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43. Me llaman Aceituna

Fue antes de la llamada a la oración de la noche; llamaron a la puerta y fui a abrir: era un hombre del Comandante de la Guardia que venía de Palacio, un joven pulcro, guapo, sonriente y apuesto. Llevaba en las manos un candil, que más que iluminar ensombrecía su cara, y papel y una tabla de escribir. Me lo explicó de inmediato: por orden de Nuestro Sultán se había convocado un concurso para ver quién de entre los maestros ilustradores dibujaba de un trazo la más hermosa imagen de un caballo. Se había ordenado que me sentara de inmediato, colocara el papel en la tabla y la tabla sobre las rodillas y dibujara a toda velocidad la imagen del caballo más hermoso del mundo en el lugar en el que se me indicaba en el interior del encuadre.

Invité a pasar a mi visitante. De una carrera traje mi pincel más delicado de pelo de oreja de gato y tinta. Me senté en el suelo y ¡me detuve por un instante! ¿Podía ser que aquel asunto fuera una conspiración, una jugarreta que pagaría con mi vida? ¡Puede que sí! Pero ¿acaso no habían ilustrado los antiguos maestros de Herat todas las leyendas con aquellos delgados trazos que separaban la muerte de la belleza?

Mi corazón se llenó con el deseo de pintar pero, como le ocurría a todos y cada uno de los antiguos maestros, también me dio la impresión de que temía hacerlo, así que me contuve.

Esperé un momento observando el papel en blanco para que mi espíritu se aliviara de todas sus preocupaciones. Solo debía pensar en el hermoso caballo que iba a dibujar y debía concentrar mis fuerzas y mi atención.

De hecho, ya habían empezado a pasar ante mis ojos todas las ilustraciones de caballos que había pintado o visto hasta ese momento. Pero había una que era la más perfecta. Ahora pintaría aquel caballo que hasta entonces nadie había sido capaz de dibujar. Con gran resolución conseguí representármelo ante mi mirada; todo lo demás se desvaneció, fue como si por un momento incluso olvidara que estaba allí sentado y que me disponía a dibujar. Mi mano sumergió por sí sola el pincel en el tintero recogiendo la cantidad exacta de tinta. ¡Vamos, mano mía, ahora convierte en realidad el maravilloso caballo que hay ante mis ojos! Fue como si el caballo y yo nos convirtiéramos en uno y estuviéramos a punto de ocupar nuestro lugar en este mundo.

Durante un momento busqué intuitivamente dicho lugar en la zona del papel rodeada por el encuadre. En mi imaginación situé allí el caballo y de repente:

Sí, como si mi mano se hubiera lanzado por sí sola con una firme determinación, mira qué preciosidad, había comenzado por el extremo del casco y había girado de inmediato pasando por la estrecha y hermosa cuartilla siguiendo luego hacia arriba. ¡Qué repentina alegría cuando giró de nuevo con la misma determinación en el corvejón y siguió subiendo a toda velocidad hasta llegar debajo del pecho! Curvándose desde allí, continuaba victoriosa hacia arriba: ¡Qué hermoso resultó su pecho! Adelgazando el extremo, se convirtió en cuello, justo como el del caballo que tenía ante mis ojos. Sin levantar el pincel lo más mínimo bajé por el carrillo hasta llegar a la poderosa boca, que tras pensar un momento hice abierta, y entrando en ella, así es, abre más la boca, caballo, le saqué su preciosa lengua. Giré lentamente -no seas indeciso- por su nariz. Mientras subía derecho miré por un instante el conjunto y al ver que estaba trazando la línea tal y como había imaginado, me olvidé de que estaba pintando y fue como si hubiera sido mi mano y no yo quien hubiera dibujado las orejas y la deliciosa curva del hermoso cuello. Mientras pintaba de memoria y a toda velocidad la grupa, mi mano se detuvo por sí sola y sumergió el pincel en el tintero. Me sentía muy contento mientras pintaba el lomo y los poderosos y altos cuartos traseros, totalmente satisfecho con mi pintura. Por un instante me pareció estar junto al caballo que estaba pintando, inicié alegre la cola, era un caballo de guerra, veloz, así que trencé la cola y giré por ella y subí feliz: mientras le pintaba el muslo y el trasero me pareció sentir una agradable humedad en mi propio trasero y en mi ano y, complacido por aquella sensación, pasé alegre por la hermosa suavidad de su grupa y por el casco del remo posterior izquierdo, que lanzaba hacia atrás con toda velocidad. Yo mismo me admiré del caballo que había pintado y de mi mano, que le había dado al cuarto delantero izquierdo la misma elegante postura que tenía en la mente.

Levanté la mano y pinté a toda velocidad el fogoso pero triste ojo y, tras un instante de vacilación, los ollares y el cobertor de la silla; le peiné las crines una a una, como si se las acariciara con cariño, le coloqué los estribos, le puse en la frente un lucero y le pinté los testículos y el falo intencionadamente comedidos pero en todo su tamaño para que el conjunto quedara perfecto.

Cuando pinto la imagen de un caballo maravilloso, me convierto en ese caballo maravilloso.

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