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46. Me llamarán Asesino

¿Habéis podido deducir quién soy por mi manera de dibujar un caballo?

En cuanto oí que se me pedía que pintara un caballo me di cuenta de que no se trataba de un concurso sino de que querían identificarme por el caballo que dibujara. Sé perfectamente que los borradores de caballos que había hecho en papel basto se habían quedado en el cadáver del pobre Maese Donoso. Pero no tengo el menor defecto ni estilo por el que puedan encontrar quién soy observando los caballos que he dibujado. De eso estoy tan seguro como se puede estar, pero, no obstante, me dejé llevar por el nerviosismo mientras lo dibujaba. Cuando hice el caballo del Tío, ¿pintaría algo que pudiera denunciarme? Ahora debía pintar uno diferente. Pensé en cosas completamente distintas, «me contuve» y no fui yo mismo.

Pero ¿quién soy yo? ¿Soy alguien que esconde las maravillas de su interior para adaptarse al estilo del taller? ¿Alguien que pintará victorioso un día el caballo que se oculta en su corazón?

De repente noté aterrorizado la presencia de ese ilustrador en mi interior. Era como si otra alma dentro de mí me observara y sentí vergüenza.

Me di cuenta de inmediato de que no podría permanecer en casa, así que me eché a la calle y comencé a caminar a toda velocidad por las calles oscuras. El jeque Osman Baba escribió en su Libro de los varones virtuosos que para que el verdadero asceta pueda dejar atrás al demonio de su interior debe caminar a lo largo de toda su vida y no debe asentarse demasiado en ningún lugar, pero después de sesenta y siete años de vagar de ciudad en ciudad se cansó de huir del Diablo y se rindió a él. Ésa es la edad a la que los maestros ilustradores alcanzan la ceguera, la oscuridad de Dios, la edad a la que involuntariamente se convierten en dueños de un estilo y al mismo tiempo se liberan de todos los indicios del estilo.

Como si buscara algo, paseé por Beyazit, por el Mercado de los Pollos, por la plaza vacía del Mercado de Esclavos, por entre los agradables olores de los establecimientos donde vendían sopa y dulces de leche. Pasé ante las puertas cerradas de barberos y planchadores, ante un abuelete hornero que contaba su dinero y me miró sorprendido y ante un colmado que olía deliciosamente a encurtidos y pescado salado; como mis ojos no podían apartarse de los colores entré en la tienda de un herborista que a pesar de lo avanzado de la hora aún estaba pesando algo y, de la misma manera que se mira a la gente con pasión, miré admirado a la luz de la lámpara los sacos de café, jengibre y canela, las coloridas cajas de almáciga, los montones de anís, comino, ajenuz y azafrán cuyo aroma me llegaba directamente a la nariz desde el mostrador. A veces me apetece metérmelo todo en la boca y a veces quiero pintarlo todo en una página en blanco.

Fui al lugar en que me había llenado la tripa en dos ocasiones aquella semana y al que llamaba la taberna de los tristes, aunque debería haberla llamado de los miserables. Su puerta está abierta hasta la medianoche para los que conocen el lugar. Dentro hay unos cuantos pobres vestidos como cuatreros o fugitivos de la horca y algunos miserables cuyas miradas han huido de este mundo a causa de la infelicidad y la desesperación para escapar a otros paraísos como les ocurre a los adictos al opio; dos pordioseros a los que les cuesta trabajo incluso seguir las costumbres de su gremio; y un caballerete que se ha desplomado en un rincón apartado de toda aquella multitud. Saludé cortésmente al cocinero de Alepo. Llené mi cuenco hasta arriba de hojas de col rellenas de carne, le eché yogur por encima, les rocié a puñados pimentón picante y me senté junto al caballerete.

Cada noche se desploma sobre mí la pena, la tristeza.

Hermanos, hermanos, nos estamos envenenando, nos podrimos, nos morimos, nos vamos desgastando según vivimos, nos estamos hundiendo hasta el cuello en la miseria… Algunas noches sueño que sale del pozo y me persigue, pero lo hemos enterrado dos metros bajo tierra; no puede levantarse de su tumba.

El hecho de que el caballerete, yo pensaba que estaba olvidado del mundo con las narices sumergidas en su cuenco de sopa, abriera una puerta a la conversación, ¿era una señal que Dios me enviaba? Sí, dije, han picado la carne en su punto y la col está deliciosa. Le pregunté: me dijo que acababa de salir de una medersa de veinte ásperos y que ahora era secretario adscrito a Arifi Bajá. No le pregunté por qué estaba en aquella taberna de bandidos solteros a aquellas horas de la noche en lugar de estar en la mansión del bajá, en la mezquita, o en su casa, en brazos de su mujer. Él me preguntó quién era y de dónde venía. Medité un momento y le contesté:

– Me llamo Behzat. Vengo de Herat, de Tabriz. He hecho las más magníficas pinturas, las más increíbles maravillas. Desde hace siglos, en todos los talleres musulmanes en que se pinta, tanto en el país de los persas como en Arabia, se dice lo siguiente: cuando lo miras parece real, como una pintura de Behzat.

Por supuesto, ésa no es la cuestión principal. Mi pintura ilustra no lo que ven los ojos, sino lo que ve la mente. En cuanto a la pintura, como sabéis, es una fiesta hecha para los ojos. Unid esas dos ideas y aparecerá mi mundo. O sea,

ELIF: La pintura hace vivir lo que la mente ve, para placer de la vista.

LÁM: Lo que los ojos ven en el mundo entra en la pintura en tanto sirve a la mente.

MlM: Asi pues, la belleza es el redescubrimiento en el mundo por parte de los ojos de lo que la mente ya conoce.

