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12. Me llaman Mariposa

Fue antes de la oración de mediodía. Llamaron a la puerta y abrí para mirar quién era: el honorable señor Negro. Había estado entre nosotros durante un tiempo en nuestros años de aprendices. Nos abrazamos y nos besamos. Me estaba preguntando si habría venido para traerme algún recado de su Tío cuando me dijo que venía como amigo para ver las páginas que estaba ilustrando y las pinturas que hacía y para ponerme a prueba con una pregunta en nombre de Nuestro Sultán.

Muy bien, le contesté, ¿cuál era la pregunta que me correspondía? Me la hizo. ¡Muy bien!

El estilo y la firma

Mientras se sigan multiplicando los sinvergüenzas que pintan por el dinero y el renombre en lugar de para el placer de la vista y por la fe, le contesté, veremos muchas más actitudes vulgares y codiciosas como ocurre con esto de la pasión por el estilo y la firma. Hice esa introducción no porque lo creyera, sino porque era lo que procedía; la capacidad y la habilidad auténticas no las estropea ni siquiera el amor por el dinero y la fama. Incluso, si hay que decir la verdad, el dinero y la fama son derechos de quienes poseen el talento y, como me ocurre a mí, le impulsan al amor por el trabajo. Pero si le respondía aquello se me echarían encima los artesanos vulgares que rabian de envidia en la sección de ilustradores sólo por haber hablado claro, y yo sería capaz de pintar un árbol en un grano de arroz sólo para demostrar que amo este trabajo más que ellos. Como sé que este capricho por el estilo, la firma y la personalidad ha llegado hasta nosotros desde Oriente por influencia de ciertos maestros chinos débiles de carácter que se desviaron del camino correcto engañados por las pinturas de los francos que les habían llevado desde Occidente los sacerdotes jesuitas, voy a contaros tres historias al respecto que pueden servir de moraleja.

Tres parábolas sobre el estilo y la firma

Alif

Érase una vez un joven jan que vivía en una fortaleza en las montañas al sur de Herat que era muy aficionado a las ilustraciones y a la pintura. Este jan sólo amaba a una de las mujeres de su harén. Y esta hija de tártaros, bella entre las bellas, a la que el jan amaba enloquecidamente, también estaba enamorada de él. Se amaban sudando hasta el amanecer y eran tan felices que les habría gustado que su vida siguiera siendo siempre así. Descubrieron que la mejor manera de hacer realidad ese deseo era abrir libros y contemplar durante horas y días, contemplar como si no pudieran detenerse, las perfectas y portentosas pinturas de los maestros antiguos. Mirando aquellas pinturas perfectas que repetían sin equivocarse jamás las mismas historias, sentían que el tiempo se detenía y que el momento venturoso de la edad de oro que narraba la historia se mezclaba con su propia felicidad. En el taller de pintura del jan había un ilustrador, maestro entre los maestros, que repetía continuamente y con la misma perfección las mismas escenas para las mismas páginas de los mismos libros. Como era costumbre, el maestro ilustrador, cuando pintaba el sufrimiento que le producía a Ferhat el amor de Sirin, o cómo se contemplaban entre admirados y melancólicos Mecnun y Leyla cuando se veían, o las miradas de doble sentido, tan significativas, que se lanzaban Hüsrev y Sirin en un jardín tan hermoso como el legendario Jardín del Edén, pintaba en su lugar la imagen del jan y de la bella tártara. Contemplando aquellas páginas el jan y su amada creían que su felicidad no terminaría jamás y cubrían al maestro ilustrador de elogios y de oro. Por fin, la abundancia de cumplidos y oro apartó al maestro ilustrador del buen camino e incitado por el Demonio olvidó que la perfección de su arte se la debía a los maestros antiguos y creyó orgulloso que sus pinturas gustarían más si les añadía algo de su personalidad. Pero aquellas novedades del maestro, aquellos rastros de su estilo personal, fueron vistas por el jan y su amante como otras tantas imperfecciones que les incomodaban. El jan, que notaba que su antigua felicidad se corrompía aquí y allá en aquellas pinturas que tan largamente observaba, sintió envidia de la hermosa tártara porque ella era la que aparecía primero en las escenas. Y para provocar los celos de la hermosa tártara, le hizo el amor a otra concubina. La hermosa tártara se entristeció de tal manera al enterarse por los rumores del harén que se ahorcó silenciosamente en el cedro que había en el jardín del mismo. El jan, consciente del error que había cometido y de que tras él yacía el anhelo del ilustrador por seguir su propio estilo, ese mismo día ordenó que le arrancaran los ojos a aquel ilustrador engañado por el Demonio.

