Литмир - Электронная Библиотека
A
A

52. Me llamo Negro

Cuando aquella mañana el Tesorero Imperial y los agás abrieron ceremoniosamente las puertas, mi vista estaba tan acostumbrada al color de seda roja de la sala del Tesoro que la luz de la mañana invernal que entraba desde el Patio Privado me pareció algo aterrador, hecha para engañar al que la mirara. Me quedé inmóvil donde estaba, igual que el Maestro Osman: me daba la impresión de que si me movía, el aire mohoso, polvoriento y casi palpable de la sala del Tesoro se escaparía a través de la puerta junto con las pistas que buscábamos.

El Maestro Osman miraba con un extraño asombro la luz que entraba por entre las cabezas de los agás del Tesoro, alineados a ambos lados de la puerta abierta, como si viera algo maravilloso por primera vez.

Aquella noche le había observado atentamente de lejos mientras miraba las pinturas y pasaba las páginas del Libro de los reyes del sha Tahmasp y había visto que de vez en cuando aparecía en su rostro la misma expresión de asombro. Su sombra temblaba ligeramente reflejándose en el muro, acercaba con cuidado la cabeza a la lente que tenía en la mano, en su boca aparecía una delicada expresión, como si se dispusiera a revelar un agradable secreto, y luego, mientras observaba admirado la pintura, sus labios se movían por sí solos.

Después de que cerraran la puerta comencé a caminar impaciente arriba y abajo por las salas con una inquietud cada vez mayor. Pensé nervioso que no podríamos conseguir suficiente información de los libros del Tesoro y que no tendríamos bastante tiempo. Como notaba que el Maestro Osman no se estaba entregando lo necesario, le expresé mis temores.

Me cogió la mano de una manera agradable, como un auténtico maestro que está acostumbrado a acariciar a sus aprendices.

– Los que son como nosotros no tienen otra salida sino intentar ver el mundo como lo ve Dios y ampararse en Su justicia -dijo-. Siento en lo más profundo de mi corazón que aquí, entre estas pinturas y estos objetos, ambas cosas se están acercando. Según nosotros nos vamos aproximando a la manera en que Dios ve el mundo, Su justicia se nos acerca. Mira, el alfiler con el que se cegó el Maestro Behzat…

Observé atentamente el agudísimo extremo de aquel desagradable objeto bajo la lente, que me había acercado para que lo viera mejor mientras me contaba la cruel historia del alfiler, y vi allí una humedad rosada.

– Los maestros antiguos -continuó el Maestro Osman- convertían en un importante asunto de conciencia el no cambiar las habilidades, los colores y los estilos a los que habían consagrado su vida. Consideraban un deshonor ver el mundo un día como lo dice el sha de Oriente y el otro como lo dice el soberano de Occidente, que es lo que hacen los ilustradores de hoy día.

Sus ojos ni miraban a los míos ni la página que había ante él. Parecían mirar hacia atrás, hacia una blancura tan lejana que resultaba inalcanzable. En la página del Libro de los reyes que tenía abierta ante él, los ejércitos de Irán y Turan se lanzaban con todas sus fuerzas el uno contra el otro y, mientras los caballos chocaban hombro con hombro, heroicos guerreros coléricos se mataban entre ellos con las espadas desenvainadas con la alegría y los colores de una fiesta mientras las lanzas perforaban armaduras, se arrancaban cabezas y brazos y caían al suelo cuerpos ensangrentados partidos en dos.

– Los grandes maestros antiguos, para proteger su honor cuando eran forzados a adoptar las maneras de los vencedores y a imitar a sus ilustradores, se cegaban heroicamente con un alfiler y, antes de que descendiera como un premio sobre sus ojos la oscuridad pura de Dios, miraban, a veces durante horas, a veces durante días, una página extraordinaria que colocaban ante ellos. El universo y el significado de aquella ilustración, manchada en ocasiones por las gotas de sangre que les caían de los ojos puesto que la observaban horas y horas como si no pudieran apartar la mirada, iban ocupando en medio de una dulce suavidad el lugar de los sufrimientos que habían vivido, mientras los ojos de los heroicos maestros se iban nublando porque se encaminaban directamente hacia la ceguera. ¡Qué felicidad! ¿Sabes qué ilustración me gustaría mirar hasta alcanzar la oscuridad de la ceguera?

Como haría cualquiera que intentara recordar una memoria de la infancia, clavó los ojos, cuyas pupilas parecían menguar mientras el blanco iba agrandándose, en un lugar a lo lejos, que parecía estar fuera de la sala del Tesoro.

– ¡La escena en la que Hüsrev va con su caballo hasta los pies del palacio de Sirin y espera consumido de amor, pintada a la manera de los antiguos maestros de Herat!

Quizá se disponía a describirme aquella escena con un tono de melancólica poesía como un elogio al hecho de que los antiguos maestros estuvieran ciegos, pero lo interrumpí con un extraño impulso.

– Gran maestro, señor, lo que yo quiero ver para siempre es el delicado rostro de mi amor. Hace tres días que me he casado con ella. Me he pasado doce años añorándola. La escena en que Sirin se enamora de Hüsrev mirando su imagen siempre me la ha recordado.

En el rostro del Maestro Osman apareció una intensa expresión que no pudo ocultar, quizá de curiosidad, pero no estaba vuelto hacia la historia que le estaba contando ni hacia la sanguinaria escena de guerra que tenía delante. Parecía estar esperando una buena noticia que se le acercara lentamente. Cuando estuve lo bastante seguro de que no me veía, cogí el alfiler de turbante y me alejé de allí.

