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Más tarde, maldije tanto a los pintores venecianos como al Tío, borré lo que había hecho y comencé a pintar otra vez mirándome al espejo.

Mucho después me encontré primero en las calles y luego en este asqueroso café. Ni siquiera sabía cómo había llegado hasta aquí. Mientras entraba me sentía tan avergonzado por mezclarme con esos miserables ilustradores y calígrafos que me sudaba la frente.

También sentía que me observaban, que se daban codazos, me señalaban y se reían entre ellos; bien, en realidad lo veía claramente. Me senté en un rincón con gestos que intentaban ser naturales. Con la mirada buscaba por un lado a los otros maestros ilustradores y por otro a mis queridos hermanos, con los que en tiempos había servido como aprendiz al Maestro Osman. Estaba seguro de que a ellos también les habían obligado a dibujar un caballo esta noche y de que se habían esforzado todo lo posible tomándose en serio el concurso de esos idiotas.

El señor cuentista todavía no había comenzado su historia. Ni siquiera había colgado la pintura. Eso me obligó a relacionarme con la clientela del café.

Muy bien, voy a deciros la verdad: como todo el mundo, gastaba bromas, contaba historias indecentes, daba exagerados besos a los amigos, hablaba con dobles sentidos usando alusiones y equívocos, preguntaba por los jóvenes asistentes, criticaba despiadadamente a nuestros enemigos comunes como todos los demás y, una vez lo bastante entusiasmado, llevaba el asunto hasta los juegos de manos y los besos en el cuello. Saber que mientras hacía todo aquello una parte de mi espíritu permanecía cruelmente silenciosa me producía un insoportable dolor.

A pesar de todo, sin que pasara mucho, de la misma manera que con mis juegos de palabras conseguí comparar mi miembro, y el de aquellos de los que tanto se cotilleaba, con cálamos, cañas, las columnas del café, flautas, postes, picaportes, puerros, alminares y bizcochos con abundante almíbar, logré también comparar los traseros de los apuestos muchachitos de los que hablábamos con toronjas, higos, dulce de harina y almohadones y hormigueros minúsculos. En cambio, durante todo ese rato, el más engreído de los calígrafos de mi edad sólo pudo comparar su verga al mástil de un barco y a la vara de un porteador, y además de una manera bastante inexperta y sin la menor confianza en sí mismo. Además, hice alusiones e insinuaciones sobre los cálamos que ya no se levantan de los maestros ancianos, sobre los labios color cereza de los nuevos aprendices, sobre los maestros calígrafos que (como yo) esconden su dinero en cierto sitio (en el rincón más indecente, dije), sobre que al vino que estaba bebiendo le habían echado opio en lugar de pétalos de rosa, sobre los últimos maestros de Tabriz y Shiraz, sobre el hecho de que en Alepo mezclan el café con vino y sobre los calígrafos y apuestos muchachos presentes.

A veces me ocurre que una de las dos almas de mi interior se alza con la victoria y deja atrás a la otra y creo por fin que puedo olvidar ese aspecto mío silencioso y desagradable. Entonces recuerdo las celebraciones de los días de fiesta de mi infancia, que era capaz de compartir con todos los demás siendo yo mismo. Pero a pesar de todas aquellas bromas, besos y abrazos, había en mi corazón un silencio que me dejaba completamente solo envuelto en el dolor en medio de la multitud.

¿Quién había puesto dentro de mí aquel espíritu, no un espíritu sino un demonio, que continuamente me hacía reproches y me apartaba de la comunidad? ¿El Diablo? Pero el silencio de mi interior no encontraba la paz con las historias indecentes que tanto le gustan al Diablo, sino con aquellas historias simples capaces de conmover el alma.

Con la esperanza de encontrar dicha paz en ellas conté dos historias bajo los efectos del vino. Un aprendiz de calígrafo, alto y pálido pero de piel rosada, me escuchaba atentamente clavando sus ojos verdes en los míos.

Dos historias sobre la ceguera y el estilo contadas por el ilustrador para consuelo de la soledad de su alma