Ba

En uno de los países de Oriente había un anciano sultán, feliz y amante de las ilustraciones, que vivía muy contento con su nueva esposa, una china bella entre las bellas. Pero de repente los corazones del apuesto hijo del sultán con una esposa anterior y de su nueva y joven mujer se prendaron el uno del otro. El hijo, horrorizado por lo que suponía de traición a su padre, se avergonzó de aquel amor prohibido, se encerró en el taller y se entregó a la pintura. Cada una de sus pinturas era tan hermosa, porque representaban el amor con toda su fuerza y su amargura, que los que las veían no podían diferenciarlas de las de los maestros de antaño y el sultán se sentía muy orgulloso de su hijo. En cuanto a su joven mujer china, miraba las pinturas y decía: «Sí, son muy hermosas. Pero pasarán años y, si no las firma, nadie sabrá que fue él quien produjo tanta belleza». «Pero si mi hijo firma las pinturas -respondía; sultán-, ¿no se estará atribuyendo injustamente el mérito de los maestros antiguos que imita en sus pinturas? Además, si las firma, ¿no estará diciendo que su pintura expresa sus propias imperfecciones?». La esposa china, viendo que no podría convencer a su anciano marido, consiguió por fin que fuera su joven hijo, encerrado en el taller, quien escuchara aquellos argumentos sobre la firma. Y el joven, humillado porque se veía obligado a enterrar su amor en lo más profundo de su corazón, obedeció aquella sugerencia que le había dado su joven y hermosa madrastra e, incitado y engañado por el Diablo, estampó su firma en un rincón de la pintura, entre las plantas y el muro, en un lugar donde creyó que nadie la vería. La primera pintura que firmó era una escena de Hüsrev y Sirin. Ya sabéis: después de que Hüsrev y Sirin se casen, Siruye, el hijo de Hüsrev de su primer matrimonio, se enamora de Sirin y una noche se mete por la ventana y le clava a su padre, que duerme junto a Sirin, un puñal en el hígado. Bien, el anciano sultán, al mirar aquella escena que había pintado su hijo, de repente notó que en ella había un defecto; había visto la firma, pero, como le ocurriría a la mayoría de nosotros, no se dio cuenta de que la había visto y la pintura simplemente le dio la impresión de ser imperfecta. Como eso era algo que no les habría ocurrido a los maestros antiguos, el sultán se preocupó. Porque aquello significaba que el volumen que estaba leyendo no contaba un cuento ni una leyenda, sino lo menos adecuado para un libro: una realidad. Al notarlo, el anciano sintió miedo. Y en ese mismo momento, su hijo el ilustrador, tal y como ocurría en la pintura que había hecho, entró por la ventana y le clavó en el pecho a su padre un puñal tan grande como el de la pintura sin atreverse a mirar sus ojos dilatados por el terror.

Yim

En su Historia , Rasidüddini Kazvini escribe complacido que hace doscientos cincuenta años las artes más estimadas y reverenciadas en Kazvin eran la ornamentación de libros, la caligrafía y la ilustración. El sha que por entonces ocupaba el trono de Kazvin, que gobernaba sobre multitud de países, desde Bizancio hasta China (y quizá su amor a las ilustraciones fuera el secreto de su fuerza), por desgracia no tenía hijos varones. Para que los países que había conquistado no se dividieran tras su muerte, decidió encontrar como marido para su bonita hija a un ilustrador inteligente, para lo cual organizó un concurso entre tres grandes maestros de sus talleres, los tres solteros. Según la Historia de Rasidüddini el concurso tenía un tema muy sencillo: ¡ver quién hacía la pintura más hermosa! Como, al igual que Rasidüddini, los tres jóvenes ilustradores sabían que aquello significaba pintar como los maestros antiguos, cada uno de ellos recreó una escena de las que más gustaban: una joven hermosa con la mirada en el suelo, ahogada por penas de amor, en un jardín paradisíaco entre cedros y cipreses, tímidos conejos e inquietas golondrinas. Uno de los ilustradores, que quería distinguirse de los otros, aunque sin saberlo los tres habían pintado la misma escena exactamente igual que los maestros antiguos, ocultó su firma en el lugar más recóndito del jardín, entre unos narcisos, con la intención de hacer suya la belleza de la pintura. Pero a causa de aquella insolencia, que tanto le alejaba de la humildad de los maestros de antaño, fue desterrado de Kazvin a China. Así pues, se convocó otro concurso entre los dos restantes. En esta ocasión ambos pintaron a una bella joven montada a caballo en un jardín maravilloso, una escena tan hermosa como una poesía. Uno de ellos, bien porque se le desviara el pincel o bien a propósito, es imposible saberlo, pintó de manera un tanto extraña la nariz del caballo blanco de aquella joven de ojos rasgados y pómulos salientes como las chinas; aquello fue considerado de inmediato como un defecto tanto por el padre como por la hija. Cieno, el ilustrador no había firmado su pintura, pero había introducido en aquella prodigiosa escena una imperfección magistral en la nariz del caballo de manera que se notara. «La imperfección es la madre del estilo», dijo el sha y desterró al artista a Bizancio. Pero según la gruesa Historia de Rasidüddini Kazvini mientras se realizaban los preparativos de la boda entre la hija del sha y el hábil ilustrador, que pintaba sin ninguna firma y sin ninguna imperfección, exactamente igual que los maestros antiguos, ocurrió algo más: un día antes de la boda, la hija del sha se pasó el día mirando melancólicamente la pintura que había hecho aquel que al día siguiente sería su marido. Por la tarde, cuando caía la oscuridad subió a ver a su padre: «Los maestros antiguos siempre pintaban a las jóvenes hermosas de sus prodigiosas obras como si fueran chinas y ésa es una norma inalterable que nos vino de Oriente, es cierto -le dijo-. Pero cuando amaban a alguien siempre ponían algo de su amada, cualquier huella, en las cejas, en los ojos, en los labios, en el pelo, en la sonrisa o incluso en las pestañas de la bella que pintaban. Esa imperfección secreta que introducían en su pintura se convertía en una señal de amor que sólo los propios amantes podían reconocer. He estado todo el día observando la pintura de la hermosa joven montada a caballo, padre mío, ¡y no tiene el menor rastro de mí! Este ilustrador quizá sea un gran maestro, y joven y guapo, pero no me ama». Y así el sha anuló de inmediato la boda y padre e hija vivieron juntos hasta el final de sus vidas.

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