¿Había comprendido nuestro caballero recién salido de una medersa de veinte ásperos aquella lógica extraída de lo más profundo de mi alma gracias a una repentina inspiración? No. Porque te pasas tres años sentado a los pies de un profesor que cobra veinte ásperos al día -con eso hoy sólo se pueden comprar veinte panes- en una medersa en un suburbio y todavía no sabes quién es Behzat. Estaba claro que tampoco el señor Maestro de los veinte ásperos sabía quién era Behzat. Muy bien, voy a explicártelo. Le dije:

– Yo lo he pintado todo, todo. A Nuestro Profeta en la mezquita sentado ante el verde mihrab con los cuatro califas; luego, en otro libro, el ascenso del Enviado de Dios a los Siete Cielos en la Noche de la Ascensión, montado en el caballo llamado Burak; a Alejandro en su camino a China tocando el tambor en un templo costero para asustar a un monstruo que encrespaba el mar con tormentas; a un sultán masturbándose mientras espía a las bellezas del harén bañándose desnudas en un estanque al tiempo que escuchan un laúd; al joven luchador que cree que va a vencer a su maestro porque sabe todos sus trucos y que finalmente se rinde en presencia del sultán, derrotado por su maestro por un último truco que éste le había ocultado sin enseñárselo; el repentino enamoramiento de Leyla y Mecnun niños mientras están arrodillados aprendiendo el Sagrado Corán en una escuela de paredes exquisitamente trabajadas; la incapacidad de los enamorados, del más tímido al más desvergonzado, de mirarse a los ojos; la construcción de palacios piedra a piedra, el castigo con torturas de los criminales, el vuelo de las águilas, burlones conejos, traidores tigres, sauces y plátanos y las urracas que siempre coloco sobre ellos, la muerte, poetas compitiendo, mesas que celebran la victoria y mesas de los que, como tú, no ven otra cosa que sopa.

El precavido secretario ya no me temía, incluso debía de encontrarme divertido porque sonreía.

– Tu señor maestro ha debido hacerte leerla y la sabrás -le dije-. Hay una historia del Jardín de Sadi que me gusta mucho. Aquella de cuando el rey Darío se apartó de los demás durante una partida de caza y fue a pasear por las colinas. De repente apareció frente a él un desconocido de aspecto peligroso. El rey, asustado, echó mano del arco que llevaba en el arzón pero el hombre de la perilla le imploró: «Rey mío, esperad, no lancéis vuestra flecha. ¿Cómo no me habéis reconocido? ¿Acaso no soy vuestro fiel mozo de cuadras a quien habéis confiado cientos de caballos y potros? ¿Cuántas veces no me habréis visto? De cien caballos vuestros, yo conozco a cada uno de los cien por su temperamento, sus hábitos y su color.

¿Cómo es posible que vos no prestéis atención a los siervos que gobernáis, ni siquiera a los que os encontráis tan a menudo como yo?».

Cuando ilustro esta escena pinto a los caballos negros, castaños y blancos, cariñosamente cuidados por el mozo, tan felices y tranquilos en un paradisíaco prado verde cubierto por flores multicolores, que hasta el más imbécil de los lectores comprende la moraleja que se extrae de la historia del poeta Sadi: el secreto y la belleza de este mundo sólo aparecen si se les muestra con amor atención, interés y afecto. Si queréis vivir en ese Paraíso donde habitan los caballos y yeguas felices, será mejor que abráis bien los ojos y que veáis este mundo prestando atención a sus colores, a sus detalles y a sus bromas.

Aquel pupilo de maestro de veinte ásperos se divertía conmigo al tiempo que se asustaba de mí. Le habría gustado arrojar la cuchara y huir, pero no se lo permití.

– En esa escena Behzat, el maestro de maestros, pintó de tal manera al rey, al mozo de cuadras y a los caballos -continué- aunque han pasado cien años no han dejado de imitar los caballos que hizo. Cada uno de ellos, que dibujó según le salían de la imaginación y del corazón, se ha convertido ya en un modelo. Cientos de ilustradores, incluido yo, somos capaces de dibujarlos de memoria. ¿Nunca has visto una pintura de un caballo?

– He visto la pintura de un caballo alado en un libro mágico que un gran maestro, sabio entre los sabios, le dio un día a mi difunto profesor.

¿Qué hago? ¿Le meto la cabeza en el cuenco de sopa a este cretino que, junto con su profesor, se tomó en serio el libro de las Criaturas extrañas y le ahogo aquí mismo? ¿O le dejo que me describa exagerando al límite la única pintura de un caballo que ha visto en su vida y que quién sabe qué mala copia sería? Encontré un tercer camino y, dejando a un lado la cuchara, me lancé fuera de la taberna. Cuando entré en el convento abandonado tras caminar largo rato, una enorme paz cubrió mi espíritu. Barrí el lugar y quité el polvo y escuché el silencio sin hacer nada.

Luego saqué el espejo de donde lo había escondido y lo apoyé en el atril, me coloqué en el regazo la pintura de doble página y la tabla de trabajo e intenté dibujar mi propia cara mirándome en el espejo desde donde estaba sentado. Trabajé largo rato, con paciencia. Mucho después, cuando vi que de nuevo la cara del papel seguía sin parecerse a la mía en el espejo, me invadió tal tristeza que se me humedecieron los ojos. ¿Cómo lo hacían esos ilustradores venecianos de los que nos hablaba tan elogiosamente el Tío? De repente me puse en el lugar de uno de ellos y pensé que si pintaba sintiéndome de aquella manera quizá consiguiera que mi dibujo se pareciera a mí.

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