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– O bien creemos que es china porque el ilustrador, para resaltar la perfecta belleza de la novia, le pintó los ojos rasgados como los de los chinos de la misma manera que le ha pintado la cara de blanco, como hacen los chinos -dijo el Maestro Osman.

– Sea quien sea, me da pena esta triste belleza que viaja a medianoche por medio de la estepa acompañada por guardias extraños de dura mirada hacia un país extranjero donde la espera un marido a quien nunca ha visto. ¿Cómo podremos comprender quién es nuestro ilustrador por los ollares cortados del caballo que monta? -le pregunté inmediatamente después.

– Pasa las páginas del álbum y cuéntame lo que ves -me ordenó el Maestro Osman.

Ahora estaba con nosotros también el enano, a quien poco antes, cuando le llevaba corriendo el volumen al Maestro Osman, había visto sentado en el orinal, y los tres observábamos las páginas que iba pasando.

Vimos hermosas muchachas chinas, pintadas de la misma manera en que lo estaba nuestra novia triste, que se encontraban reunidas en un jardín tocando un extraño laúd. Vimos pagodas, melancólicas caravanas que iniciaban largos viajes, árboles de la estepa y paisajes de la estepa misma, tan hermosos como viejos recuerdos. Vimos árboles que se retorcían a la manera china con sus flores primaverales abiertas con todo su vigor y alegres y alborotadores ruiseñores en sus ramas. Vimos príncipes hablando de poesía, vino y amor sentados en tiendas a la manera del Jurasán, jardines maravillosos, apuestos señores que salían de caza montados muy erguidos en exquisitos caballos llevando en el brazo halcones espléndidos. Luego pareció pasar un demonio por entre las páginas porque sentimos que en las ilustraciones el mal era, en la mayoría de las ocasiones, una razón en sí misma. ¿Había añadido algo irónico el ilustrador a los movimientos del heroico príncipe que mataba al dragón con su lanza gigantesca? ¿Se había regodeado en la pobreza de los míseros campesinos que esperaban que el jeque les curara sus males? ¿Le producía más placer dibujar los ojos tristes de los pobres perros enlazados el uno con el otro al aparearse, o colorear con un rojo diabólico las bocas abiertas de las mujeres que los miraban riéndose? Luego vimos los verdaderos demonios del ilustrador: aquellas extrañas criaturas se parecían a los duendes y a los gigantes que tantas veces habían dibujado los antiguos maestros de Herat y los ilustradores del Libro de los reyes , pero la satírica habilidad del pintor los había representado más malignos, más agresivos y más humanos. Vimos terroríficos demonios de tamaño humano pero con los cuerpos contrahechos, cuernos nudosos y colas de gato y nos reímos de ellos. Mientras yo pasaba las páginas, aquellos demonios desnudos, de cejas rebeldes, caras regordetas, ojos enormes, dientes puntiagudos, uñas cortantes y piel oscura y arrugada como la de los viejos, comenzaron a luchar entre ellos, a robar un enorme caballo para sacrificarlo a sus dioses, a saltar y a jugar, a cortar árboles, a secuestrar hermosas princesas en sus palanquines, a capturar dragones y a robar tesoros. Le expliqué que Cálamo Negro, el ilustrador que había pintado los demonios en aquel volumen en el que habían participado tantas manos, había pintado también unos derviches kalenderis con la cabeza rasurada, la ropa hecha harapos, con cadenas de hierro al cuello y con cayados en la mano, y el Maestro Osman me escuchó con atención haciéndome repetir una y otra vez los parecidos.

– Cortar los ollares de los caballos para que respiren mejor y corran durante más tiempo es una costumbre mongola desde hace cientos de años -dijo luego-. Cuando los ejércitos de Hulagu Jan entraron en Bagdad después de haber conquistado a caballo toda Arabia, Persia y China, pasaron por la espada a la ciudad entera y la saquearon y arrojaron todos los libros al Tigris, Ibni Sakir, el famoso calígrafo y luego ilustrador, como todo el mundo sabe, en lugar de huir de la ciudad y la masacre dirigiéndose al sur, como todos los demás, fue hacia el norte, que era por donde había llegado la caballería mongola. Por aquel entonces los libros no se ilustraban porque se decía que el Sagrado Corán lo prohibía y los ilustradores no eran tomados en serio. He oído decir que fue entonces, durante aquella legendaria y larga caminata para llegar hasta el corazón de los ejércitos mongoles, cuando Ibni Sakir, nuestro santo patrón y nuestro maestro, a quien debemos el mayor secreto de nuestra profesión, el ver el mundo desde el alminar, la presencia permanente, visible o invisible, de la línea del horizonte y el pintarlo todo, de las nubes a los insectos, con colores vivos y optimistas, tal y como lo veían los chinos, observó los ollares de los caballos para poder encaminarse hacia el norte. Sin embargo, por lo que yo he visto y oído, ninguno de los caballos que pintó en las ilustraciones de los libros que hizo en Samarcanda, adonde llegó después de caminar un año desafiando nieves y tormentas, tenía los ollares cortados. Porque para él los caballos perfectos surgidos de los sueños no eran los fuertes y victoriosos caballos mongoles que se había encontrado en su madurez, sino los elegantes caballos árabes de su juventud, que con tanta tristeza había dejado atrás. Por esa razón la extraña nariz del caballo pintado para el libro del Tío no me ha traído a la memoria ni los caballos mongoles ni esa costumbre que los mongoles extendieron hasta el Jorasán y Samarcanda.

El Maestro Osman me contaba todo aquello mirando a veces al libro, a veces a mí, pero parecía que no nos viera a nosotros sino aquello que forjaba su imaginación.

