupados.

En cuanto entré en la habitación me había imaginado aterrorizado que aquel miserable me habría calumniado, que habría impresionado al Soberano diciendo que esa pintura era blasfema o que aquella otra se burlaba de él y que estaría dispuesto a torturarme sin que le importara mi edad. Ahora las palabras del Tesorero Imperial, que trataba de ganarse mi corazón porque Nuestro Sultán le había encargado un libro a otro, me parecían más dulces que la miel. Escuché la historia de aquel libro, que ya me sabía de sobra, y no pude enterarme de nada nuevo. Yo además estaba al tanto de los rumores sobre Nusret, el predicador de Erzurum, y sobre las intrigas en los talleres.

Sólo por preguntar algo, y aunque ya conocía la respuesta, le pregunté quién preparaba el libro.

– El señor Tío, como ya sabes -me contestó el Tesorero Imperial, y, mirándome a los ojos, añadió-: ¿Sabías que no murió de muerte natural, sino que fue asesinado?

– No lo sabía -dije tan cándidamente como si fuera un niño, y guardé silencio.

– Nuestro Sultán está muy, pero que muy furioso -continuó el Tesorero.

Aquel imbécil al que llamaban el señor Tío era medio bobo. Los maestros ilustradores hablaban de él sonriendo y en tono burlón porque era más presuntuoso que sabio y porque se dejaba llevar más por sus caprichos que por su razón. De todas maneras, durante el funeral había sentido una extraña comezón. ¿Cómo lo habrían matado?

– El Tesorero Imperial me lo contó. Terrible. Señor, protégenos. ¿Quién habría sido?

– El Sultán nos ha dado una orden -continuó el Tesorero-. Al igual que el Libro de las festividades , quiere que este otro se termine cuanto antes…

– Hay una segunda orden -añadió el Comandante de la Guardia-. Quiere que se encuentre a ese asqueroso asesino, a ese demonio malintencionado, si es que forma parte de los ilustradores. Y le castigará de tal forma que sirva como ejemplo para todo el mundo para que a nadie se le ocurra siquiera volver a sabotear un libro de Nuestro Sultán o matar a uno de sus ilustradores.

Por un instante apareció en el rostro del Comandante de la Guardia una curiosa excitación, como si ya supiera el castigo que el Sultán le iba a imponer al criminal.

Me di cuenta de que Nuestro Sultán había encargado poco antes a aquella pareja esas misiones y que lo había hecho al mismo tiempo obligándolos a cooperar, algo que odiaban de tal manera que ni siquiera eran capaces de ocultarlo, y sentí un amor que iba más allá de la pura admiración por Nuestro Soberano. Un paje nos trajo café y nos sentamos.

El señor Tío tenía un sobrino al que había educado y que entendía de pintura y de libros: Negro. ¿Lo conocía yo? Guardé silencio. Poco tiempo atrás había regresado a Estambul a petición de su Tío desde la frontera con Persia, donde trabajaba para Serhat Bajá (el Comandante de la Guardia lanzó una mirada suspicaz), ya en Estambul había intimado bastante con su Tío y se había enterado de la historia del libro que éste estaba preparando. Decía que después del asesinato de Maese Donoso su Tío sospechaba de los maestros ilustradores que acudían a su casa a medianoche para ayudarlo con el libro. Había visto las ilustraciones que dichos maestros habían preparado: afirmaba que el asesino había robado una de ellas, la imagen del Sultán, precisamente en la que se había usado más dorado. Este joven había ocultado durante dos días la muerte de su Tío a Palacio, al Tesorero. Como en ese tiempo se había casado a toda prisa con la hija de su Tío, de una manera bastante poco acorde con el Libro Sagrado, y se había instalado en su casa, ambos sospechaban también de Negro.

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