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36. Me llamo Negro

Después de que Seküre se encerrara con los niños en su habitación, yo me quedé largo rato escuchando los ruidos de la casa y sus interminables rumores. En cierto momento Seküre y Sevket comenzaron a hablar en susurros pero enseguida ella le chistó inquieta para que se callara. Al mismo tiempo oí un ruido en el atrio, por la parte del pozo, pero no hubo nada más. Luego le presté atención a una gaviota que se había posado en el tejado pero también ella, como todo lo demás, acabó por fundirse con el silencio. Después oí un profundo gemido que provenía de más allá de la antesala y comprendí de qué se trataba: Hayriye lloraba en sueños. Los gemidos se convirtieron en toses, la tos se interrumpió tras un último estallido y comenzó de nuevo ese espantoso e interminable silencio. Poco después me quedé helado imaginando que alguien andaba paseando por la habitación donde yacía el cadáver de mi Tío.

A lo largo de todos aquellos silencios estuve observando las pinturas que tenía delante de mí, imaginando cómo el apasionado Aceituna, Mariposa, de bellos ojos, y el difunto iluminador les aplicaban los colores. Tal y como le ocurría a mi Tío me apetecía dirigirme una a una a las ilustraciones y llamarlas «¡Diablo!», «¡Muerte!» pero cierto temor me lo impedía. De hecho, aquellas ilustraciones ya me habían enfurecido bastante porque no había podido escribir una historia que les conviniera a pesar de la insistencia de mi Tío. Como en mi mente se iba clavando la idea de que era una realidad irrefutable que la muerte de mi Tío tenía que ver con ellas sentía miedo e impaciencia. Ya había mirado todo lo que podía mirar aquellas ilustraciones mientras escuchaba las historias de mi Tío sólo para poder estar cerca de Seküre. Ahora que Seküre era mi mujer, ¿para qué iba a prestarles más atención? «Porque Seküre no sale de la cama para venir a ti ni siquiera después de que se duerman los niños», me contestó una despiadada voz interior. Esperé largo rato observando las ilustraciones a la luz de la vela por si mi hermosa de ojos negros venía a mí.

Cuando los gritos de Hayriye me despertaron ya por la mañana, agarré el candelabro y lo lancé hacia la antesala. De repente pensé que Hasan y los hombres que hubiera podido reunir asaltaban la casa y se me pasó por la cabeza ocultar las ilustraciones. Pero, sin que pasara mucho, comprendí que Hayriye gritaba por orden de Seküre para anunciar a los niños y a los vecinos la muerte de mi señor Tío.

Cuando me encontré con Seküre en la antesala nos abrazamos con fuerza, los niños, que habían saltado de la cama con los gritos de Hayriye, vacilaban.

– Vuestro abuelo ha muerto -les dijo Seküre-, Ni se os ocurra entrar en ese cuarto.

Se apartó de mis brazos, fue junto a su padre y comenzó a llorar.

Yo metí a los niños en la habitación de donde habían salido.

– Cambiaos de ropa u os vais a enfriar -les dije sentándome a un lado de la cama.

– Mi abuelo no ha muerto al amanecer, sino esta noche -dijo Sevket.

Sobre la almohada uno de los hermosos y largos cabellos de Seküre dibujaba una letra que me decía «wáw». El calor de Seküre seguía dentro del edredón. Ahora oíamos sus lloros y sus gritos junto con los de Hayriye. El hecho de que pudiera chillar como si su padre acabara de morir de forma inesperada me parecía algo tan sorprendente y tan falso, que noté en mi corazón que no conocía en absoluto a mi Seküre, que estaba poseída por un espíritu que me resultaba totalmente extraño.

– Tengo miedo -dijo Orhan con una mirada que parecía pedir permiso para llorar.

– No tengáis miedo -les dije-. Vuestra madre llora para que los vecinos se enteren de que vuestro abuelo ha muerto y vengan.

– ¿Y qué si vienen? -preguntó Sevket.

– Si vienen, no sólo nosotros estaremos tristes y lloraremos, sino ellos también. Y así se repartirá nuestra pena y se hará más llevadera.

– ¿Has matado tú al abuelo? -gritó Sevket.

– ¡Como le des un disgusto a tu madre no te querré nada de nada! -le respondí gritando yo también.

Nos gritábamos no como huérfano y padrastro, sino como dos personas que se hablaran desde las orillas opuestas de un arroyo atronador. Mientras tanto, Seküre, para que los chillidos se oyeran mejor en el barrio, había subido hasta la antesala e intentaba abrir los postigos forzando las tablas.

Notando que no podría permanecer como mero testigo de los acontecimientos, salí de la habitación. La ayudé a empujar la ventana de la antesala y entre ambos luchamos con las tablas. El postigo se abrió con un último empujón y cayó al patio. El sol y el frío golpearon nuestras caras y por un momento nos quedamos desconcertados. Seküre comenzó a llorar a moco tendido gritando como si quisiera despertar al mundo entero.

La muerte de mi señor Tío, anunciada a gritos por todo el barrio, se convirtió ante mis ojos en un dolor mucho más trágico y penetrante de lo que había sentido hasta entonces. El llanto de mi mujer, fuera auténtico o falso, me afectaba a mí también. Y, de una forma totalmente inesperada, comencé a llorar. No sé si realmente lloraba de pena o si sólo aparentaba llorar porque me daba miedo que me consideraran responsable de la muerte de mi Tío.

– ¡Se ha ido, se ha ido, se ha ido! ¡Ay, mi pobre padre! ¡Se ha ido, se ha idooo! -gritaba Seküre.