– Otra cosa que ha llegado hasta el país de los persas y después hasta aquí gracias a los ejércitos mongoles, aparte de la costumbre de cortar los ollares de los caballos y de la pintura china, son los demonios de este libro. Ya habréis oído que son los embajadores del mal, enviados por oscuros poderes subterráneos, para arrebatarnos nuestras vidas y todo aquello a lo que damos algún valor y llevarnos a los subterráneos de la oscuridad y la muerte. En ese mundo subterráneo todo, nubes, árboles, objetos, perros, libros, tiene un alma y habla.

– Sí -intervino el anciano enano-. A Dios pongo por testigo de que algunas noches en las que me quedo aquí encerrado se inquietan los espíritus de no sólo estos relojes, platos chinos y fuentes de cristal de roca, que de todas maneras tintinean continuamente, sino también los de todos esos mosquetes y espadas, escudos y cascos ensangrentados, y comienzan a hablar de tal manera que en la densa oscuridad la sala del Tesoro se convierte en un campo de batalla del día del Juicio.

– Esta creencia la trajeron desde el Jorasán al país de los persas y luego hasta nuestro Estambul los derviches kalenderis cuya ilustración habéis visto -continuó el Maestro Osman-. Cuando el sultán Selim el Fiero derrotó al sha Ismail y saqueó Tabriz y el Palacio de los Ocho Cielos, Bediüzzaman Mirza, de la estirpe de Tamerlán, traicionó al sha Ismail y se pasó a los otomanos junto con los derviches kalenderis que lo acompañaban. Cuando el sultán Selim el Fiero, que en Gloria esté, regresaba de Tabriz a Estambul en medio del nevado invierno, lo acompañaban, además de las dos hermosas mujeres de piel blanca y ojos almendrados del sha Ismail, a quien había vencido en Çaldiran, los libros guardados en la biblioteca del Palacio de los Ocho Cielos, tanto los de los antiguos señores de Tabriz, los mongoles, los ilhaníes, los yelayiríes y los Ovejas Negras, como los conseguidos como botín por el derrotado sha de los uzbecos, los persas, los turcomanos y los timuríes. He decidido contemplar estos libros hasta que Nuestro Sultán o el Tesorero Imperial me saquen de aquí.

Pero su mirada ya tenía esa falta de objetivo que tienen los ciegos; mantenía en la mano la lente de mango de nácar no para ver, sino por pura costumbre. Guardamos silencio un rato. El Maestro Osman le pidió al enano, que había escuchado toda la historia como si se tratara de un cuento triste, que encontrara y le trajera un libro cuya encuadernación describió en detalle. Cuando el enano se fue le pregunté inocentemente a mi maestro:

– Entonces, ¿quién puede haber hecho la pintura del caballo del libro de mi Tío?

– Ambos caballos tienen los ollares cortados -me respondió-. Pero éste, se haya hecho en Samarcanda o, como dije, en Transoxiana, está pintado a la manera china. En cuanto al hermoso caballo del libro de tu Tío, fue pintado a la manera de los persas, como los maravillosos caballos de los maestros de Herat. ¡Un caballo tan airoso que sería difícil encontrar otro parecido en este mundo! Es un caballo artístico, no un caballo mongol.

– Pero tiene los ollares cortados, como un auténtico caballo mongol -susurré.

– Porque está claro que uno de los antiguos maestros de los que pintaban en Herat hace doscientos años, después de que los mongoles se retiraran y comenzara el gobierno de Tamerlán y sus descendientes, hizo una magnífica ilustración de un caballo con los ollares exquisitamente cortados influido por los caballos mongoles que había visto y recordaba o bien por las imágenes de otro ilustrador que los había pintado también con los ollares cortados. Nadie sabe en qué página de qué libro hecho para qué sha estaba, pero estoy seguro de que ese libro y esa ilustración fueron admirados y estimados en algún palacio, quién sabe, quizá por la favorita del sha en el harén, y de que durante un tiempo se convirtieron en legendarios. Y también estoy seguro de que, por esa razón, todos los ilustradores mediocres, rezongando envidiosos de aquel caballo con los ollares cortados, lo imitaron y lo multiplicaron. Y así, tanto ese caballo portentoso como sus ollares se convirtieron en modelos y fueron aprendidos de memoria por los ilustradores de aquel taller. Años más tarde, esos mismos ilustradores, cuando sus señores fueron vencidos en combate buscaron nuevos shas y príncipes, como las desafortunadas mujeres que van a otro harén, y al cambiar de ciudad y país se llevaron con ellos los caballos de ollares elegantemente cortados que tenían en la memoria. Quizá la mayoría de los ilustradores acabara por olvidar aquellos ollares que yacían en un rincón de sus memorias ya que, bajo la influencia de otros maestros y otras maneras, nunca los llegaron a pintar en sus nuevos talleres. Pero unos pocos no sólo no se limitaron a pintar caballos con los ollares elegantemente cortados en los talleres a los que se habían incorporado, sino que además se lo enseñaron a sus apuestos aprendices diciendo «Así lo hacían los maestros antiguos». Y, de esa manera, siglos después de que los mongoles y sus fuertes caballos de ollares cortados se retiraran de Persia y Arabia y de que una nueva vida se iniciara en las ciudades que habían sido arrasadas, quemadas y saqueadas, ciertos ilustradores continuaron pintando cortados los ollares de los caballos convencidos de que se trataba de un modelo. Asimismo estoy seguro de que otros, sin tener la menor noticia de los conquistadores ejércitos de los mongoles, pintan sus caballos de la manera en que se hace en nuestro taller afirmando también que se trata de un modelo.

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