En la tercera de las salas del Tesoro, en la contigua a los baños, había un rincón en un lugar oscuro formado por cientos de extraños y enormes relojes regalados por muchos reyes y soberanos francos que, como se habían estropeado al poco tiempo, habían sido apartados a un lado. Fui hasta allí y contemplé con más cuidado el alfiler con el que, según decía el Maestro Osman, se había cegado Behzat.

La punta dorada del alfiler, cubierta por un líquido rosado, brillaba de vez en cuando a la rojiza luz del sol reflejada en las carcasas de oro, en las esferas de cristal de roca y en los diamantes de los rotos y polvorientos relojes. ¿Realmente se había cegado el legendario Maestro Behzat con aquel instrumento? ¿Se había hecho a sí mismo el Maestro Osman aquello tan terrible que se había hecho Behzat? Un marroquí brutal, del tamaño de un dedo y pintado con múltiples colores, que pertenecía al mecanismo de uno de los enormes relojes, pareció decirme «¡Sí!» con la mirada. Seguro que cuando el reloj funcionaba aquel tipo de turbante otomano asentiría tantas veces con la cabeza como la hora que fuera, una broma del rey Habsburgo que lo había regalado y de su hábil relojero, para diversión de Nuestro Sultán y de las mujeres del harén.

Hojeé bastantes libros mediocres. Como me indicó el enano, aquellos libros surgían de entre las posesiones confiscadas a los bajas a quienes se había decapitado. Se habían ejecutado tantos bajas que aquellos volúmenes nunca se acababan. El enano, con una alegría cruel, decía que cualquier bajá que encargara un libro a su nombre y lo hiciera ilustrar con pan de oro olvidándose con la embriaguez de sus riquezas y su poder de que era sólo un siervo, tenía bien merecido que lo decapitaran y que confiscaran sus posesiones. Cuando, incluso en aquellos libros, algunos de ellos álbumes, otros manuscritos iluminados y otras colecciones de poesía ilustradas, me encontraba la escena en que Sirin se enamora de Hüsrev mirando su imagen, me detenía y la contemplaba largo rato.

La pintura dentro de la pintura, o sea, la imagen de Hüsrev que Sirin veía en su paseo por el campo, nunca estaba clara. Y no era porque los ilustradores no pintaran lo bastante bien como para hacer algo tan pequeño como una pintura dentro de otra. La mayoría de los ilustradores son capaces de trabajar tan delicadamente como para pintar sobre uñas, granos de arroz e incluso cabellos. Entonces, ¿por qué no pintaban con tanta claridad como para poder reconocerlo el rostro y los ojos del apuesto Hüsrev, de quien Sirin se enamoraba al verlo? En cierto momento después de mediodía, mientras pensaba en preguntarle todo aquello al Maestro Osman para ver si así podía olvidar mi desesperación, estaba hojeando al azar las páginas de un confuso álbum que había caído en mis manos cuando vi un caballo que me llamó la atención sobre la tela en la que estaba pintada una procesión nupcial. Por un momento los latidos de mi corazón perdieron su ritmo.

Allí, ante mí, había un caballo de extraños ollares. Conducía a una coqueta novia y me miraba. Era como si aquel caballo mágico fuera a susurrarme un secreto. Como en un sueño, quise gritar pero no me salía la voz.

Agarré el libro, fui corriendo entre baúles y objetos hasta donde se encontraba el Maestro Osman y abrí la página ante él.

Miró la ilustración.

Me impacienté al no ver un brillo en su rostro.

– Los ollares del caballo son exactamente iguales a los del caballo hecho para el libro de mi Tío -le dije.

Acercó la lente al caballo. Aproximó tanto los ojos a la lente y a la pintura que su nariz casi tocaba la página.

Como el silencio se prolongaba ya no pude aguantarlo más.

– Como puede ver, no es un caballo pintado de la misma manera y con el mismo estilo que el hecho para el libro de mi Tío. Pero los ollares son iguales. El ilustrador intentó ver el mundo como lo veían los chinos -guardé silencio por un momento-. Es una procesión nupcial. Parece una pintura china, pero los personajes no son chinos, son como nosotros.

Ahora la lente del maestro parecía pegada a la pintura y su nariz a la lente. Para ver mejor no sólo puso en movimiento los ojos, sino, y con todas sus fuerzas, la cabeza, los músculos del cuello, su anciana espalda y sus hombros. Hubo un largo silencio.

– Los ollares del caballo están cortados -dijo mucho después sin aliento.

Acerqué mi cabeza a la suya. Miramos largo rato los ollares mejilla contra mejilla. De repente me di cuenta con tristeza no sólo de que los ollares del caballo estaban cortados, sino de que el Maestro Osman tenía dificultades para ver.

– Lo ve, ¿no?

– Muy poco -me contestó-. Descríbeme la pintura.

– En mi opinión es una novia triste -dije apenado-. La novia va montada en un caballo con los ollares cortados, está rodeada por guardias y lleva una compañía que le es extraña. Las caras de los hombres, sus gestos duros, sus aterradoras barbas negras, sus ceños fruncidos, sus espesos bigotes, su constitución maciza, sus túnicas de tela fina y sencilla, su calzado delicado, sus gorros de piel de oso, sus hachas y sus espadas demuestran que son turcomanos de los Ovejas Blancas de Transoxiana. La hermosa novia, a la que le queda mucho camino por delante a juzgar por el hecho de que viaja de noche con su doncella y a la luz de candiles y antorchas, quizá sea una desdichada princesa china.

106
{"b":"93926","o":1}