Elif

Al contrario de lo que se cree, el pintar caballos observándolos no es un descubrimiento de los maestros francos, sino que fue una idea de Cemalettin, el gran maestro de Kazvin. Después de que Hasan el Largo, jakán de los Ovejas Blancas, conquistara Kazvin, el anciano maestro Cemalettin no se contentó con unirse de buen grado al taller de ilustradores del victorioso jakán, sino que partió con él a una expedición de guerra porque decía que quería iluminar su Historia con escenas de combates que hubiera visto con sus propios ojos. Así pues, aquel gran maestro, que había pintado caballos, caballeros y combates durante sesenta y dos años sin ver una sola batalla, fue por primera vez a la guerra; pero, antes de que pudiera ver siquiera cómo se lanzaban unos contra otros los sudorosos caballos con violencia y estruendo, una bala de cañón lanzada desde las filas del enemigo le dejó ciego y le arrancó las manos por las muñecas. El anciano maestro, que, como los auténticos grandes maestros, esperaba la ceguera como una bendición divina, tampoco consideró una gran carencia el haberse quedado sin manos, observó que la memoria del ilustrador no se encuentra en las manos, tal y como algunos proclamaban insistentemente, sino en su inteligencia y en su corazón y que sólo ahora que estaba ciego podía ver las pinturas y los paisajes originales, los caballos verdaderos, perfectos y originales que Dios le había ordenado que viera, y para poder compartir aquellas maravillas con todos los amantes de la pintura contrató un aprendiz de calígrafo, alto, pálido pero de piel rosada y con los ojos verdes, y le hizo escribir la descripción de los maravillosos caballos que se aparecían ante sus ojos en la oscuridad de Dios explicándole cómo los dibujaría él si pudiera sostener un pincel con la mano. Tras la muerte del maestro, el apuesto calígrafo reunió en tres volúmenes llamados respectivamente La ilustración de caballos, El fluir de las caballos y El amor de los caballos , la historia del dibujo de aquellos trescientos tres caballos comenzando cada uno de ellos por el casco anterior izquierdo, y aquél se convirtió en un libro ampliamente estimado y buscado en los países donde en cierto momento se sintió el poder de los Ovejas Blancas, del que se hicieron multitud de nuevos manuscritos y copias, que fue aprendido de memoria por algunos ilustradores, aprendices y estudiantes y usado como libro de ejercicios, pero que fue olvidado después de que el estado de los Ovejas Blancas de Hasan el Largo fuera barrido del mapa y la manera de ilustrar de Herat dominara el país de los persas. No cabe la menor duda de que en todo esto tuvo que ver la fuerza de la razonable lógica expuesta por Kemalettin Riza el de Herat en su libro Los caballos del ciego , en el que criticaba violentamente aquellos tres volúmenes y defendía la necesidad de quemarlos: ninguno de los caballos descritos en los tres libros de Cemalettin el de Kazvin podía ser un caballo de Dios porque no eran puros, porque el anciano maestro los había descrito después de ser testigo, aunque fuera sólo una vez y por un tiempo muy breve, de una escena de batalla auténtica. Como el tesoro de Hasan el Largo de los Ovejas Blancas fue saqueado por el sultán Mehmet el Conquistador y traído a Estambul, no resulta demasiado sorprendente que de vez en cuando se vean algunas de esas trescientas tres historias en otros libros en Estambul e incluso que ciertos caballos se pinten tal y como se describe en ellas.

Lam

En Herat y Shiraz, el hecho de que un maestro ilustrador se quedara ciego a causa del excesivo trabajo en la última etapa de su vida no sólo se consideraba un indicio de su resolución, sino que también se ensalzaba como el pago que Dios le daba al trabajo y al talento de aquel gran maestro. Por esa razón hubo una cierta época en Herat en la que se miraba con sospecha a los maestros ancianos que a pesar de haber envejecido no se habían quedado ciegos, algo que impulsó a muchos de ellos a buscar la ceguera en su senectud. Y durante aquella larga época recordada con admiración en la que algunos de ellos se cegaron a sí mismos por seguir el camino de los legendarios maestros que habían preferido la ceguera a trabajar para otro sha o a cambiar de estilo, sólo Ebu Said, nieto de Tamerlán por la rama de Miran Sha, abrió la puerta a una sorprendente novedad mostrando mayor respeto a la imitación de la ceguera que a la ceguera misma en los talleres que fundó después de conquistar Tashkent y Samarcanda. Veli el Negro, el anciano maestro que había inspirado a Ebu Said, le había explicado que, por supuesto, un ilustrador cuyos ojos no pudieran ver vería en la oscuridad los caballos de Dios, pero que el verdadero talento estaba en que un ilustrador cuyos ojos vieran pudiese observar el mundo como si fuera ciego y se lo demostró a la edad de sesenta y siete años pintando un caballo que le vino repentinamente a la brocha del pincel sin ver el papel ni pensar en él a pesar de que hasta que lo terminó estuvo mirando con los ojos completamente abiertos el papel en blanco. Y al final de aquella ceremonia pictórica, en la que, para que sirvieran de ayuda al legendario maestro, hizo que músicos sordos tocaran el laúd y que narradores mudos contaran historias, Miran Sha comparó durante largo rato el maravilloso caballo de Veli el Negro con otros que el maestro había pintado previamente y vio que no había la menor diferencia entre ellos. Para calmar la irritación de Miran Sha, el legendario maestro le explicó que el ilustrador que de veras posee talento sólo ve los caballos de una manera, tenga los ojos abiertos o cerrados, tal y como Dios los ve. Según él, cuando se trataba de un gran maestro ilustrador no había la menor diferencia entre el ciego y el que ve: la mano siempre dibujaba el mismo caballo porque por entonces no existía ese invento franco llamado estilo. Los caballos del gran maestro Veli el Negro han sido copiados durante ciento diez años por todos los ilustradores musulmanes, y, en cuanto a él, dos años después de que pasara de Samarcanda a Kazvin tras la derrota de Ebu Said y la disolución de su taller, fue cegado y luego muerto por los soldados del joven Nizam Sha acusado de intentar refutar con malas intenciones la aleya del Sagrado Corán que dice «¿Cómo pueden ser iguales el ciego y el que ve?».

Quizá le habría contado al aprendiz de calígrafo de hermosos ojos una tercera historia sobre cómo el gran maestro Behzat se cegó a sí mismo, o sobre cómo nunca quiso abandonar Herat, o sobre cómo no volvió a pintar después de que le llevaran a la fuerza a Tabriz, o sobre cómo el estilo de un ilustrador es en realidad el del taller al que está adscrito, o cualquier otra leyenda de las que le había oído al Maestro Osman, pero tenía la mente en el señor cuentista. ¿Cómo sabía yo que esa noche iba a contar la historia del Diablo?

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