Mis voces y mis palabras eran del mismo estilo, pero lo cierto es que no me daba verdadera cuenta de lo que decía. Me veía con los ojos de los habitantes del barrio, que en ese momento clavaban su mirada en nosotros desde sus casas, desde las puertas entreabiertas y desde los huecos de los postigos y creía que estaba haciendo lo correcto. Llorando me purificaba de mis dudas sobre si mi dolor y mis lágrimas eran auténticos o no, de mis recelos de si sería acusado de asesinato, incluso del miedo que sentía por Hasan y sus hombres.

Seküre era mía y parecía que lo celebrara con gritos y lágrimas. Atraje hacia mí a mi esposa, que seguía chillando, y, sin que me importara que los niños se nos estuvieran acercando con lágrimas en los ojos, la besé con amor en la mejilla. A pesar de estar llorando noté que era suave y templada como su cama y que olía a almendras como en nuestra infancia.

Luego, con los niños, fuimos todos juntos junto al cadáver. Yo empecé a decir «No hay más Dios que Dios» como si mi Tío estuviera agonizante en lugar de ser un cadáver de dos días que ya apestaba bastante y pudiera repetirlo antes de morir y fuera al Paraíso siendo aquéllas sus últimas palabras. Luego hicimos como si mi Tío lo hubiera repetido realmente y sonreímos por un instante mirando su rostro prácticamente deshecho y su cabeza machacada. Al mismo tiempo elevé las manos al cielo y recité la azora «Ya Sin» y todos se callaron para escucharme. Con un trozo limpio de gasa que había traído Seküre, atamos bien y con cuidado la boca abierta de mi Tío, cerramos de nuevo cariñosamente sus ojos destrozados, giramos ligeramente el cuerpo acostándolo sobre su costado derecho y le volvimos el inexistente rostro hacia la alquibla. Seküre extendió sobre el cuerpo de su padre una sábana limpia.

Me agradaron la atención de médicos con que los niños contemplaban todo aquello y el silencio que siguió a los llantos. Por fin me sentía como alguien que tiene de veras una mujer, hijos, un hogar, una casa y aquél era un pensamiento mucho más sólido que todos los miedos a la muerte.

Recogí las ilustraciones, las coloqué una a una en su cartapacio, me puse mi grueso caftán y salí de la casa a la cartera llevándomelas conmigo. Fui directamente a la mezquita del barrio sin prestar atención a una abuela del vecindario que se dirigía entusiasmada a nuestra casa atraída por los gritos y por el placer de compartir el dolor acompañada por su mocoso nieto, a quien se le notaba en todo lo mucho que le agradaba aqueja diversión.

La minúscula madriguera de ratas a la que el imán llamaba «casa», como ocurre en la mayoría de las ostentosas mezquitas de reciente construcción, era un lugar tan pequeño como para provocar vergüenza ajena situado junto a las enormes cúpulas y al amplio y fastuoso patio. Y el imán, tal y como había podido observar que se hacía frecuentemente, había extendido los límites de su casa desde esa madriguera de ratas hasta incluir la mezquita entera y no le importaba que su mujer tendiera su pálida y descolorida colada entre dos castaños que había en un extremo del patio. Después de deshacerme de los ataques de dos perros desvergonzados, que al parecer se sentían tan propietarios del patio como la familia del señor Imán, y de los hijos del imán, que los perseguían con palos, pude retirarme con él a un rincón.

Después de todo el asunto del divorcio y de la boda del día anterior, seguramente le habría molestado que no le permitiéramos celebrarla, pude ver en su rostro una mirada de «¡Y qué es lo que quieres ahora!».

– El señor Tío ha muerto esta mañana.

– Que Dios se apiade de él y lo acoja en el Paraíso -dijo bondadosamente. ¿Por qué había añadido estúpidamente lo de «esta mañana», algo que podría hacer que sospecharan de mí? Le puse en la mano una de aquellas monedas de oro de las que le había entregado el día anterior. Le dije que antes de la llamada a la oración anunciara la defunción y que su hermano la pregonara inmediatamente por todo el barrio.

– Mi hermano tiene un amigo medio ciego, entre los tres lavamos muy bien los muertos -me dijo.

¿Qué podía haber más adecuado para la ocasión que el hecho de que lavaran a mi señor Tío un medio ciego y un medio imbécil? Le dije que el funeral se realizaría a mediodía y que vendría mucha gente de palacio, de los talleres, de las medersas y de sitios muy importantes. No añadí nada para explicarle que la cara y la cabeza del señor Tío estaban destrozadas. Desde hacía bastante había decidido que aquel asunto sólo podría resolverlo en las más altas instancias.

En primer lugar, debía avisar de la muerte al Tesorero Imperial porque Nuestro Sultán le había ordenado que controlara los gastos del libro que le había encargado a mi Tío. Para poder entrar a Palacio con tal fin fui a ver a un tapicero que trabajaba desde que yo era niño en el taller de los sastres que hay frente a la puerta de la Fuente Fría y que era pariente mío por parte de mi difunto padre y le besé la mano llena de manchas. Implorándole, le expliqué que tenía que ver al Tesorero. Después de hacerme esperar entre aprendices con la cabeza afeitada que se doblaban en dos sobre telas de seda multicolores que tenían en el regazo para coser cortinas, me dijo que siguiera al ayudante del sastre mayor que, por lo que pude entender, iba a Palacio por una cuestión de medidas y cuentas. Como salimos a la plaza de los Desfiles por la puerta de la Fuente Fría, conseguí librarme por el momento de pasar inútilmente por delante del edificio del taller de pintura, frente a Santa Sofía, y de tener que anunciar el asesinato al resto de los ilustradores.

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